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Postales de un cineasta hispano-palestino

Fuentes: Rebelión

1.- Vuelvo a Palestina con la idea largamente acariciada de realizar un largometraje. Mi propósito es vivir aquí durante dos meses y estudiar, sobre el terreno, las posibilidades reales de filmarlo con un equipo técnico y de actores básicamente local, aunque deba buscar apoyos foráneos para su producción. Pero mis inquietudes se centran, sobre todo, […]

1.- Vuelvo a Palestina con la idea largamente acariciada de realizar un largometraje. Mi propósito es vivir aquí durante dos meses y estudiar, sobre el terreno, las posibilidades reales de filmarlo con un equipo técnico y de actores básicamente local, aunque deba buscar apoyos foráneos para su producción. Pero mis inquietudes se centran, sobre todo, en si mi mirada será capaz de responder a la realidad de los palestinos con justicia -en la menos forense y más godardiana acepción del término-; una realidad de la que, por otra parte, dan cuenta más informadores por metro cuadrado que en cualquier otra zona del planeta, y de la que todo el mundo se muestra dispuesto a ofrecer su opinión. ¿Se puede dar una imagen honesta de los palestinos sin ser parte diaria de su sufrimiento?

Ésta es mi tercera estancia en la tierra paterna. Las cosas han cambiado mucho desde mi última visita, antes de la segunda Intifada. Hoy, un muro de separación lacera el suelo donde la Hoja de Ruta de 2003 -pese a sus insuficiencias- debía labrar un espacio posible para la convivencia, mientras que puestos de control humillantes, en Belén, Ramala o Nablus, traumatizan la vida diaria de los habitantes de Cisjordania. La presencia de estos puestos hace difícil y lento el movimiento de un lugar a otro, y la gente me cuenta que, si no está obligada a ello, ha decidido no salir de su ciudad con tal de evitarlos; así, por lo general, una persona cada vez se espera menos encontrar a alguien que conoce en una ciudad diferente a la suya, como habitantes de un archipiélago de islas incomunicadas. Seguramente, una película que quiera retratar con veracidad la situación de los palestinos debería dejar constancia de este confinamiento inducido, continuación triste de una espiral de desposesiones. Mientras me pierdo en las callejuelas de la ciudad vieja de Jerusalén, me pregunto si dos meses será tiempo suficiente para lo que persigo: comprender y adoptar la duración cotidiana de la vida en Palestina.


Puesto de control en Nablus

2.- Las primeras semanas las dedico a recorrer el terreno sin apremio. Aprovecho que acompaño como ayudante a un realizador español, que se encuentra por vez primera en Palestina filmando un documental, para obtener una panorámica de la realidad más inmediata. Cuento con la ventaja de que mi condición de medio árabe me facilita entablar una rápida confianza con las personas que encontramos y llegar a lugares que raramente están a la vista del visitante ocasional, como, por ejemplo, las cuevas que albergaron a los refugiados antes del establecimiento en 1949 del campo de Al Fawar, cerca de Hebrón, o la jaima de una familia beduina en el desierto de Belén, forzada progresivamente a abandonar su tradicional nomadismo debido al fraccionamiento del territorio cisjordano que, con sus colonias y puestos militares, ha impuesto Israel.

3.- Conforme avancen los días, pasaré la mayor parte del tiempo en la ciudad de Ramala, centro de la vida social y económica en los territorios palestinos, donde he decidido situar la acción de mi película. Mis incursiones en los territorios ocupados en 1948 -la superficie oficial del actual Estado israelí- se limitan a unos pocos viajes a Nazaret y a Tel Aviv. En Tel Aviv, visito a Durar Bacri, un amigo árabe, pintor, cuyos cuadros se cotizan generosamente entre los coleccionistas israelíes, aunque sea casi un desconocido entre los palestinos; una paradoja que él vive con resignación y que ejemplifica la grietas abiertas entre los árabes de Israel y los de Cisjordania y Gaza. Su apartamento y el taller están situados en la zona sur de la ciudad, los suburbios que acogen la mayor parte de la inmigración extremo-oriental, sudanesa o latinoamericana, y que también se han convertido, en los últimos tiempos, en el destino de la bohemia de la ciudad. Muy cerca de allí, a la la playa de Yafa, acudo otro día para colaborar con la ONG Combatants for Peace , creada por israelíes y palestinos que han renunciado a la lucha violenta -ya sea como soldados o como resistentes contra la ocupación- y desarrollan juntos actividades orientadas a la coexistencia pacífica de los dos pueblos. En esta ocasión, los protagonistas son los niños que la organización ha traído desde el campo de refugiados de Tulkarem -pues sus padres tienen prohibida la entrada en los territorios israelíes- para que se bañen en el mar por primera vez. Cada cooperante se hace cargo de un niño al que acompaña en su aventura durante toda la mañana. Cuando llega la hora de comer, nos desplazamos a la ciudad vieja de Yafa y tengo ocasión de hablar con varios miembros israelíes de la organización, muy comunicativos y razonables. Alguno ha estado en los Territorios Ocupados, aunque no guarda buen recuerdo de la experiencia; el motivo es que fue como soldado y, por tanto, eso le obligaba a ver al palestino como un potencial agresor.

Pienso en ello unos días después, cuando llego un poco tarde a coger el primer autobús de la mañana a Afula y debo permanecer todo el viaje de pie. A mi alrededor, todos los pasajeros son militares que regresan a la instrucción tras pasar el fin de semana en Jerusalén. Muchachos y muchachas con sus fusiles, preparándose para luchar por el derecho a existir desde 1948, en aras de una presunta reparación histórica; para defenderse de los hermanos árabes que durante tanto tiempo fueron los vecinos de sus ancestros aquí, en Irak o en Marruecos. Ahora, mientras amanece un nuevo día, estos soldados dormitan escuchando música por sus auriculares; uno de ellos, sentado en el suelo del autobús, prefiere atender, con disimulo, a la pantorrilla que escapa del uniforme de una chica.

4.- Una noche, tras el desayuno preceptivo de Ramadán, me cito en un céntrico café de Ramala con el pionero del cine palestino: Mustafa Abu Ali es el primer realizador que empezó a realizar un cine propiamente palestino, tras la ocupación israelí de 1967. Me habla de sus primeras películas, destinadas a servir a la Revolución desde Jordania, junto a la camarógrafa Sulafa Jadallah y al fotógrafo Hani Jawharya. Éste último, gran amigo suyo que acuñó la imagen del incipiente fedayín palestino en vigorosas imágenes, fallecería alcanzado por un misil mientras filmaba en el campo de batalla -importante recordar que, a veces, filmar se convierte en una cuestión de vida o muerte-. También hablamos de la colaboración con Jean-Luc Godard y su Grupo Dziga Vertov cuando acudió a realizar, en los campos de refugiados de Jordania, una película que debía titularse Jusqu’à la victoire, filmada durante dos meses de 1969 en los que Abu Ali se convirtió en interlocutor permanente del cineasta franco-suizo. Una vez finalizaron el rodaje, el film no adquirió forma definitiva hasta cinco años después, con el título de Ici et ailleurs («Aquí y en otro lugar»), donde Godard reflexiona sobre la eficacia de la comunicación a partir de la distancia entre lo que quiso decir entonces y lo que dice ahora -que puede ser la misma que hay entre una imagen y un sonido, o entre dos sonidos de lenguas diferentes-.

Me cuenta Abu Ali que, una vez, Godard se empeñó en filmar un combate, pero la contienda no se produjo hasta que llegó la oscuridad de la noche. Sin luz suficiente para impresionar la película, ambos tuvieron que esperar -impotentes- a que pasara el peligro. Después de despedirnos, me doy cuenta de que no le he preguntado qué es lo que se dijeron aquellos dos cineastas, apasionados del lenguaje de las imágenes, durante esa noche de lejanos fulgores junto a una cámara que no podía filmar.

5.- Estoy maniatado y con los ojos vendados. Aguardo de rodillas en medio de un olivar, entre ruinas de un pueblo que ya no existe, cerca de Nazaret, mientras escucho atentamente para captar con detalle el sentido de las órdenes que recibo. Me encuentro actuando como figurante en el nuevo largometraje de Elia Suleiman. Doy vida, por quinto y último día, a un miembro de la resistencia árabe tras la guerra de 1948. Pienso que esto es lo más cerca que me he encontrado de lo que es un prisionero y, sin embargo, estoy a años luz de saber lo que es sentirse a merced de un ocupante que actúa con impunidad.

Unos días antes he visitado a la familia de un encarcelado que celebraba su liberación. Shadi es uno de los 198 presos que Israel ha devuelto a sus casas como gesto de buena voluntad hacia el gobierno palestino -no el gobierno de Hamás, se entiende-, noticia que sería feliz si no fuera porque aún aguardan otros 11.000 en las cárceles de todo el país. Charlo un rato con Shadi delante de su casa mientras bebo café sin azúcar. Aunque, cuando habla, no se esté refiriendo explícitamente a su tiempo en prisión, siento el peso de sus seis años de cautiverio en cada una de sus palabras y de sus gestos. Sospecho que ni el más experimentado de los actores podría transmitir su vivencia de ese modo, sin querer, en realidad, expresar nada.

6.- Regreso de Ramala a Jerusalén en autobús. He asistido a un concierto de la Palestine Youth Orchestra , creada hace cinco años por el Conservatorio Nacional de Música Edward Said como una orquesta sinfónica en el exilio. Los jóvenes músicos que la integran son palestinos llegados de todo el mundo y actúan por vez primera en los Territorios Ocupados, coincidiendo con el 60º aniversario de la Nakba o catástrofe palestina. Su programa de este verano también incluye conciertos en Jerusalén y Haifa, ciudades que algunos de estos jóvenes intérpretes -nacidos de campos de refugiados sirios o en Estados Unidos- no han conocido más que por las historias de sus familias o por la televisión.

Me han acompañado al concierto unos brasileños que conocí en la ciudad vieja de Jerusalén; son judíos y se encuentran visitando a amigos israelíes en Jerusalén y Tel Aviv. Ésta es la primera vez que deciden entrar a Cisjordania y han comprobado que no es un lugar peligroso -como las autoridades hacen creer a los israelíes desde niños-, y que los palestinos disfrutan la cultura sin traumas ni fanatismos. Cuando el autobús se detiene ante el puesto de control que conduce a Jerusalén, los viajeros árabes se bajan para pasar por los controles individuales, obligatorios desde que terminó la segunda Intifada. Aunque los extranjeros pueden pasar al otro lado en el vehículo mostrando su pasaporte al soldado, la amiga brasileña, Tatiana, quiere bajar también, como un árabe más, para ver adonde van los demás. Nos apeamos con ella para entrar en una gran construcción de hormigón y hierro cuyos accesos se bloquean y desbloquean obedeciendo la luz de un piloto rojo. Los pasajeros deben aguardar su turno para introducirse, en fila india, por un estrecho pasillo enrejado que conduce al detector de metales y a la cinta de rayos X. El proceso es lento y, en horas punta, se acumula mucha gente a la espera de poder entrar. Una vez que nos encontramos atravesando aquel corredor con forma de jaula, la cola de personas se queda inmóvil por un momento. Durante ese breve intervalo de tiempo en que es imposible avanzar o retroceder, Tatiana ha conseguido saber un poco mejor quiénes son los palestinos y también quiénes son los que, hoy, deciden aquello que los palestinos deben ser.

Jaime Natche es editor y realizador de cine. Licenciado en Ciencias de la Imagen. Se graduó en Edición cinematográfica por la Escuela Internacional de Cine y TV de San Antonio de los Baños (Cuba). Ha colaborado como crítico de cine en diferentes medios.