Traducción para Rebelión de Loles Oliván
Cuando las calles árabes estallaron de furia desde Túnez a Saná, el panarabismo parecía una ideario simbólico. Ni la denominada revolución de los jazmines utilizó consignas asociadas a la identidad árabe ni la juventud egipcia colgó pancarta alguna que proclamara la unidad árabe en los edificios adyacentes a la plaza Tahrir.
Curiosamente, el arabismo de la ‘primavera árabe’ fue casi un resultado de conveniencias. Políticamente, a los gobiernos occidentales les interesaba estereotipar a las naciones árabes y presentarlas como si fueran homogéneas, como si los sentimientos nacionales, las identidades, las expectativas y las revueltas populares procedieran de una misma causa anclada en el pasado y se correspondiesen con una misma realidad precisa en el presente. Así, muchos en Occidente esperaban que la caída de Zine El Abidine Ben Ali de Túnez diera lugar a un efecto dominó, sobre todo desde que abdicó Hosni Mubarak en Egipto. Fueron muchos los pretenciosos que, desconociendo la región y su complejidad, se preguntaban «¿quién será el siguiente?».
Después de la duda inicial, Estados Unidos y sus aliados occidentales se movieron rápidamente para influir en el resultado de los procesos de algunos países árabes. Su misión era garantizar una transición sin problemas en los países cuyo rumbo lo había marcado el impulso de las revueltas, acelerar la caída de sus enemigos y apuntalar a sus aliados para que no sufrieran el mismo destino.
El resultado fue la devastación. Los países en los que intervino Occidente, sus aliados y, como era de esperar, sus enemigos, se convirtieron en infiernos no por el fervor revolucionario sino por el caos militante, el terrorismo y las guerras sin fin. Libia, Siria y Yemen son ejemplos obvios.
En cierto modo, Occidente, sus medios de comunicación y sus aliados se autoproclamaron guardianes osados no solo del destino de los árabes sino de la forja de sus identidades. Ahora, cuando en algunos países árabes colapsa toda noción de nación –Libia, por ejemplo– Estados Unidos se abroga la responsabilidad de fabricar escenarios futuros para los Estados árabes en descomposición.
En su testimonio ante un comité del Senado de Estados Unidos para discutir el cese del fuego en Siria, el secretario de Estado, John Kerry reveló que su país está preparando un «Plan B» por si fracasa el alto el fuego. Aunque se abstuvo de ofrecer detalles específicos, Kerry ofreció pistas. Puede que «si esperamos mucho más sea demasiado tarde para mantener a Siria como Estado», indicó.
La posibilidad de dividir Siria no es una advertencia casual sino que está presente de manera extendida en el discurso intelectual y de los medios de comunicación estadounidenses y de otros países occidentales. Michael O’Hanlon, del Brookings Institute, ya lo reseñó en un artículo de opinión publicado por Reuters en octubre pasado. En él reclamaba que Estados Unidos hallara un «propósito común con Rusia» sin perder de vista «el modelo de Bosnia».
«[…] De manera similar, la Siria del futuro podría ser una confederación de varios sectores: uno mayoritariamente alauí, otro kurdo, un tercero principalmente druso, un cuarto compuesto en gran parte por musulmanes suníes, y finalmente una zona central de grupos mixtos en el principal cinturón poblacional del país, desde Damasco a Alepo».
Lo peligroso de la solución de O’Hanlon para Siria no es el total desprecio por la identidad nacional siria. Francamente, muchos intelectuales occidentales ni siquiera han llegado a aceptar la idea de que las naciones árabes lo sean según la propia definición occidental de nación (léase el artículo Aaron David Miller, «Tribes with Flags» [Tribus con banderas]). No, el verdadero peligro radica en que el desmantelamiento de los países árabes, por controvertido que sea, es muy verosímil; los precedentes históricos abundan.
No es ningún secreto que la formación moderna de los países árabes es en gran medida resultado de la división de la región árabe dentro del Imperio Otomano en mini-Estados. Fue el resultado de las necesidades políticas y de los compromisos surgidos del Acuerdo Sykes-Picot de 1916. En aquel momento, Estados Unidos estaba más volcado en su vecindad americana y el resto del mundo era en gran parte un tablero de juego dominado por Gran Bretaña y Francia.
El acuerdo franco-británico, con el consentimiento de Rusia, lo motivó netamente el poder, los intereses económicos, la hegemonía política y poco más. Así se explica por qué la mayoría de las fronteras de los países árabes eran perfectas líneas rectas. De hecho, se trazaron con lápiz y cartabón sin considerar otros múltiples factores relacionados con la propia evolución orgánica de la geografía ni su prolongada historia de conflicto o concordia.
Han pasado casi cien años desde que las potencias coloniales fragmentaran a los árabes y nunca se han respetado las propias fronteras que esas mismas potencias crearon. Por otra parte, han invertido mucho tiempo, energía, recursos e incluso guerras para asegurarse que la arbitraria división no concluya jamás.
Occidente no sólo detesta la expresión «unidad árabe», también aborrece a todo aquel que se atreva a infundir lo que considera terminología hostil y radical. El segundo presidente de Egipto, Gamal Abdel Naser, argumentó que la verdadera liberación y la libertad de las naciones árabes estaban intrínsecamente ligadas a la unidad árabe.
Por lo tanto, no sorprende que la lucha por Palestina ocupara una faceta central en la retórica del nacionalismo árabe a lo largo de los años 50 y 60. Abdel Naser fue elevado por la mayoría de los árabes a la categoría de héroe nacional, y Occidente e Israel lo denigraron como paria.
Para asegurarse de que los árabes no se unieran jamás, Occidente se empleó a fondo en su mayor desunión. En 2006-2007, la ex secretaria de Estado estadounidense, Condoleezza Rice, dejó claro que Estados Unidos pondría fin a su apoyo a la Autoridad Palestina si prosperaba la unión de Fatah y Hamas. Anteriormente, cuando la resistencia en Iraq alcanzó un punto insoportable para los ocupantes estadounidenses, se dedicaron a dividir a los iraquíes impulsando los criterios sectarios. Sus intelectuales aún sopesan la posibilidad de dividir Iraq en tres estados autónomos: chií, suní y kurdo.
Libia fue totalmente destruida después de que la intervención de la OTAN convirtiera un levantamiento regional en una guerra sangrienta. Desde entonces, Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos y otros han apoyado algunos sectores contra otros. Cualquiera que fuera el sentimiento de nación que existiera desde el fin de la colonización italiana en ese país, ha sido diezmado por el retroceso de los libios a sus identidades regionales y tribales para sobrevivir a la conmoción.
El Embajador de Libia en Roma rechazó recientemente un Plan B para dividir Libia en tres protectorados separados de Tripolitania, Cirenaica y Fezzan. No obstante, parece que los libios son en la actualidad la parte más irrelevante para determinar el futuro de su propio país.
El mundo árabe siempre ha sido visto por los occidentales como un lugar de conquista para explotar, controlar y domesticar. Esa forma de pensar sigue definiendo la relación. Como se sigue temiendo la unidad árabe se prodigan nuevas divisiones denominadas «Plan B» cuando el status quo que llaman «Plan A» parece imposible de mantenerse.
Lo realmente interesante es que, a pesar de la falta de una visión pan-árabe en los países árabes que experimentaron revueltas populares hace cinco años, pocos acontecimientos en la historia moderna han unido a los árabes más que los cantos de libertad en Túnez, las voces victoriosas en Egipto y los gritos de dolor en Yemen y en Siria. Es esa tácita pero sentida identidad colectiva la que impulsa a millones de árabes a aferrarse a una esperanza, por débil que sea, de que sus naciones sobrevivirán a esta arremetida como a la previsible división occidental.
Fuente: http://www.ramzybaroud.net/plan-b-not-an-enigma-why-the-west-is-keen-on-dividing-the-arabs/
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