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Carta abierta a mis compatriotas israelíes

Podemos parar esta barbarie

Fuentes: Global Research

Esta carta es probablemente la culminación de casi una década de estudio revisando nuestro pasado. En determinado momento, más allá de las historias, casos y razonamientos particulares, sentí la necesidad inequívoca y absoluta de expresar mis sentimientos sobre nuestro «milagro» israelí, la manifestación del «sueño» sionista. No escribiré esta carta en hebreo (aunque probablemente esa […]

Esta carta es probablemente la culminación de casi una década de estudio revisando nuestro pasado. En determinado momento, más allá de las historias, casos y razonamientos particulares, sentí la necesidad inequívoca y absoluta de expresar mis sentimientos sobre nuestro «milagro» israelí, la manifestación del «sueño» sionista.

No escribiré esta carta en hebreo (aunque probablemente esa sería la herramienta lingüística más adecuada para llegar a vuestras mentes) porque ya ha habido bastante reciclado de ropa sucia entre nosotros, los que nos consideramos israelíes. A lo largo de los años, mis esperanzas de que se produjera un cambio a partir de nosotros mismos han ido desafortunadamente menguando. Por tanto, esta carta también (o principalmente) está dirigida a la comunidad internacional, cuya ayuda necesitamos desesperadamente, no en forma de más dinero, armas o «comprensión» tolerante,  sino para que intervengan y arreglen lo que nosotros, según parece, no somos capaces de arreglar, más que nada por falta de voluntad. Por eso, la postura que mantengo aquí es extremadamente impopular en Israel y en la cultura judía. Formaría parte de lo que en hebreo llamamos «moser»: alguien que denuncia ante los gentiles a la «nación judía».

Bueno, vamos a ello. El asunto que me mueve a escribir es importante.

En primer lugar, tengo que contaros que nuestra valoración de la historia israelí omite un gran número de atrocidades cometidas por nosotros. Una gran parte siguen siendo asuntos clasificados como secretos de Estado, aunque se sitúen tan lejos como en 1948.

Es posible que hayáis oído hablar de la matanza de Deir Yassin; suele aparecer en los libros escolares, aunque se la describe como una aberración, perpetrada por «extremistas», facciones sin escrúpulos anteriores a la Declaración de Independencia (aunque los líderes de esos grupos extremistas se convirtieron luego en primeros ministros). ¿Pero qué hay de todas las otras masacres perpetradas por las Fuerzas de Defensa Israelíes en 1948? ¿Habéis oído hablar de Al Dawayima, que aparentemente fue mucho peor que Deir Yassin? Yair Auron acaba de escribir sobre ella en Haaretz. Echad un vistazo. Lo que cuenta es la primera vez que se publica, pero no supone ningún secreto (se conocen fragmentos desde hace décadas), como muchos otros testimonios y documentos que están ahí para quien quiera buscarlos y leerlos.

Si unimos las ejecuciones en masa sistemáticas, los múltiples casos de violaciones en grupo (que se han ido revelando poco a poco por la vergüenza que suponen para ambas partes), el aplastamiento de cráneos de niños con estacas, los fetos arrancados del vientre de sus madres  -todo ello y mucho más perpetrado por «nosotros», los «chicos buenos», la «élite educada», a menudo en situaciones que no presentaban ningún peligro, solo por puro sadismo gratuito y por odio hacia los «árabes»- empiezas a darte cuenta de que Israel no está en una guerra de supervivencia, en una guerra de un grupo escogido y de cultura avanzada que vive en un «barrio conflictivo» de subcultura árabe atrasada.

Permitidme que lo exprese clara y directamente:

Hemos actuado como animales, con un grado de barbarie que podría compararse (como así se ha hecho) con la de aquellos a quien nos encanta odiar, los nazis, cuya crueldad supuestamente sirve para absolver la nuestra. Como Golda Meir dijo a Shulamit Aloni 1 en cierta ocasión: «Después del Holocausto, los judíos tenemos derecho a hacer cualquier cosa».

Pero no es así. Está claro que no. Hemos utilizado la misma excusa desde el principio, con esas palabras o con otras y acompañada de un encubrimiento sistemático de nuestras atrocidades.

Y como hemos sucumbido en gran medida a nuestra propia propaganda, somos incapaces de percibir el vestigio histórico que vamos dejando, y que nos muestra, si somos honestos, que seguimos haciendo básicamente lo mismo que siempre: subyugando, torturando, masacrando.

No se trata de una serie de actuaciones que nos vemos obligamos a hacer para intentar «sobrevivir». Se trata más bien de la consecuencia inherente y predecible de nuestra religión estatal, que no es el judaísmo, como muchos piensan equivocadamente, sino el sionismo.

Se nos ha lavado el cerebro para que pensemos que el sionismo es nuestro salvador. Que, lo mismo que Jesús murió en la cruz por los cristianos, nuestros soldados mueren por nuestro país. No es verdad: mueren por el sionismo. «Nuestro país», tal y como lo percibimos en general, no es realmente «nuestro país». Es el país de muchos otros, a quienes no solo hemos expulsado con inmensa brutalidad, sino que seguimos manteniendo encerrados en jaulas de diversas formas y estilos y bajo un terrible régimen de apartheid de intensidad variable, con el fin de mantener nuestro sagrado «equilibrio demográfico», mientras continuamos nuestra incesante expansión por la «tierra prometida».

Nuestra ocupación no comenzó en 19672, como tampoco nuestros crímenes o nuestra crueldad. Hemos fundado un Estado sobre fosas comunes de otros. No nos vimos obligados a hacerlo. Tal y como dijo Begin3 en 1982, en relación con la guerra de 1967: «Tenemos que ser sinceros con nosotros mismos… Nosotros decidimos atacar». Así que seamos sinceros con nosotros mismos sobre todas las demás historias de «defensa propia». En realidad, toda la empresa sionista se suele describir como una «lucha por la supervivencia», una «lucha por la autodefensa».

Si no hubiéramos ocultado nuestros crímenes tan bien, tan profundamente y con tanta retórica de propaganda de «disuasión», tal vez sería más fácil creer en nuestra sinceridad. Por otra parte, cuando esos crímenes son descubiertos, resulta imposible justificar nuestra rectitud moral. Lo cierto es que, a medida que los medios de comunicación del mundo han adquirido mayor transparencia inmediata, la realidad de nuestros crímenes resulta imposible de ocultar (y nuestra respuesta ante eso ha sido acentuar aun más la propaganda, para darlos la vuelta y centrar toda la justificación en nuestro derecho a defendernos). Bombardeamos las casas y arrasamos barrios enteros en Gaza para «defendernos». Torturamos niños para «defendernos».

Seamos francos: torturamos y aterrorizamos hasta la muerte a los palestinos con el fin de disuadirlos y conseguir que sus vidas sean tan horribles que solo deseen marcharse (o vengarse, lo que justificaría nuestro siguiente ataque).

Hemos creado un monstruo. ¿Quién diablos quiere «sobrevivir» si es a ese precio? ¿No resulta despreciable esa «supervivencia» que se sostiene sobre la muerte y la destrucción de los «otros»? Porque, en realidad, ¿quiénes son esos «otros»? ¿No somos nosotros, más bien, «los otros», los que llegamos con nuestra «cultura superior» para hacer «florecer el desierto»? Y mientras ese desierto «florece» con un nuevo asentamiento, otra «zona militar» ficticia, otra «expansión», las personas que viven allí, los «otros» son poco a poco expulsadas, rodeadas o asesinadas.

Nosotros, los judíos, hemos creado un legado de violencia que perdurará durante siglos, incluso si se detuviera ahora. Si todas las historias fueran reveladas y todos los archivos desclasificados (los de 1948, 1967 y todos los demás), no cabe duda de que esta aventura sionista constituiría otro capítulo estremecedor y sustancial de barbarie y crueldad en los anales de la historia mundial.

Pero, por desgracia o por suerte, aún no se ha terminado. Tenemos la capacidad de detener toda esa barbarie ahora mismo. Eso no significaría nuestra aniquilación, como aseguran los histéricos propagandistas sionistas. Es una opción que tenemos a nuestra disposición: renunciar al reino de la exclusividad, separar el judaísmo del Estado y vivir en paz con todos los desafíos a los que debe enfrentarse cualquier ser humano y cualquier Estado.

Pero nosotros no somos un Estado. Un Estado no son «personas». Un Estado es un régimen, un paradigma de gobierno. Puede que un Estado pertenezca a sus ciudadanos, pero entonces «nosotros» no constituimos un verdadero Estado, ni Israel tampoco. Porque el Estado de Israel es el Estado de quienes tienen «nacionalidad judía», lo que adquiere más validez que su ciudadanía de origen. Y yo me niego a formar parte de ese «nosotros» si ello significa algún tipo de superioridad ligada a un cóctel étnico-religioso-nacional. ¿Supone ello necesariamente apartarse del judaísmo? No, claro que no. Supone simplemente apartarse del aparentemente inextricable vínculo que el sionismo ha creado con el judaísmo, de monopolizar el judaísmo, de utilizar coacciones mafiosas hacia todos aquellos que hablan en su contra, aplicando en último término la retórica de «antisemitismo».

Se trata de una táctica del miedo contra la que hay que luchar. Si no nos levantamos contra el atavismo intelectual al que nos somete esta ideología, continuaremos cometiendo graves crímenes y perdonándolos en nombre de esta «religión», tal y como hacemos ahora.

Tenemos futuro. Pero el sionismo es un callejón sin salida. Soy consciente de que estas ideas, hoy en día, no representan ni mucho menos una postura mayoritaria y son una vía directa para la exclusión social. Soy consciente y ya lo he asumido. Pero no es que tenga vocación de mártir. En realidad es el único camino correcto que contemplo. Si deseáis mantener la esperanza de que el sionismo tenga un futuro, al menos esforzaos un mínimo para comprender realmente lo que ha supuesto para los palestinos. Por raro que parezca, eso es lo más fácil. Lo más difícil es contemplar directamente los horrores y luego miraros en el espejo y ver lo que el sionismo ha hecho con vosotros.

1- Shulamit Aloni (1928-2014), política de izquierdas, parlamentaria, pacifista y activista de derechos humanos.

2- Guerra de los Seis Días

3- Menajem Beguín (1913-1992), primer ministro israelí en los setenta, fundador del partido Herut, que sería dominante en la coalición Likud.

Jonathan Ofir es violinista y director de orquesta israelí. Mantiene un blog y reside en Dinamarca.

Fuente: http://www.globalresearch.ca/to-my-fellow-israelis-we-can-stop-this/5506572

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y a Rebelión como fuente de la misma.