Traducido para Rebelión por Loles Oliván Hijós.
El tiempo del romanticismo revolucionario ha concluido. Varios países árabes se enfrentan ahora a la dura realidad. Millones de árabes desean simplemente vivir con una apariencia de dignidad, libres de la tiranía y de la ansiedad continua por el futuro. Esta poco romántica realidad incluye asimismo a «actores» exteriores cuya presencia no aporta ningún valor positivo a los verdaderos movimientos revolucionarios, ya sea en Egipto, en Siria o en cualquier otro lugar.
Poco después de que el presidente Zein Al-Abidine Ben Ali fuera derrocado por la revolución de Túnez en enero de 2011, algunos de nosotros advertíamos de que la euforia inicial podría dar lugar finalmente a una inútil simplificación. De repente, todos los árabes tenían el mismo aspecto, sonaban a lo mismo y se esperaba de unos y otros que duplicaran la acción colectiva.
Un presentador de noticias de Al-Yasira puede preguntar a sus invitados por qué algunas naciones árabes se levantan mientras otras todavía siguen dormidas. La pregunta de por qué Argelia no se ha rebelado ha ocupado intensamente a los medios de comunicación internacionales. «No hay Primavera árabe para los argelinos que acuden a las urnas», titulaba el programa de radio de Andrea Crossan, de la Radio Pública Nacional de Estados Unidos (NPR) el 10 de mayo. Las recientes elecciones argelinas se yuxtapusieron principalmente a realidades mucho más lejanas y esporádicas de otros países que al contexto de la singular y urgente situación propia de Argelia.
¿Por qué debería discutirse sobre Argelia en el contexto de Yemen, por ejemplo? ¿Qué tipo de conclusiones estamos buscando exactamente? ¿Es que unos árabes son valientes y otros cobardes? ¿Se levantan los pueblos por control remoto a instancias de un inquisitivo presentador de noticias? Argelia es conocida como el país del millón de mártires por sus increíbles sacrificios en pos de la liberación entre 1954 y 1962. Se ha alcanzado una especie de consenso acerca de que los argelinos todavía siguen traumatizados por la década de guerra civil iniciada en 1992. La matanza de miles de personas estuvo apoyada abiertamente por las potencias occidentales que temían que emergiera un Estado islámico cerca de sus costas.
Aunque se ha traumatizado severamente a los palestinos en los 64 años que han seguido a su expulsión de Palestina, siguen manteniendo un flujo revolucionario constante. El trauma actual que experimentan millones de sirios como resultado de la violencia tampoco puede expresarse en meras cifras. Sin embargo, es probable que la violencia se extienda en una guerra civil tan destructiva como la de Líbano si no se formula una solución política bajo los auspicios de una tercera parte de confianza.
Es fácil ser víctima de la sabiduría convencional, de la difusión de extrañas teorías sobre los árabes y sus regímenes. El problema es que cada día se producen nuevos acontecimientos que no encajan con el concepto simplificado de «Primavera árabe». Lo poético del término resultó escasamente útil cuando 74 personas murieron y centenares más resultaron heridas al enfrentarse los aficionados de dos clubes de fútbol egipcios en Port Said el 1 de febrero. La inquietante noticia parecía no estar en consonancia con las manifestaciones de la Plaza Tahrir del año anterior. Algunos en los medios de comunicación quitaron hierro a los asesinatos por «confusos» o simplemente por «desafortunados». Sencillamente no encajaban con la percepción casi de guión que nos hubiera gustado tener de la «perfecta» revolución egipcia. Pero los egipcios entendieron bien las raíces de la violencia y la explicaron dentro de un contexto local. El hecho es que la violencia ocasional que siguió al derrocamiento del presidente Hosni Mubarak era únicamente egipcia y perfectamente racional dentro de los muchos movimientos que estaban tratando de explotar la revolución.
Si las cosas salen según lo planeado, Egipto podría tener su primer presidente elegido democráticamente en julio. Aunque algunos celebrarán el nacimiento oficial de un «nuevo Egipto», otros llorarán la muerte de la revolución y de los logros que se preveían. Pero no puede haber ninguna revolución perfecta con resultados positivos unánimemente acordados por todos los sectores de la sociedad. Ello no significa que la revolución egipcia haya fracasado. Se ha logrado comprometer a muchos nuevos participantes en la vida política del país que había estado controlada durante tanto tiempo por un gobierno autoritario. La Plaza Tahrir ha modificado las reglas del juego -por ahora, parcialmente, pero tal vez de manera esencial para el futuro.
Jean Paul Sartre creía que la sociedad necesitaba situarse a sí misma en un estado permanente de revolución para que la libertad enraizara y floreciera. Su apoyo a la revuelta de la juventud francesa en 1968 dio testimonio de su firme creencia en la libertad como búsqueda colectiva. «Lo importante es que la acción se produjo cuando todo el mundo creía que ello era impensable. Si se ha producido en esta ocasión, puede volver a ocurrir», escribía en 1968.
«No es raro que la revolución de las masas se torne sobre sí misma y comience a nutrirse de sí misma para protegerse contra una contrarrevolución planificada o de una disensión interna», escribía Ayman Al-Amir en el semanario egipcio Al-Ahram. Denunciaba además que «la Primavera árabe se ha vuelto loca devorando a sus amigos y enemigos por igual, no tanto por temor a la contrarrevolución, sino porque una facción quiere llevar a la nación en su propia dirección. Como consecuencia de ello, se incita deliberadamente un entorno de caos y el cambio revolucionario se interrumpe o va en una dirección equivocada».
Hay mucha verdad en eso pero Al-Amir también cae en el abismo de la generalización. Siria no es Egipto y una tunecina puede no pensar que la revolución de su país está «devorando a sus amigos y enemigos». La primavera árabe sólo es confusa y extraña cuando insistimos en llamarla «Primavera árabe». Es mucho más convincente si se comprende dentro de sus contextos locales. Egipto está en crisis simplemente porque está inmerso en un proceso que está reestructurando una sociedad creada para satisfacer los caprichos de una minoritaria y corrupta clase de gobernantes. Siria se encuentra en una intersección geopolítica mucho más difícil en la que los países de la región «invierten» en la violencia para asegurarse que el resultado favorecerá sus intereses. La relevancia de la lucha del pueblo sirio sigue siendo fuerte, pero a diferencia de Egipto, ya no es la parte dominante.
Egipto no es Siria y Yemen no es Bahréin. Sin embargo, aunque tenemos que ser cautelosos con los discursos generalizadores y reduccionistas, ello no indica la necesidad de renegar de la identificación colectiva con las luchas de otros pueblos. Por el contrario, un conocimiento más real de lo que está ocurriendo en varios países árabes y también no árabes, ofrece una manera más propicia de brindar solidaridad. «Deseamos la libertad por la libertad misma, en y a través de circunstancias particulares. Y en ese deseo de libertad descubrimos que ésta depende enteramente de la libertad de los demás y que la libertad de los demás depende de la nuestra propia», argumentó Sartre.
Es a partir de este valor como punto de partida que se puede hablar de Yemen, Siria, Egipto, y, sí, de Grecia, en la misma frase. Cualquier otra interpretación resulta, en el mejor de los casos deficiente, en el peor, sospechosa.
Fuente original: http://weekly.ahram.org.eg/2012/1099/op2.htm