No hay ninguna razón de peso para que el 12 de octubre siga siendo la fiesta nacional de un país democrático comprometido con la defensa de los derechos humanos y la justicia internacional
La consolidación del 12 de octubre como Fiesta Nacional de la España democrática no se produce hasta la Ley 18/1987, de 7 de octubre. En la exposición de motivos de la ley, de artículo único, hay rastros del intenso debate parlamentario y cívico que tuvo lugar en la transición para llegar a un acuerdo sobre la fiesta que habría de convocar a los pueblos de España a un mínimo consenso simbólico. Se reconoce «la indiscutible complejidad que implica el pasado de una nación tan diversa como la española», pero se concluye que la fecha elegida representará mejor a la nueva España que el 18 de julio o la onomástica del rey. «El 12 de octubre», dice la ley, «simboliza la efemérides histórica en la que España, a punto de concluir un proceso de construcción del Estado a partir de nuestra pluralidad cultural y política, y la integración de los Reinos de España en una misma Monarquía, inicia un período de proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos». La apañada eufemización del colonialismo, entendido aquí como «un período de proyección lingüística y cultural», es muy de su época, y gracias a la naturalización de la fiesta, ya también muy de la nuestra. Por su lado, la pirueta narrativa que asocia el imperio con la supuesta consolidación del territorio estatal nos juega a todos una mala pasada: 1492 es irrelevante para la «integración de los Reinos de España»; a menos que lo que se quiera celebrar sea la conquista de Granada y la expulsión de los judíos.