Desde los primeros momentos en los que asistí al 7 de octubre, la operación que ha cambiado el curso de la historia, me preguntaba: ¿Qué le pasó por la cabeza a Yahya Sinwar? ¿Qué pensaba un hombre que abría las puertas del infierno a Gaza y a su gente? ¿Había perdido el control? ¿Se estaba suicidando? O más bien, ¿era Gaza en su totalidad la que se estaba suicidando? ¿Se trataba de una estrategia puramente militar o de algo diferente, más profundo?
Con el tiempo comencé a pensar que lo que Sinwar había hecho no era un suicidio en el sentido emocional, sino más bien un suicidio estratégico y calculado, basado en una conciencia acumulada y en una convicción profunda de que Palestina en su actual situación nunca sería liberada a través de intercambio de rehenes, en las oficinas de las Naciones Unidas o mendigando en foros internacionales. Sabía que continuar gestionando “la crisis” implicaba aceptar la realidad de la ocupación y mantener el statu quo era simplemente prolongar indefinidamente la tragedia.
En aquel momento, Sinwar no era un individuo. Más bien era la encarnación psicológica de una conciencia colectiva que había vivido 17 años de asedio, respirando humillación, comiendo muerte y creciendo con un sentimiento existencial de asfixia. En el campo de la psicología social, Émile Durkheim explica en su famoso libro El suicidio que existe una forma de “suicidio colectivo consciente” que tiene lugar cuando un grupo llega a una sensación inconsciente de que su supervivencia sin dignidad es la verdadera aniquilación. La conciencia colectiva elige sacrificar el cuerpo para preservar el “significado”. Esto es exactamente lo que Sinwar representaba en aquel momento.
Su decisión por lo tanto no refleja una desconexión con la realidad, sino más bien la certeza de que permanecer unido a la realidad se había convertido en enfermedad. La nación de Gaza había llegado a un punto en el que la conciencia colectiva declaraba: no soportamos un día más sean cuales sean las consecuencias. Esto es exactamente lo que Frantz Fanon describe cuando afirma que “cuando un pueblo colonizado mata no sólo se venga de su colonizador sino que también se redime”.
Cuando Sinwar tomó su decisión no fue política. Era el espejo emocional de dos millones de personas bajo asedio que habían vivido años de humillación, destrucción, impotencia, muerte de niños, incendio de granjas y negociaciones degradantes. Este inconsciente colectivo no buscaba ya la esperanza. Más bien buscaba venganza contra la aniquilación, contra el sentimiento de marginalidad, contra su invisibilidad en el mundo. Por lo tanto el 7 de octubre no fue sólo una revuelta armada sino una afirmación de su existencia.
Mientras muchos ven el evento desde el punto de vista de si fue una “decisión racional”, la verdadera respuesta la proporciona el filósofo alemán Walter Benjamin cuando escribe que “cada revuelta revolucionaria no está motivada por aspiraciones de futuro, sino por la desesperación del presente”. El 7 de octubre fue la explosión histórica en la que la desesperación llegó al ápice y se convirtió en espada.
Extrañamente, algunos críticos se preguntan aún: “¿no sabía Sinwar que Israel iba a responder?” Como si no entendieran o no quisieran comprender que Sinwar lo sabía mejor que ellos. Pero que decidió que ese momento servía para hacer una gran revelación no sólo desde el punto de vista militar, sino sobre todo a nivel moral global. Israel es una entidad protegida por una imponente máquina de propaganda que se presenta siempre como la víctima ejemplar. Sinwar la llevo a matar hasta que se le cayera la máscara.
Sinwar eligió enfrentarse a Israel no para vencer militarmente sino para empujarla a su destrucción moral. Es lo que está sucediendo ahora. Israel no ha derrotado a Gaza, está ahogándose en Gaza. Su imagen ha colapsado. Ya no es un “oasis democrático” en el salvaje oriente, se ha convertido en un símbolo de colonialismo, limpieza étnica y genocidio. El motivo no es el número de muertes, sino el hecho de que los hayan matado por rebelarse frente al miedo, al encarcelamiento masivo y a la espera de la muerte.
Es irónico que los pueblos libres del mundo lo hayan comprendido. Han comprendido que lo que estaba sucediendo era una revolución sin discurso y una osadía sin máscaras. Los estudiantes de las universidades occidentales, los pueblos que se manifiestan, los intelectuales en sus artículos: todos han comenzado a despojar a la entidad sionista de su legitimidad moral. Esto no hubiera sucedido sin la explosión del 7 de octubre. “La acción violenta simbólica”, como la llama Pierre Bourdieu, es lo que reorganiza los significados antes de reorganizar la geografía.
Israel ha ganado la batalla de las armas, pero está perdiendo la guerra de la legitimidad y esto es aún más peligroso. El fracaso moral precede siempre al fracaso político. Lo mismo que le sucedió a Estados Unidos en Vietnam, a Francia en Argelia y al régimen del apartheid en Sudáfrica. Todos ganaron militarmente pero perdieron cuando los desenmascararon moralmente. El mérito es de aquellos que eligieron, como dice Jean-Paul Sartre, “decir que no aunque supieran que nada cambiaría mañana”.
¿Entonces Sinwar se ha suicidado? No. Simplemente ha disparado el primer proyectil en el corazón de una mentira que tiene 75 años. Un proyectil que quizás no destruya el cuerpo pero que ha empezado a destruir el alma. ¿Y Gaza se ha suicidado? No. Gaza está más presente que nunca. Se encuentra ahora en la conciencia de la humanidad, es la tierra de los testigos, la tierra de los gritos, la tierra del desafío.
Fuente en árabe: https://albaaselaraby.blogspot.com/
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