La intromisión de Occidente en Líbano ha existido incluso desde antes de su independencia en 1943. Primero Francia y después Estados Unidos se han entrometido en la política interna de un país que fue desgajado artificialmente de Al Sham, la Gran Siria. Su enorme complejidad religiosa dificulta hallar una solución que solamente podrá abordarse si antes se resuelven los conflictos regionales
La explosión del cuatro de agosto en el puerto de Beirut ha desencadenado una ola de solidaridad occidental con Líbano que se traducirá en el envío de una ayuda de un montón de millones de dólares y en innumerables declaraciones de ánimo al maltrecho país del otro extremo del Mediterráneo, no exentas de consejos y buenas intenciones.
Sin embargo, de la misma manera que el infierno está lleno de buenas intenciones, los problemas del diminuto Líbano son gigantescos y no parece que la injerencia occidental vaya a resolverlos. Al contrario, al inmiscuirse en su política, algo que viene haciendo Estados Unidos desde siempre, es muy posible que asistamos a un deterioro de la situación, con un mayor riesgo de inestabilidad.
Para resolver los problemas libaneses, como los de otros países árabes de la región, deberían darse dos circunstancias: la resolución del conflicto árabe-israelí y la profundización en un acuerdo similar al de Barack Obama con Teherán que fue desbaratado por el presidente Donald Trump.
Ninguna de estas dos condiciones, que son necesarias, va a darse por el simple hecho de que la política exterior americana se dirige al milímetro desde Tel Aviv y está claro que el Israel de Benjamín Netanyahu no tiene la menor intención de resolverlas; al contrario, todos sus pasos se dirigen cuidadosamente a crear más inestabilidad.
La injerencia den la política libanesa es constante y determinante. La embajadora de EEUU en Beirut, Dorothy Shea, ya montó un pollo considerable hace solo unas semanas dictando a los cuatro vientos qué debería hacer y qué no hacer el gobierno libanés, obrando de una manera inadmisible que ni EEUU ni ningún otro país permitiría de ningún diplomático extranjero.
Lo que más desearía Washington es exactamente lo que más desearía Israel, es decir que la tierra se tragara a Hassan Nasrallah, el líder de Hizbolá, la fuerza política y militar dominante. Washington y Tel Aviv querrían que desapareciera sin pagar ningún peaje, y que su desaparición se tradujera en la consolidación de la hegemonía israelí en la región, al fin y al cabo Nasrallah y sus padrinos de Teherán son el último obstáculo que se interpone para la dominación total de Israel.
Los israelíes no aceptarán ninguna otra cosa que no sea esa, y cuentan con el apoyo inequívoco de Trump para conseguirlo, al tiempo que la Unión Europea ha optado por aplicar cuatro «estrategias» alternativas que son inútiles: estar ausente, ignorar los problemas reales, ignorar que todos ellos conducen a Tel Aviv o saltar a la comba al ritmo que impone Washington, es decir de Tel Aviv.
Debe insistirse en que los problemas de Líbano no se resolverán si antes no se solucionan el conflicto árabe-israelí y las relaciones con Irán. Nasrallah dijo hace unos años que Hizbolá aceptará cualquier acuerdo con Israel que cuente con el visto bueno de los palestinos, pero ¿qué ha hecho el presidente Trump? Parir un engendro que llama «acuerdo del siglo» que es un disparate y certifica el expolio de los palestinos y las ya viejas políticas de apartheid.
En cuanto a Irán, hace solo unas semanas trascendió que las autoridades de Omán, que mantienen buenas relaciones con Irán e Israel, ofrecieron a Netanyahu un diálogo directo con Teherán. Netanyahu lo rechazó sin pensárselo dos veces por la sencilla razón de que lo último que le interesa es la estabilidad y aspira a tener comparsas dóciles y dispuestos a ejecutar sus designios, como ya lo hacen el príncipe saudí Mohammad bin Salman y el príncipe emiratí Mohammad bin Zayed, totalmente sometidos a su voluntad
La inacción de las potencias europeas contribuye de una manera creciente a la inestabilidad. Francia y Alemania, y no digamos el Reino Unido, no mueven un dedo para frenar la evolución de un Oriente Próximo que más tarde o temprano volverá a crear problemas mayores a Europa. Al contrario, los europeos dan muestras de sentirse a gusto con esa dinámica que ahora tiene el punto de mira inmediato orientado a Libia y Líbano.
Dentro de una semana el Tribunal de la Haya se pronunciará sobre el asesinato del exprimer ministro libanés Rafiq Hariri. Diga lo diga el tribunal, su dictamen significará una nueva sacudida para Líbano. En todo caso, es evidente que los tribunales internacionales están muy politizados y al servicio de las potencias hegemónicas. En el caso de Líbano, no hay duda de que, en tanto que herramienta de Occidente, el dictamen solamente traerá inestabilidad.
Cuando Emmanuel Macron afirma que quiere evitar el «caos» que se cierne sobre Líbano, haría bien en apuntar en otra dirección ya que la situación en Líbano no se arreglará si no se arreglen los problemas regionales en los que está implicado Israel, unos problemas que no se van a resolver con un puñado de dólares ni con declaraciones bonitas que no guardan relación con el meollo de la cuestión.
Pensar, como se piensa en Occidente, que la caída del gobierno de Beirut y su sustitución por otro, o que el ejército debería tomar el control de la situación, va a resolver los problemas de Líbano, es una ingenuidad en estado puro. Los problemas de Líbano únicamente se solucionarán si se arregla el contexto de la región, una posibilidad que los occidentales ni siquiera se plantean.