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Plurilingüismo en el Congreso: ¡el momento es ahora, Sepharad!

Fuentes: Ctxt

Hay palabras que llegan de imprevisto y deshacen nudos como piedras, retiran mordazas y alientan cambios que parecían imposibles. Así sonaron las que pronunció la presidenta del Congreso, Francina Armengol, en la sesión constitutiva de la Cámara del pasado 17 de agosto. Irrumpieron de pronto, sin que nadie las esperara, tras una emotiva evocación de La pell de brau, el poemario que convirtió a Salvador Espriu en una referencia de la lucha antifranquista. 

“Quiero manifestar mi compromiso con el catalán, el euskera, el gallego y la riqueza lingüística que suponen, y quiero anunciarles que esta presidencia permitirá el uso de estas lenguas en el Congreso desde esta sesión constitutiva”. Así de rotundo, así de claro. Ni durante la Primera República, ni durante la Segunda, ni después de la Transición, la tercera autoridad del Estado había defendido el pluralismo lingüístico con convicción semejante.  

La densidad histórica de las palabras

Desde luego, ese compromiso inédito con las hablas peninsulares pedía concreciones y anunciaba también resistencias. En ningún caso, sin embargo, se trataba de flatus vocis, de palabras destinadas a desvanecerse o a quedar en mero artificio retórico. Por el contrario, si pudieron ser pronunciadas fue porque encarnaban una fuerza de siglos. La de millones de mujeres y hombres que a través del tiempo lucharon con orgullo por conservar y enriquecer esas voces propias, que fueron a la vez la de sus hijos o sus madres. Esa fuerza, nacida del fondo de la historia, no emergió por casualidad en uno de los congresos más plurinacionales y plurilingües de la historia reciente. Y tampoco fue por azar que tuvo como intérprete a una mujer, mallorquina, que como presidenta del Gobierno de Baleares había hecho de la defensa de la memoria democrática una política pública irrenunciable.

Naturalmente, semejante desafío no podía quedar sin respuesta. Aquel 17 de agosto, sin embargo, los reticentes de siempre estaban desconcertados. Divididas las derechas, torcieron el gesto, pero sin aspavientos excesivos, como si intuyeran que enfrente tenían a una exigencia de los tiempos, y por ello, difícil de parar.

En la primera reunión de la nueva Mesa del Congreso, ya repuesto, el PP mostró su lado más recio. Apuntó directamente contra la legalidad de la decisión y exigió que se congelara todo. En otras ocasiones, esa simple invocación paralizadora hubiera bastado para desactivar el anuncio y restaurar el status quo de siemprePero no esta vez. El pacto que había posibilitado la nueva composición de la Mesa había dejado fuera a Vox, que no estaba allí para socorrerlo. El PSOE no secundaba sus argumentos, como había ocurrido tantas veces en la legislatura anterior. Sumado a ello, el propio PP comparecía en el debate con un candidato a la presidencia del Gobierno de Ourense, que hizo gran parte de su carrera política en gallego, sin que nadie en su partido lo considerara la ‘anti-España’ por ello. 

Una reforma reglamentaria impostergable

Tras este fallido movimiento restaurador, que hubiera implicado desactivar toda la potencia del anuncio del 17 de agosto, la presidenta del Congreso propuso otro camino.  Escuchar a los grupos parlamentarios y a partir de allí plantear una propuesta jurídicamente sólida que pueda aplicarse en el próximo pleno, probablemente el que deberá debatir la investidura de Alberto Nuñez Feijóo. 

Si se atiene a lo ocurrido en estos últimos años, lo lógico sería que de estas rondas de consultas surja lo que ha sido un clamor compartido por un amplio espectro de fuerzas políticas: la necesidad de reforma del Reglamento del Congreso. Esta reforma no se produciría en el vacío. Tendría como antecedente las que ya se produjeron en el Senado en 1994 y 2005. Fueron aquellas iniciativas, en efecto, las que abrieron camino en la dirección de lo que ahora se pretende: normalizar el uso del euskera, el gallego y el catalán, en escritos y debates parlamentarios. 

Curiosamente, estas reformas, que incluían la posibilidad de utilizar las lenguas cooficiales en algunas intervenciones y escritos parlamentarios, tuvieron el apoyo del PP. Es más, en algún caso no solo las apoyó, sino que llegó a quejarse de su insuficiencia. “Aspirábamos a más”, sostuvo en 2005 el senador gallego Víctor Manuel Vázquez Portomeñe. Y no se quedó allí: prometió ir más lejos si había cambios futuros y acabó invocando, para justiciar su moderación, las célebres palabras de Confucio: “Más vale encender una humilde vela que maldecir la oscuridad”.

Aquella reforma echó por tierra muchos tabúes. De entrada, corroboró lo que hoy se acepta con naturalidad en la Unión Europa, en países como Suiza, Bélgica o Canadá, o en parlamentos como el de la Comunidad Autónoma Vasca: que es perfectamente posible, sin riesgo de trauma psicológico ni gran dispendio económico, entenderse y debatir en diferentes lenguas, mediante sistemas de traducción previa o simultánea. Y que negarse a ello con el argumento de la humillación del pinganillo, es más un signo de inseguridad que de confianza en la vitalidad de la propia lengua. 

Precisamente porque los antecedentes del Senado y del derecho comparado son numerosos y funcionan, la reforma del reglamento del Congreso resulta una iniciativa impostergable. El último intento de llevarla adelante tuvo lugar en junio de 2022. Con la firma de ERC, PNV, JXCat, PDeCAT, la CUP y el BNG, la iniciativa ya planteaba la posibilidad de la traducción simultánea de estas lenguas en las intervenciones en comisiones y de plenos. 

Por primera vez en la historia, la propuesta contó con el apoyo decidido de partidos con presencia en el ejecutivo. Este fue el caso del grupo confederal de Unidas Podemos-En Comú Podem-Galicia en Común, cuyos diputados subieron a la tribuna a defender la iniciativa. En ese entonces, no obstante, se toparon con la oposición de un PSOE demasiado temeroso y condicionado tanto por el PP como por Vox. 

En una sesión memorable por su significado, el diputado sabadellense de En Comú Podem, Joan Mena, afeó al PSOE su posición y le recordó que el problema no lo tenían “los hablantes de las lenguas oficiales” sino “aquellos que no son capaces de aceptar y de sentirse orgullosos de una realidad que nos enriquece y mucho como país”.

Tras las elecciones del 23 de julio de este año, el escenario para la reforma se ha vuelto mucho más propicio. Primero, porque el voto que hoy permitiría a Pedro Sánchez hacerse con la presidencia del Gobierno es un voto con un fuerte componente antifascista, contrario a las retiradas de revistas en catalán de las bibliotecas públicas y, más en general, a los ataques a las lenguas cooficiales perpetrados por los gobiernos pactados entre el PP y Vox. 

Una de las primeras en reaccionar contra estas medidas de tintes neofranquistas fue la propia vicepresidenta en funciones y líder de Sumar, Yolanda Díaz. Durante la campaña electoral, Díaz defendió la necesidad de una ley de uso y enseñanzas de lenguas oficiales y minorizadas. El 2 de agosto, por su parte, también anunció que impulsaría una reforma del Reglamento para blindar jurídicamente la diversidad lingüística en el Congreso. 

Las exigencias en materia lingüística por parte de ERC y Junts como condición para aprobar la constitución de la nueva Mesa y una eventual investidura futura hicieron el resto. El propio PSOE accedió a cambiar su posición en la materia, propuso a una federalista genuina como Armengol como nueva presidenta del Congreso y luego respaldó su anuncio histórico de un cambio inmediato en el uso del euskera, del catalán y del gallego, en los plenos de la Cámara. 

La estrategia contrarreformista 

Todavía en estado de shock, el PP intentó, en la primera reunión de la nueva Mesa, apuntarse a una eventual reforma del Reglamento del Congreso, pero no para avanzar en el cambio, sino para frenarlo. Sus representantes, en efecto, fueron los primeros en exigir “que todo quede congelado” mientras la reforma no se acometiera y mientras no hubiera informes jurídicos. 

Esta actitud no solo buscaba desplegar una táctica dilatoria que desnaturalizara el mandato nítido de la presidencia de la Cámara del 17 de agosto. También desconocía que los propios diputados y diputadas, como representantes de la voluntad popular, son los primeros obligados a cumplir el principio constitucional que manda proteger las lenguas de toda la ciudadanía y de “los pueblos de España”. 

De existir acuerdo entre las fuerzas partidarias de este avance en materia de plurilingüismo, el cambio sería imparable. Primero, porque la tramitación de una reforma que blinde jurídicamente la diversidad lingüística, bien podría realizarse en lectura única, como prevé el artículo 150 del Reglamento. Segundo, porque incluso sin ese trámite, la presidenta podría comenzar a flexibilizar el uso de las lenguas amparándose en el artículo 32, que la faculta a dirigir los debates, mantener el orden en los mismos e interpretar el propio Reglamento en los casos de duda.

También aquí existen antecedentes. Ya en 2005, el entonces presidente del Congreso, Manuel Marín, del PSOE, aprobó una Resolución con el visto bueno de la Mesa y de la Junta de Portavoces con el objetivo de flexibilizar el uso de las lenguas mediante la autotraducción al castellano a cargo de los propios intervinientes. Incluso en la última legislatura, con Meritxell Batet de presidenta, se utilizaron fórmulas similares sin que nadie sintiera que se le privaba por ello del derecho a entender lo que se estaba debatiendo. Durante el debate de la proposición de reforma reglamentaria de 2022, el diputado Ferran Bel, del PDeCAT, realizó toda su intervención en catalán, autotraduciéndose al castellano. Lo mismo hizo, en euskera, Mertxe Aizpurua, portavoz de EH Bildu. Y no solo eso: algunos diputados de Unidas Podemos, como Pablo Echenique o Sofía Castañón, pronunciaron alocuciones breves en las que utilizaron otras modalidades lingüísticas reconocidas en sus territorios como el aragonés o el bable. 

Es verdad que durante aquella sesión la presidencia acabó llamando al orden a las diputadas y diputados Montse Bassa, de ERC, Míriam Nogueras, de Junts, Albert Botran, de la CUP, y Néstor Rego, del BNG, por su insistencia en hablar solo en catalán o gallego. Pero en aquel caso, la decisión de no autotraducirse no era un simple capricho. Era una forma deliberada de protestar contra la oposición del PSOE a tramitar una propuesta que ya se había abierto paso parcialmente en el Senado.

Avanzar, indesinenter

Sea como fuere, estos antecedentes muestran que, con la actual legalidad en la mano, la presidenta del Congreso cuenta con instrumentos jurídicos y con mayorías de apoyo suficientes para que el plurilingüismo gane peso ya en los plenos del 26 y 27 de septiembre, cuando se debata la investidura de Feijóo.

Podría ocurrir, desde luego, que ese debate tuviera lugar sin que los sistemas de traducción necesarios estuvieran listos. En ese caso, no sería imposible acordar con los grupos un margen suficiente de flexibilidad para que, junto al castellano, las lenguas de Rosalía de Castro, de Gabriel Aresti, de Montserrat Roig y de Ovidi Montllor, resuenen en el hemiciclo con la fuerza y la dignidad que merecen. Los diputados y diputadas que las utilizaran deberían, seguramente, autolimitarse para que sus intervenciones resultaran comprensibles para todos y permitieran el debate. Pero esta autolimitación, a diferencia de otros momentos, no implicaría renuncia ni apuntalamiento del status quo. Sería un pequeño primer paso hacia una reforma más profunda, previamente pactada, que blinde de una vez el uso normalizado en el Congreso de las lenguas peninsulares, para orgullo de todos, incluidas las personas castellanoparlantes. 

El efecto de un cambio de esta naturaleza sería enorme, internamente y desde el punto de vista internacional. Hacia adentro, porque ayudaría a que las propias lenguas peninsulares se conozcan mejor entre ellas, algo que hoy por desgracia ocurre poco. También serviría para que se asuma que el propio castellano que se habla en el Congreso bien puede sonar a la manera andaluza, canaria o argentina, como es mi caso, o a la manera saharaui de nuestra compañera Tesh Sidi. El efecto hacia afuera no sería menor. Porque el mundo entero advertiría el simbolismo de un reconocimiento jurídico y práctico de la pluralidad lingüística interna, nada menos que en el Congreso de los Diputados. Dicho reconocimiento nos permitiría acercarnos mejor a Portugal, a América Latina o, incluso, a África. Y sobre todo, lanzaría un mensaje claro a Europa sobre la necesidad de que las lenguas que ya se escuchan o leen con naturalidad en las instituciones estatales, se escuchen y se lean de modo similar en Bruselas o Estrasburgo. 

Nada de esto, obviamente, implica desconocer las férreas inercias uniformistas de la historia más reciente y de la más lejana. Precisamente por eso, el ilusionante cambio anunciado en la sesión constitutiva del Congreso el pasado 17 de agosto no puede darse por descontado. Exige compromiso y presión por parte de quienes aspiramos a una investidura lo más plurinacional, lo más progresista, lo más feminista y lo más republicana posible. El mismo Salvador Espriu, que llamaba a construir ponts de diàleg entre los hijos e hijas de Sepharad, sabía que eso no se podía conseguir, como también dijo en un poema, sin perseguir la libertad propia y de los demás indesinenter, adverbio latino que quiere decir “sin pausa, incesantemente”. 

De eso se sigue tratando en esta difícil coyuntura que nos toca vivir. De perseverar, sin descanso, en la defensa de libertades y derechos que nos ayuden, justamente, a hablar, falarhitz egin, a parlar. Y de aprovechar esta grieta que se ha abierto para recordar a Sepharad que no hay tiempo que perder, que el momento es ahora.

Gerardo Pisarello es diputado de En Comú Podem. Profesor de Derecho Constitucional de la UB.

Fuente: https://ctxt.es/es/20230801/Firmas/43880/Gerardo-Pisarello-plurilinguismo-lenguas-idiomas-congreso.htm