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Reflexiones desde Andalucía

Por una República plurinacional

Fuentes: Rebelión

Sorpresas que da la vida Hace algunos años paseaba por la calle cuando un joven me entregó un panfleto. Su maquetación, la factura de sus símbolos y su lenguaje me recordaron bastante a los que había visto de la izquierda abertzale. El parecido resultó aún más sorprendente cuando miré el reverso del folio y me […]

Sorpresas que da la vida

Hace algunos años paseaba por la calle cuando un joven me entregó un panfleto. Su maquetación, la factura de sus símbolos y su lenguaje me recordaron bastante a los que había visto de la izquierda abertzale. El parecido resultó aún más sorprendente cuando miré el reverso del folio y me encontré el mismo escrito reproducido con una extraordinaria cantidad de faltas de ortografía… En realidad lo que tenía en mis manos pretendía ser un texto «bilingüe» español/andaluz. Para alguien que como yo siempre había defendido que Andalucía era una nación y España un estado plurinacional, aquel panfleto despertaba un sentimiento de ridículo tan extraordinario, que no faltaban ganas de tirar la toalla sobre esta cuestión.

Pero lo peor no era que un grupito de personas hubiesen llegado a la conclusión de que en Andalucía hablábamos un idioma propio y lo hubiesen sometido a un proceso de «normalización» lingüística. Lo más triste era que ésta constituía una más de las sandeces que sobre el pueblo andaluz había escuchado en mi vida y que hacían desde luego difícil, por no decir imposible, elevar un discurso coherente, serio y racional frente al nacionalismo español postfranquista. Porque nunca ha bastado un legítimo odio hacia la dictadura que nos gobernó durante cuatro décadas y hacia lo mucho que ha pervivido de ella en la monarquía parlamentaria, para construir una alternativa válida. Una mixtificación, una media verdad o una abierta mentira del nacionalismo español pueden ser respondidas con disparates históricos, antropológicos y políticos de igual calibre por los nacionalistas periféricos. La elaboración de un discurso nacionalista andaluz ha estado, salvo honrosas excepciones, en manos de «teóricos» con mucha pasión y poco rigor que no han sido capaces de establecer lecturas históricas comunes, análisis verosímiles de la realidad y presentar un discurso nacionalista a la sociedad capaz de servir de herramienta para edificar opciones políticas de mínima implantación. Frente a los discursos de unos pocos independentistas, que acusan de españolismo a toda persona de izquierdas que no comparte sus planteamientos maximalistas, el pueblo andaluz muestra una generalizada indiferencia hacia todo planteamiento soberanista y, por supuesto, desconoce a los que se erigieron en profetas y han terminado como ariscos ermitaños que dan la espalda a un mundo hostil o ignora a aquellos grupos con un discurso tan coherente que es impermeable a la realidad y termina recordando más a unas reglas monacales que a un programa de transformación social.

En este artículo voy a tratar, precisamente, de analizar algunas de esas «verdades» sobre las que se apoyan ciertos planteamientos nacionalistas andaluces para terminar con una reflexión general sobre la cuestión nacional en el Estado español. Despejar el camino de escoria pseudohistórica ayudará a que los andaluces nos conozcamos e iniciemos el lento y difícil camino de desarrollar una conciencia nacional que los independentistas dan por existente y que está lejos de existir fuera de minorías. El método de análisis que utilizaré puede aplicarse a los mitos de otras naciones, pero no pretende, como hace un Jon Juaristi, reforzar el nacionalismo centralista frente a otro periférico, sino animar a las distintas corrientes de izquierda marxista a buscar un horizonte común, una República plurinacional.

Andalucía, ¿tres milenios de historia?

En pleno apogeo del aznarato la ofensiva centralista se aunó con el crecimiento económico, el ascendente conservadurismo de la sociedad y la violencia autista de ETA, para provocar una inflexión política. Los periodistas e intelectuales afines al PP y buena parte de los del propio grupo PRISA resucitaron una concepción neofranquista de España que animó a historiadores, por lo general discretos, a retomar discursos que parecían enterrados. El notable historiador Antonio Domínguez Ortiz, un sabio conocedor de la Edad Moderna y autor de libros imprescindibles sobre el periodo, pero con sus prejuicios conservadores y católicos -era lector diario de ABC-, publicó un libro titulado España, tres milenios de historia (Marcial Pons, 2000). Al parecer el conglomerado de reinos y tribus, con una gran diversidad de dioses, lenguas y costumbres, que hace tres mil años poblaban la península ibérica conformaban ya la nación española o, cuanto menos, eran su germen. Cosas como estas se enseñaban en las escuelas franquistas, donde Hispania se traducía por España, al-Andalus era la España musulmana, etc.

Menos ambiciosos, los portugueses consideran que su país nació en el siglo XII, cuando se independizó de Castilla-León, sus fronteras del norte y del centro eran ya las actuales, y hablaban una lengua distinta del latín, el gallego-portugués.
Vemos, así, dos enfoques sobre el origen de una nación distintos, uno absolutamente mixtificador y otro verosímil. Pero, ¿cuándo nació Andalucía? Teniendo en cuenta que el nacionalismo andaluz es en buena medida una reacción contra el centralismo español y sus «verdades» históricas, podemos imaginar que los nacionalistas andaluces han denunciado con vehemencia la mentiras del españolismo y han anunciado su voluntad de rescatar la verdad. La recuperación de la «verdad histórica» que han realizado muchos, que no todos, parece por desgracia el negativo de las tergiversaciones españolistas, y si una foto positivada es tramposa, es porque su negativo también lo es.

Al parecer Tartesos, una civilización protoibérica de la que sabemos muy poco, ya era potencialmente Andalucía. Poco importa que aquellas personas hablaran un lenguaje que ningún lingüista ha sido capaz de traducir, que su religión politeísta sea un misterio para nosotros, etc., etc., etc. Lo importante es que aquel pueblo vivía sobre el solar de la actual Andalucía y por eso son nuestros antepasados; ellos fueron los primeros en erigir el estado que hoy nos niega España. Siglos después, bajo la dominación romana, la región administrativa Bética se ve como una prueba palpable de que Andalucía es una realidad que se sobrepone a las invasiones [1].

Muchos más problemas plantea la llegada de los ejércitos musulmanes en el 711. A partir de aquella fecha nutridos contingentes de bereberes y en menor medida de árabes implantaron una provincia del imperio islámico a la que dieron el nombre de al-Andalus. El cambio demográfico y cultural que de manera gradual se iba a experimentar en los siguientes siglos fue extraordinariamente profundo. La historiografía española franquista lógicamente se daba cuenta de que una Península ocupada en más de dos tercios por una civilización oriental era incompatible con la existencia milenaria de la nación Española. Durante décadas se elaboraron obras que trataban de minimizar aquel cataclismo y nos mostraban la «España musulmana» como una civilización que tenía más de continuidad con lo precedente que de oriental, resaltando la importancia de los mozárabes y reduciendo el influjo árabe.

Pero la investigación histórica ulterior ha sido determinante para mostrarnos al-Andalus como una civilización que se arabizó y orientalizó profundamente con el transcurso de los siglos [2]. Sólo se resiste a las evidencias una rancia historiografía postfranquista… y cierto nacionalismo andaluz, al que las tesis de la continuidad demográfica y cultural también seducen.

La identificación de al-Andalus con Andalucía es muy frecuente en nuestros círculos nacionalistas. Córdoba sería la capital histórica de los andaluces, pues, como escuché una vez con estupor, «fue la última capital de una Andalucía unida e independiente». Sin embargo, sobre la naturaleza de al-Andalus no se ponen de acuerdo nuestros «teóricos». Para unos los andalusíes eran andaluces que hablaban árabe y practicaban el Islam, pero en cualquier caso andaluces; para otros los mozárabes resistieron la aculturación árabe y cuando los castellanos ocuparon sus tierras seguían hablando su lengua, que es el origen del actual «idioma» andaluz… Un debate que desde luego queda fuera de las ciencias sociales para adentrarse en terrenos que sólo gente como Iker Jiménez se atreve a explorar.

Volviendo a hablar de historia, los andalusíes no conformaron una nación, en el sentido que hoy le damos a este término, hasta muy tarde. Todavía en los años de apogeo del califato la población era un conglomerado de árabes, bereberes antiguos y recién llegados, esclavos negros y eslavos, judíos, mozárabes y descendientes de hispanorromanos convertidos al Islam. Las identidades étnicas eran intensas y se mezclaban en algunos grupos con las solidaridades tribales; por el contrario, la mayoría de la población ya era indudablemente musulmana y hablaba árabe. Las profundas diferencias étnicas fueron un factor importante en la guerra civil que destruyó el califato y condujo al nacimiento de los reinos taifas. No fue hasta las dinastías africanas (almorávides y almohades) que una menguada al-Andalus mostró una población mucho más integrada y por completo arabizada; la mayoría de los mozárabes no convertidos al Islam emigraron a los reinos cristianos y su lengua agonizaba.

La civilización de al-Andalus era al principio del siglo XIII oriental, islámica y árabe. Salvo que sus habitantes poblaban las tierras del sur peninsular, muy poco tenían que ver con la Andalucía moderna. Pero esta obvia afirmación es cuestionada por «teóricos» a los que les parece que estas son cosas secundarias. Para ellos, ¿cuál sería más allá del solar geográfico el elemento de continuidad entre al-Andalus y Andalucía? Al parecer la pervivencia de un importante contingente demográfico que se mezcló con los cristianos que llegaron después.

La historiografía de las últimas décadas ha descartado tajantemente esta hipótesis. La conquista de la Baja Andalucía y de Jaén a mediados del siglo XIII y la de Granada a finales del XV estuvo acompañada de drásticas limpiezas étnicas y de repoblaciones con colonos de Castilla. Los historiadores derechistas no dejan de repetirlo, y con razón, pero su hipocresía se destapa cuando términos como genocidio o limpieza étnica salen a relucir y ellos se sienten ofendidos por el uso de «conceptos anacrónicos» que manchan la reputación de los Reyes Católicos y otras figuras mitificadas por el nacionalismo español.

Más allá de esta polémica, la radicalidad del proceso repoblador ha sido demostrada por innumerables historiadores, buena parte de ellos jóvenes, antifranquistas y laicos; no podemos sospechar de ninguna conspiración «castellanista». Los mudéjares (musulmanes que vivían bajo soberano cristiano) y más tarde los moriscos (musulmanes obligados a convertirse al cristianismo, pero que seguían practicando su religión) fueron expulsados y reemplazados en varias etapas con una saña escalofriante, que culminó en 1571 con el aplastamiento de la rebelión morisca de las Alpujarras y en 1609-1614 con la definitiva expulsión de todos los moriscos, tan drástica que no se dudó en romper matrimonios mixtos. La condena moral que estos hechos merecen es clara, pero no pueden negarse sus consecuencias: los andaluces descendemos genéticamente de los colonos en un 98 por ciento. Al-Andalus desapareció del suelo peninsular dejando una herencia cultural y social difícil de valorar, pero que no puede magnificarse de manera alegre y que no es exclusiva de Andalucía, sino también de Extremadura, Murcia, Castilla-la Mancha, Aragón, Valencia y Baleares. Si en algún sitio pervivió al-Andalus fue en el Magreb, especialmente en Marruecos, aunque muy esclerotizada.

Queda pues claro cuál es el punto del que debe partirse para saber quiénes somos los andaluces. Amplios contingentes castellanos repoblaron la Baja Andalucía y Jaén reduciendo poco a poco a los mudéjares la condición de minoría. Entre los siglos XIII y XV esos territorios eran parte de un estado multiétnico llamado Castilla, donde convivían castellanos, gallegos, vascos, judíos y mudéjares. Las provincias meridionales de Castilla empezaron a gestar lentamente una personalidad propia, pero desde luego que no antagónica a la de sus orígenes. Andalucía en sus actuales fronteras no existía, sobre todo porque sobrevivía un reino independiente musulmán en la parte oriental. La Guerra de Granada, acometida con extraordinaria brutalidad por las coronas de Castilla y Aragón, a las cuales este conflicto les sirvió de elemento aglutinante, destruyó el pequeño país árabe. La repoblación, por lo que sabemos, y sabemos mucho, se llevó a cabo recurriendo en más de un cincuenta por ciento a bajoandaluces y jienenses, lo cual debió contribuir de manera importante a que el Reino de Granada, que como unidad administrativa pervivió hasta principios del siglo XIX, se integrara en las Andalucías, término utilizado hasta las mismas fechas.

Nada de lo dicho hasta el momento niega la existencia de una nación andaluza, de la misma manera que los habitantes de Méjico, La Habana o Buenos Aires viven en naciones distintas aunque comparte un pasado colonial y una lengua. Pero también es cierto que la conciencia nacional andaluza es muy baja y la demanda de más soberanía carece de base social. Abordaré este tema en un próximo artículo, pero sí denunciaré ahora que algunos confunden el proyecto de construir y promover una identidad nacional con lanzar consignas sobre autodeterminación e independencia. O sea, empiezan la casa por el tejado y excomulgan como españolistas a todos los que rechazan su ilógico proceder.

Hay que replantearse el problema nacional

Los andaluces procedemos en alta medida de los colonos castellanos, de la misma manera que los habitantes de Valencia y Baleares de los catalanes, y los del Algarve y el Alentejo de los portugueses. El independentismo andaluz minimiza el pasado castellano, resalta la continuidad con al-Andalus y reclama la ruptura de las tierras de habla española. El nacionalismo catalán reivindica el pasado común, resta cualquier trascendencia al legado andalusí y clama por una unidad de los Países Catalanes. En Portugal las provincias sureñas se sienten plenamente integradas en el estado portugués, mientras que en Galicia los defensores de la confluencia lingüística fueron derrotados y el gallego se consolida hoy como una lengua distinta.

Los problemas que se plantean no son, pues, únicamente históricos y culturales, no entran sólo en el campo de las ciencias sociales, sino que se adentran en el resbaladizo campo de las conciencias colectivas y las convicciones individuales. Las lecturas que los nacionalistas españoles y los periféricos hacen del pasado son tendenciosas y deliberadamente antagónicas; las convicciones se anteponen a las lecciones de un pasado complejo y ambivalente, y unos se niegan la razón a otros esgrimiendo la «verdad histórica».

En un reciente artículo [Juanma Barrios, «La falsa dicotomía en el problema nacional y la izquierda marxista», www.espacioalternativo.org, 22 marzo 2007] reivindiqué la construcción de una España plurinacional como la mejor solución a los problemas que arrastramos desde que se intentó forjar el estado-nación español en el siglo XIX. Y esto, entre otras razones, porque después de siglos de convivencia, obligada o forzada, es mucho lo que une a las distintas naciones del Estado español. Además, esos millones de ciudadanos que se consideran nación española no viven sólo en las comunidades autónomas del centro, sino también y en alto número en Andalucía, Valencia, Navarra, etc. Para «solucionar» esto nada sería más monstruoso que pensar en genocidios o trasvases de población como los acometidos por Kemal Atatürk para lograr su sueño de un estado nación turco.

Sé que estas afirmaciones me valdrán el epíteto de españolista, lo mismo que sé hasta qué punto repugnan mis ideas a los reaccionarios; lamento que existiendo diversos modos de organización, todo quiera reducirse a una dicotomía centralismo-independencia. De todas formas no me considero en ningún centro ideal. Tengo muy claro que el mayor enemigo de un estado plurinacional y de la convivencia entre los diversos pueblos de España no ha sido nunca el nacionalismo periférico, ni siquiera el independentismo vasco, porque su debilidad frente a un poderoso Estado español siempre ha sido manifiesta. Los culpables son aquellos que intentaron borrar del mapa a las lenguas catalana, gallega y vasca; aquellos que todavía hoy se niegan a que estas lenguas se hablen en el parlamento y el senado, y tratan de entorpecer los procesos de normalización lingüística imprescindibles después de inicuas discriminaciones; aquellos que abortaron el proceso de implantación de gobiernos autónomos puestos en marcha por la Segunda República… son en suma las rancias derechas españolas, en el pasado la CEDA y el Movimiento Nacional, hoy el Partido Popular e incluso un sector del PSOE.

Pero esto no libra de responsabilidades a los nacionalistas periféricos que manipulan la historia y sueñan con estados-nación ideales, dividen a la izquierda entre patriotas y españolistas, o, como en el caso de ETA, crispan el ambiente político con atentados brutales.

Si alguien se ha sentido cómodo en el debate de la cuestión nacional durante la última década ha sido la derecha, que ha logrado fortalecer su concepción de España y ganar votos con ello, también es cierto que con la contrapartida de no poder doblegar al nacionalismo vasco e incluso alentar al catalanismo. La «ruptura de la nación española» versus la violencia de ETA, ha constituido el eje de la vida política durante muchos años. A los marxistas, creo, nos corresponde situar esta cuestión en un plano resoluble en el marco de la actual correlación de fuerzas y ubicar otros problemas en el centro de la vida política. Ya es hora de agrupar fuerzas y afrontar con perspectiva estatal la explotación y precariedad de muchos trabajadores, el paro juvenil, la especulación con la vivienda, la desigualdades que persisten entre hombres y mujeres, los derechos de los emigrantes, la destrucción del medio ambiente… sin olvidar la consecución de un Estado plenamente laico, la solidaridad con el Tercer Mundo o la sustitución de nuestra grotesca monarquía por una República.

Notas:

[1] Véase el apartado Historia de Andalucía de la web del partido Nación Andaluza.

[2] Véanse, por ejemplo, los trabajos de Pierre Guichard.

[3] Juanma Barrios, «La falsa dicotomía en el problema nacional y la izquierda marxista», www.espacioalternativo.org, 22 marzo 2007.