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Los torturadores encuentran apoyo

¿Por qué persiste la tortura?

Fuentes: Diagonal

Jorge del Cura, miembro del Centro de Documentación contra la Tortura de Madrid, analiza los mecanismos que, pese al rechazo social, permiten su pervivencia.

Pocos conceptos provocan una reacción tan unánime en las personas. Tortura y dictadura se nos presentan como sinónimos, se pretende su incompatibilidad absoluta con la democracia, de tal forma que cuando se habla de tortura, se da por supuesto que no nos estamos refiriendo a nuestros países democráticos occidentales… Pero, la tortura está presente en todos los Estados, el español incluido. He oído a policías y jueces decir que en el Estado español la tortura no existe, no se practica porque no es útil ni eficaz para averiguar la verdad. En ocasiones, incluso, he oído que la detención, momento previo a la tortura, sólo debería producirse cuando la investigación ya está finalizada y, en estos caso, la tortura no aportaría nada a esta e incluso podría desbaratar el trabajo realizado.

El problema está en que el torturador no pretende llegar a la verdad. Sin embargo, la tortura es útil para el control de la población y para la represión de la disidencia. Obteniendo información de la persona torturada, no sólo sobre sus posibles actividades, sino sobre personas y hechos que el detenido pueda conocer. Destruyendo al disidente tanto física como anímicamente. O imponiendo el terror a un colectivo, mediante la generalización del miedo tanto a sufrir torturas, como a sufrir las consecuencias de conocer a personas posible objeto de torturas, de las que, se le sugiere, conviene alejarse.

Al mismo tiempo, para que el torturador pueda efectuar su trabajo sucio, es decir, pueda practicar la tortura, es necesario que tenga y perciba que está apoyado, que su trabajo es valorado. Para ello necesita el apoyo de sus compañeros -corporativismo- y el apoyo de sus jefes y responsables políticos (normalmente a través de declaraciones públicas de reconocimiento de la labor policial y, al mismo tiempo, descalificación y amenazas a quienes pongan en cuestión esa labor). Necesita saber que su ‘verdad’ obtenida mediante tortura, no será cuestionada, que goza de ‘presunción de veracidad’, sobre todo y ante todo, frente al torturado. Al tiempo, necesita saber que no sufrirá sanciones por realizar el trabajo sucio. Pero sobre todo, necesita apoyo social.

Pero, si la idea de tortura provoca un rechazo unánime, ¿cómo hacer que sea aceptada y no sólo consentida por temor a sufrirla ? En 1992, el reconocido sociólogo Niklas Luhmann reabre el debate formulando la pregunta : ¿perviven aún en nuestra sociedad normas irrenunciables ?, ¿en caso de amenaza de una bomba de relojería, cabe levantar la norma de la garantía de la dignidad humana para conseguir indicaciones para localizarla y desactivarla ? Su respuesta es afirmativa y sostiene la conveniencia de dar entrada a la tortura en el ordenamiento jurídico de los Estados democráticos. Estas propuestas posteriormente han sido repetidas, si bien de una forma más suave : ya no se hablará de tortura, sino de «uso moderado de la fuerza física» (Israel) o «interrogatorios científicos» (según el ex general de la Guardia Civil Rodríguez Galindo en 1985). El supuesto de la bomba de relojería ha sido discutido pero sobre todo aplicado en muchas ocasiones. Se trata de un análisis coste-beneficio del que se seguiría la justificación de la tortura y que ha sido utilizado de forma clara y pública por el Gobierno de Bush. Y también ha sido y es utilizado en el Estado español.

Y va cambiando la percepción social de la tortura, que se presenta como una eficaz arma en la lucha contra el terrorismo. En contra de anteriores tendencias a la ocultación, hoy se reivindica públicamente como un derecho del Estado… y esto no sólo desde el 11-S. Así, una de encuesta efectuada en 2006 por la BBC en 27 países constataba que un tercio de sus poblaciones apoya el uso de la tortura en algunos casos.

«Para solucionar algo primero hay que reconocer que pasa»

A finales de 2006 el Parlamento vasco reclamaba en una iniciativa sin precedentes al Gobierno español «reconocer la existencia de las torturas y su aplicación, en algunos casos, de forma sistemática». En febrero de 2006, en unas jornadas para la prevención de la tortura, Esteban Beltrán, director de la sección española de Amnistía Internacional, afirmaba que el principal escollo en la lucha contra la tortura seguía siendo el no reconocimiento del problema y su reducción a «casos aislados». En la misma jornadas, Jorge del Cura, portavoz de la CPT, afirmó que «para solucionar algo primero hay que reconocer que pasa. Hay que reconocer que la tortura existe y hay que hacer saber que eso es inaceptable. Que no hay excepción a su prohibición. Y eso es precisamente lo que ningún gobierno hace: niegan su práctica y defienden a los agentes implicados». Y los hechos parecen darle la razón. Cuando el pasado 16 de mayo, en una nueva resolución el Parlamento vasco reprobaba «la actitud que el Gobierno español adopta sistemáticamente ante las denuncias de torturas amparando sin excepción a las fuerzas policiales», el Gobierno rechazó la acusación que consideró «muy grave». Varios miembros del gobierno aprovecharon la ocasión para «apoyar el trabajo de las Cuerpos de Seguridad».