A continuación presentamos los principales argumentos que el próximo #25N me animan a votar críticamente CUP-Alternativa d’Esquerres. Adelanto que son argumentos personales y, por tanto, no escritos para un público amplio, sino para aquellxs con quien gusto de mantener esa conversación que soy. A lo largo de la campaña otrxs amigxs («y sin embargo compañerxs») […]
A continuación presentamos los principales argumentos que el próximo #25N me animan a votar críticamente CUP-Alternativa d’Esquerres. Adelanto que son argumentos personales y, por tanto, no escritos para un público amplio, sino para aquellxs con quien gusto de mantener esa conversación que soy. A lo largo de la campaña otrxs amigxs («y sin embargo compañerxs») han desarrollado de manera mucho más didáctica y combativa cosas que en parte al menos se reflejan aquí y de lo que soy deudor. En las redes sociales hemos tenido ocasión de debatir, a la manera en que allí se hace. Este formato va, pues, destinado a quien aspira a no limitar la reflexión a esos no-lugares. Si lo escrito aquí es, además, de provecho para alguien interesado por la teoría de movimiento, mejor que mejor. Esa es también, al fin y al cabo, la intención de este publicar estas reflexiones.
Se advierte, en cualquier caso, que se trata de una argumentación relativamente extensa y compleja que requiere para su lectura empatía, apertura de miras y capacidad (auto)crítica. Se trata de la visión particular de alguien que aborda la decisión de votar (y de votar CUP) desde fuera de una identidad independentista y sin la intención de entrar en ella. Lo que sigue se enuncia, pues, desde una visión que no entiende siquiera, a la luz de lo estudiado durante años, que sea viable el proyecto independentista tal y como se plantea en la actualidad (y no, ciertamente, en los términos de lo que debería ser una política intrínsecamente emancipatoria ligada a la política de movimiento).
Un punto de partida para ir más allá de los alineamientos del presente
El punto de partida de este argumento, enunciado de manera esquemática, podría ser el siguiente: la independencia -más aún tal y como se habla en Catalunya de un tiempo a esta parte- es un imposible metafísico, un ideologema con el mismo valor emancipador que un unicornio; algo que si se piensa más allá del relato estrictamente ideológico del indepedentismo, en los términos efectivos de una política de la emancipación, carece por completo de sentido en el marco liberal europeo actual y más aún en el marco de una gramática política útil a las luchas sociales emancipatorias de la postmodernidad. Por esto mismo -entre otras razones- quienes en el contexto actual aspiramos a la emancipación de toda forma de opresión por la condición de nacimiento (de toda dominación que se nos imponga por nuestra «nación») no podemos identificarnos con el independentismo realmente existente; aunque, claro está, no sea lo mismo el independentismo nacido del régimen que el que ha nacido contra él.
Con todo, el interrogante que nos plantea la opción de los sectores más afines presentes en las CUP (no todo es afinidad en las CUP y a veces incluso, únicamente disenso) es que, aunque en el terreno de la praxis tal vez seamos coincidentes (al menos en parte), sus agenciamientos discursivos fallan gravemente y necesitan una actualización a fondo para poder acertar con la efectuación de una estrategia emancipadora. Las CUP no entrarán en el Parlament con el interfaz acabado, pero sí lo harán con lastres históricos nada desdeñables en el terreno discursivo. Así de enorme es el desafío a lxs futurxs parlamentarias. Este problema ni es nuevo ni exclusivo del independentismo catalán, toda vez que los nacionalismos sin Estado han sido siempre muy pobres en lo que hace a la Teoría Política, sin haber de hecho aportado a la tradición emancipatoria nombres como los que han aportado el socialismo, la ecología política, el feminismo y otros vectores de movimiento.
Pero si el problema de la debilidad de tradición ha sido por lo general suplido con importaciones desplegadas en otros vectores antagonistas, el problema actual es de otro orden y se ve afectado por la aceleración de cambios en la fenomenología política que afectan al centro de su propio discurso; tanto, que incluso hay quien habla directamente de mundo postnacional, cosmopolitismo, etc., en un abierto horizonte de desbordamiento y superación. Desde un punto de vista antagonista al independentismo le urge, pues, una suspensión heurística de su propio lenguaje que avance hipótesis realmente útiles a la política del movimiento.
Las presentes reflexiones se piensan, en fin, como un estímulo a esa reflexión que el independentismo debería abordar como autocrítica; una crítica a la par constructiva, federalizante y simbiótica, aunque sin tregua ni cuartel a los apegos identitarios, las soluciones de marxismo escolástico y los tópicos ideológicos de los movimientos de liberación nacional de la ola de los sesenta. Nada nos gustaría más que ver aparecer en el discurso político del independentismo esa heurística «postindependentista» que tanto necesita la política de movimiento. Cuanto antes se apliquen a ello sus mejores cabezas, mejor para todxs.
No faltan, empero, quienes en nuestra propia área política, nos insisten en la pérdida de tiempo que supone intentar dialogar con una matriz, condenada al pasado por su condición moderna, por sus repliegues identitarios. Desde los sectores muy variados se nos acusa de caer en una deriva etnonacionalista encarnada en los obsoletos emblemas de las CUP (Independencia, Socialismo, Països Catalans). Nunca conseguiréis que cambien lo que son, su «esencia», se nso dice. Y se nos insiste en que esas señas de identidad son para ellos innegociables y el fundamento inamovible de su proyecto.
Pero, ¿acaso es ese que se critica el propio marco de interpretación desde el que queremos interactuar? ¿No se tratará más bien, como apuntaba de forma brillante Hibai Arbide recurriendo a Lakoff, de no pensar en este elefante independentista? ¿No será que quienes más recurren a significantes como «multitud», «singularidad cualquiera» u otros, resulta que al final no admiten más que el viejo monismo ideológico republicano, tan rousseauniano, madrileño e impostado, como opuesto al pluralismo ontológico de Spinoza? ¿No será que se sienten, en rigor, mucho más cómodos instaladxs en las instituciones de la cultura contemporánea y lejos de la contaminación de los prejuicios etnicistas, de las discursividades conservadoras, de los planteamientos por veces incluso reaccionarios, que en la corporeidad monstruosa, compleja y abigarrada de quien por haber nacido se resiste a la disciplina biopolítica (incluso aunque lo haga desde la mímesis gramatical con el poder constituido)?
A pesar de todas las limitaciones evidentes y ocultas, entendemos que es desde la interacción simbólica entre las singularidades irreductibles presentes en el movimiento («al carrer» como suelen decir las CUP) y no desde las distintas hermenéuticas presentes en el movimiento (presentes y pasadas) desde donde resulta posible la producción de agenciamientos y, por ende, la política del movimiento. Al fin y al cabo, sólo en la propia limitación que comporta reconocerse en el otro sin querer serlo, sólo en el propio enriquecimiento que ese mismo otro nos aporta en tanto que «nosotrxs», que «nosotrxs/otrxs», sólo en ese locus, es posible abrir una simbiosis que sea a la par antagonista con el mando y agonística con otras singularidades del movimiento.
Un uso lingüístico obsoleto, pero punto de partida necesario
Antes de seguir, acaso convenga precisar qué se entiende por independentismo cuando se habla de tal, al menos en el lenguaje político corriente, en las prefiguraciones desde las que interactuamos en los espacios públicos, en general, y del movimiento, más en particular. Seguramente no haya una definición fácil ni plenamente satisfactoria para definir qué es independentismo (prueba de la discordancia entre los tiempos actuales y los lenguajes que se han hecho históricos pero persisten como remanentes). Muy probablemente tampoco faltará quien quiera entrar en significaciones sin duda existentes, pero condenadas a la aporía y el oxímoron por las mismas razones que el independentismo se ha hecho obsoleto (a la manera, por ejemplo, del discurso que se identifica con el significante «anarcoindependentista» intentando con él sintetizar sincréticamente dos matrices históricas por igual).
Sea como sea, pocxs podrán discrepar sobre lo siguiente: en el lenguaje común con el que operamos a diario, por más obsoletas que queden sus significaciones, tan deudor como pueda ser de tiempos pasados, se considera independentismo a la expresión política que persigue secesionar el territorio de un Estado a fin de convertirlo en un nuevo Estado. Ni más ni menos. A partir de este mínimo pueden proliferar, en efecto, matices no poco relevantes que declinan en uno u otro sentido el significante independencia. Esta puede ser más o menos conservadora, más o menos étnica, más o menos democrática. Pero básicamente es esto lo que la gente entiende cuando dice independentismo. Y lo que es más relevante para la política de movimiento: esto es, en virtud del principio de I.W. Thomas («todo aquello que es considerado como real, es real en sus consecuencias»), lo único que puede ser real de manera efectiva, a día de hoy, en sus consecuencias. Por esto también se nos hace imposible a muchos decirnos independentistas y por eso aguardamos ese postindependentismo con el que poder realmente avanzar más allá del actual estado de cosas
Y es que, a fin de cuentas, una política emancipadora debe tener arraigo no sólo en el mundo efectuado (el mundo de los Estados nacionales), sino en su propia potencia de cambio (una sociedad libre en la que el nacimiento -la «nación»- no sea motivo de discriminación). Pretender que la consecución del Estado sea un instrumento de emancipación útil a la nación sin Estado es como pretender que un alemán o un francés ya es un ser libre: sencillamente absurdo. La libertad no se mide por la obediencia a un mando biopolítico culturalmente coincidente (si es que tal cosa es posible) con el propio marco cultural de referencia. La libertad se mide por la pugna por la propia emancipación de los condicionamientos biopolíticos que encuentran en el Estado su principal herramienta en la modernidad.
Aún es más: tener una nación sin Estado, de hecho, no es una maldición, sino todo lo contrario. Haber nacido sin Estado es una condición universalmente necesaria para ser libres, toda vez que no es el Estado quien nos asegura la libertad, sino nuestra lucha por la emancipación de toda condición discriminatoria de nacimiento (sea esta género, clase, etc.). Nada hay más absurdo, pues, que quien envidia al español, al francés o al alemán siendo de nación vasca, catalana o gallega, ya que ellos son quienes tienen un mayor y más complejo problema de identidad nacional pendiente de resolución (piénsese si no en la apremiante necesidad de quienes saltan agarrados a una bandera gritando con patológica desesperación: «yo soy español, español, español»).
Quien esto escribe, en suma, no podría decirse «independentista» y no podría considerarse partidario del axioma independentista que ve en la creación de un Estado nacional independiente la solución a la cuestión nacional. Antes bien, el Estado no sólo resolverá nunca la cuestión nacional y no, en todo caso, de manera emancipadora. Quien esto quiera afirmar debería probar la existencia de algún Estado-nación en la Historia que haya conseguido resolver, por la sola consecución de un Estado, la abolición de las formas de opresión y dominación fundadas en la condición de nacimiento.
Guste que no, el Estado no ha sido jamás, ni podrá llegar a ser en su moderna condición, una agencia que asegure emancipación alguna. Muy al contrario, el Estado es, por su propia naturaleza y efectos, una herramienta de la dominación de unos sobre otros (incluida la dominación que se funda en las opresiones culturales, lingüísticas y aun otras que son propias a las distintas causas independentistas que hay en el mundo). Tanto es esto así, que, aunque hoy se olvide por las propias incongruencias del personaje (que no eran pocas) y, sobre todo, por la ignorancia de quien tan fácil encuentra en su figura un icono que idolatrar, nada menos que el propio Lenin fue quien sentenció, con la contundencia habitual de sus apotegmas: «mientras haya Estado, no habrá libertad; cuando haya libertad, ya no habrá Estado» (El Estado y la Revolución, 1917). No podía ser de otro modo, por más que pese a quienes se quieren vástagos del socialista tártaro, tratándose su caso, de un punto de ruptura entre las corrientes emancipadoras del movimiento obrero y sus derivas autocráticas.
De hecho, «independentistas» de estos -de los partidarios de resolver la cuestión nacional por medio de un Estado independiente, no federado con otras entidades equivalentes- ya no quedan apenas entre nosotrxs. Acaso la cosa variase si se hablara de ese otro ideologema tan al uso: «un Estado nacional integrado en la Unión Europea», pero entonces aparecería la palabra que todo «independentista» debe conjurar para sentirse a gusto con su identidad política: federalismo. Quien esto escribe, de hecho, es federalista; aunque también al respecto sean precisas no pocas precauciones.
Vaya también por delante, pues, que uno no es partidario del federalismo de la Unión Europea realmente existente y su régimen de gobernanza multinivel, neoliberal y desdemocratizador. Tampoco se acredita en el uso del significante «federalismo» a la manera del PSOE e IU, que únicamente entienden por tal un Estado unitario descentralizado con un mesonivel de gobierno. El federalismo en un Estado unitario, les guste que no, requiere la secesión y libertad de los constituyentes (a no confundir tampoco con la independencia). Son estos usos lingüísticos, en definitiva, los que vienen a poner de manifiesto que un proyecto emancipatorio a la altura de los tiempos no puede pasar por los lugares ideológicos comunes de lo que otrora se conocieron como las izquierdas (federalistas, independentistas, etc.). Se trata, por el contrario, de ir más allá de los alineamientos políticos y teóricos habituales, partiendo de una praxis cognitiva otra que nos conduzca a la producción de los agenciamientos sin los que no será posible la emancipación.
Contexto antagonista
Es un lugar común de todas las posiciones analizar las próximas elecciones como los comicios post-Diada 2012. A muchxs nos gustaría que la perspectiva no fuese tal, pues altera y complica de manera paralizante proyecciones sobre las que hubiésemos preferido organizar la política de movimiento. Va de suyo que en el 15M se encuentran elementos de innovación repertorial mucho más avanzados que los de las CUP realmente existentes. Pero esto tampoco significa que el 15M haya sido la panacea. Ni que, de hecho, las CUP no signifiquen («representen» en el uso lingüístico del catalán) una hipótesis de intervención, como veremos, alternativa a la carencia de algunas deliberaciones del 15M (por ejemplo, a la voluntad inocente de reformar el régimen alterando, prioritariamente, la ley electoral en lugar de organizando desde el municipalismo formas de rendimiento de cuentas arraigadas en la radicalidad democrática).
Sea como sea, la política de movimiento no es lineal, no se desarrolla a través de un único vector y sus expresiones son demasiado complejas, demasiado intrincadas como para poder identificarse en un modelo organizativo, en un único programa o en una única línea estratégica (empezando por las propias CUP). La política del movimiento es la política de la multitud y, como tal, ni es representable, ni reducible a un solo proyecto político. Este es precisamente el peligro tan habitual de pensar las CUP como la CUP, de querer practicar la reductio ad unum allí donde progresa la diferencia que difiere y no donde se reifica la diferencia diferida. La dirección política ha muerto, el enjambre es la matriz vectorial del movimiento.
Así las cosas, abordarla definición del contexto antagonista es abordar la exigencia de hacer frente a los interrogantes que nos genera la Diada del 2012. ¿Un despertar del «pueblo» a la independencia?, ¿el desplazamiento táctico y oportunista de CiU a posiciones independentistas?, ¿una operación vil de la burguesía catalana para ocultar bajo las banderas los recortes?, ¿una nueva hegemonía etnonacionalista? …la lista sigue y siempre es víctima de la gramática política moderna y de los agenciamientos con que se sigue operando la lectura del presente. De poco o nada sirve discutir estas cuestione, indistintamente del grado de verdad que comporten.
¿Cómo leer pues, en términos antagonistas, el contexto posterior a la Diada? La respuesta es a la par sencilla y compleja: sencilla, en tanto que se puede resumir en la crisis del régimen político nacido de la Transición; compleja, en tanto que la propia crisis del régimen abre escenarios inéditos, múltiples, cambiantes, fluidos; escenarios en los que las instituciones, los diseños institucionales, los fundamentos del régimen se vienen abajo. La reclamación de independencia expresada en la Diada ha de ser leída, por encima de cualquier otra interpretación posible, a partir de ahí: a partir de la crisis de un régimen que siempre fue una democracia inacabada (como no podía ser de otro modo al ser una democracia liberal).
En efecto, si algún horizonte político nos puede facilitar una lectura antagonista de la Diada ese es el del futuro anterior, el de la democracia preterida, el de la democratización incompleta. La realización del proyecto independentista en los términos en que es definido de manera hegemónica en la actualidad es tan sólo una contingencia más, la oferta de fragmentación del mando neoliberal que los actores del régimen ofrecen al Imperio como salida a su particular crisis territorial. Si las CUP interesan no es por esto, sino por ser el cuestionamiento inacabado, imperfecto y a la postre, la alternativa imposible a una «independencia» (a un Estado independiente) que no vendrá (y de ahí, por cierto, el formidable sentido antagonista implícito en la ironía maquiaveliana de Hibai Arbide al señalar que porque precisamente «la CUP no nos representa», «algunos no ‘indepes’ vamos a votarla»).
Y es que la tensión antagonista que se canaliza en el proyecto de las CUP contra el independentismo del régimen (contra la amenaza de implosión secesionista del mando liberal como única alternativa de salida a la crisis: fragmentación de la deuda, darwinismo normativo del mando multinivel, etc.) es la de la fisura misma en el independentismo que hace posible pensar la heurística de la cuestión nacional más allá de las condiciones de la gramática política moderna; vale decir, más allá de la soberanía bodiniana, del orden internacional westfaliano, de los dispositivos biopolíticos, de la etnicidad supremacista, etc., etc. Porque eso es lo que las CUP han detectado (de manera consciente o no poco importa). Es aquí donde deben ser comprendidas las palabras de David Fernàndez al apuntar a esa fracción de segundo en que el uno estará de acuerdo en votar la independencia en un referendum (en ser pueblo sólo para devenir multitud). Tal es el big bang de la emancipación de la propia condición de nacimiento.
No se trata pues de que, en las circunstancias actuales, las CUP sean una auténtica independencia, la verdadera, sino que precisamente abren el proyecto independentista a su propio fin, yendo más allá de la independencia imposible, haciendo implosionar por la propia vía de la radicalización democrática, las limitaciones históricas del proyecto independentista nacidas de los procesos de liberación nacional y reactualizando el horizonte de una democracia absoluta. Quienes por sus actos ilocucionarios quieren a las CUP en el repliegue identitario actuando bajo los impulsos del peor narcisismo intelectual de la postmodernidad, no alcanzarán jamás a sentir la corporeidad monstruosa del movimiento, se verán privados de la compañía mefistofélica que instancia la libertad de la Autonomía y volverán a caer una y otra vez desde los altares del mandarinato intelectual.
Pero la política no es eso. La política, su discurso, es paradoja, contradicción, realización del apotegma gramsciano para el que lo viejo que no acaba de morir no puede ser sin lo nuevo que no acaba de nacer. O como la propia Ulrike Meinhof sentenció del SPD: es parte del problema, pero también de la solución. Sólo del más atávico temor a mirar a los ojos al Leviatán puede nacer hoy una lectura antagonista que excluya la paradoja independentista de las CUP de una hipótesis constituyente. Afirmar su insuficiencia como proyecto más allá del incuestionable valor crítico, en la necesidad de concretar la propia crítica en hipótesis de intervención, es en sí mismo caer en el perfeccionismo moral que Maquiavelo desterró en su día, para siempre, de la política. En el meme de la multitud: «no se hacen tortillas sin romper huevos».
¿Significa esto que las CUP encierran la clave del interfaz representativo del movimiento que hace posible la autonomía sin la que no sería posible la instauración del régimen político del común? ¿Quiere decir que las CUP son la solución institucional de salida a la fase expresiva del movimiento que nos asegura un régimen de contrapoderes alternativo al existente, por medio de la radicalización democrática? ¿Quiere decir que basta con votar a las CUP para poder abrir la grieta en el mando por la que prorrumpa el poder constituyente? La respuesta es sí y no: sí a la posibilidad de enunciado de estas mismas preguntas, no a su respuesta en el marco de las CUP realmente existentes.
Las CUP como un campo de tensión agonística
Las CUP no resolverán gran cosa y al tiempo resolverán mucho. No resolverán una alternativa revolucionaria en tanto se aferren a la vieja gramática política de la modernidad. No resolverán la cuestión nacional creando un Estado independiente. No resolverán la construcción de una maquinaria antagonista suficiente para acabar con el proyecto neoliberal. Pero resolverán mucho al interrogarnos en la multitud. Resolverán mucho al plantearnos las limitaciones de las viejas herramientas, propias y ajenas. Resolverán mucho, en fin, al bascular entre la praxis a que abocará la propia política de movimiento y los viejos esquematismos de la fracción de cuerpo social sobre la que se sustentan hoy ideologemas inoperantes. Y es que las CUP no son una solución acabada sino un campo de tensión agonística.
A esto es a lo que nos solemos referir cuando hablamos de las CUP a pesar de las CUP. Aquello que es interesante en las CUP no se define de manera propositiva, sino por el valor de sus paradojas. Las CUP hablan de radicalización democrática, pero el modelo institucional que proponen es ridículo si uno se toma en serio las exigencias de una democratización a la altura de las circunstancias. Pensar que en sus 10 puntos de acción política se pueden encontrar institucionalizadas las garantías de una política otra, a la manera de lo reivindicado el 15M, es, sencillamente, un insulto a la inteligencia de una ciudadanía madura. No es aquí, en el enunciado, sino en la importancia que el problema tiene y en la manera en que la presencia de las CUP en el Parlament podría plantearlo, lo que tiene un inmenso valor.
Y es que, como hemos apuntado, desde el punto de vista del «hardware» a las CUP les urge empezar a pensar en serio lo que significa una gramática política apta para la postmodernidad. Desde el punto de vista del «software», las CUP no tienen ni el valor de una versión 0.0 del interfaz representativo. Quien quiera aprender sobre esto mejor haría en mirar al Partido Pirata o a los verdes de los primeros años ochenta. Al fin al cabo ahí y no en las CUP se encuentra el programario con el que abordar la cuestión de la actividad parlamentaria.
Pero a diferencia de lo que en su día plantearon candidaturas de la extrema izquierda como la de Izquierda Anticapitalista u otras; a diferencia de la inoportuna presentación del propio Partido Pirata a unas elecciones en las que no sólo no tiene opciones, sino que por medio de la ley de d’Hondt convertirá sus votos en fracciones de voto a CiU, las CUP ofrecen hoy un artefacto explosivo en los circuitos de la representación política. Si como ha prometido David Fernàndez, serán las luchas sociales las que representarán a las CUP y no las CUP las que representarán a las luchas sociales.
Si, en efecto, el voto de las CUP es el que dice ser y, por suerte para quien esto escribe, las cabeceras de lista de las CUP son la garantía de que esto será así, lo que puede iniciar el domingo es la apertura de una línea de tensión de la que hasta ahora se ha visto privado el movimiento. Las CUP no son la solución institucional de salida a la fase expresiva del movimiento, pero son la garantía de producción de escenarios mucho más complejos y ricos en posibilidades antagonistas que el agotador horizonte de una serie de manifestaciones que griten mudas a los oídos sordos de las izquierdas parlamentarias actuales.
A día de hoy las CUP son la mejor garantía de que no volverá a haber en la política catalana el consensualismo miserable que ha marcado las unanimidades a favor del Plan Bolonia, a favor de destruir la desobediencia civil que bloqueó en su día el Parlament, etc., etc. Las CUP no serán, ciertamente, un producto acabado, pero son al menos un agujero por el que respirar. Tan vitales para sobrevivir como para ofrecer un principio deliberativo. Este mismo desde el que estamos escribiendo, sin ir más lejos.
Las CUP más allá del #25N. A modo de conclusión Con motivo de estas elecciones algunas personas hemos firmado y promovido la firma de un manifiesto que emplaza a nuestros conciudadanos simbióticos a plantearse la urgencia de repensar los alineamientos políticos de la izquierda. Si las CUP entran en el Parlament las izquierdas (parlamentarias, sí, pero también sindicales, societarias, etc.) que desde la Transición se habían instalado tan cómodamente en el pacto constitucional, se verán obligadas a desplazarse fuera de este, al terreno donde la simbiosis se hace inevitable. El valor político de esta alternativa es inmenso, demasiado como para que el domingo nos quedemos en casa y no vayamos a votar CUP.
Lo que está en juego este domingo es más que hacer que las CUP entren en el Parlament: lo que nos jugamos es también poder provocar con su presencia la dislocación de las posiciones de ICV y Esquerra. Quienes defendimos en su día la alternativa de Syriza en Grecia tenemos hoy la posibilidad de sentar las bases para provocar, antes de lo que se piensan, un nuevo cataclismo en la Europa mediterránea. Los mimbres (nuevos y viejos) ya existen y la probable mayoría conservadora contraria a la sociedad tendrá que enfrentar con las CUP en el Parlament una ruptura destituyente que ya se ha dado en la calle. Sin las CUP, las izquierdas subalternas creerán que todavía no es preciso proceder al desplazamiento de posiciones que, por el contrario, ya ha adelantado las fuerzas del mando neoliberal.
Quienes tenemos prisa, este domingo tenemos la opción de poder adelantarnos, de no tener que seguir esperando al Godot de la izquierda parlamentaria. Pero la alternativa por construir tampoco será ciertamente, como proponen algunos intelectuales orgánicos de la izquierda independentista, construir un nuevo anillo alrededor de la izquierda independentista bajo la marca del frente de masas de la Unitat Popular. Mal van las CUP si lo mejor que se les ocurre es optar por las viejas formas organizativas. Si este es el camino ya podemos dar por seguro el agotamiento de los diputados.
Lo que este domingo está en juego es desbordar/nos en los márgenes de los alineamientos políticos en que hemos vivido todas estas décadas (incluidos los de una izquierda independentista cómoda en sus márgenes identitarios); está en juego pensar/nos más allá de nosotrxs mismxs, en la simbiosis de las singularidades irreductibles como una alternativa. Persistir en los alineamientos electorales de siempre no es que no conduzca a ningún lado, es que nos lleva directos al mismo bloqueo, agotamiento y parálisis en que nos encontramos. Con la calle en marcha, con el movimiento vivo, resulta absolutamente necesario plantar cara al mando en su terreno y con CUP esta ventana se puede abrir. Defenestremos a la cleptocracia!
Fuente: http://raimundoviejovinhas.blogspot.com.es/2012/11/es-razones-no-independentistas-para.html