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Reino de España: entre el marasmo poselectoral y la clarificación preelectoral

Fuentes: Sin Permiso

Gustavo Búster prosigue su análisis de la situación política española después de las elecciones municipales y autonómicas del pasado 27 de mayo.

Lejos de clarificar el panorama político, los resultados de las elecciones municipales y autonómicas del 27 de mayo //1 lo han precipitado en un marasmo de expectativas, crisis y movimientos en falso. Durante el mes de junio, a partir de sus interpretaciones de esos resultados, los actores o pretendientes han querido tomar posiciones en vistas a la larga campaña electoral para las elecciones generales de marzo del 2008, cuyo inició marcarán el debate del estado de la nación de la próxima semana, el acuerdo, o no, para un gobierno de izquierdas y nacionalista en Navarra y el cumplimiento, o no, de las amenazas de ETA tras su ruptura de la tregua. Cualquiera de los tres acontecimientos esperados, o su acumulación, clarificará de golpe la situación política y la verdadera correlación de fuerzas tras el 27 de mayo. Mientras tanto, tal vez pueda aprenderse algo de la descripción de este marasmo temporal, si no de su interpretación.

«Crisis de expectativas»: quítate tú, que me pongo yo

Zapatero resumió las reacciones a los resultados del 27 de mayo con una nueva manifestación de talante: «la grandeza de la democracia es que todos puedan estar contentos con los resultados electorales». En realidad, como se demostraría enseguida, nadie estaba contento del todo, y esa falta de satisfacción general se convertía en una peligrosa frustración.

El Partido Popular, tras celebrar su mayor número de votos que el PSOE, pronto comenzaría a lamentar la pérdida de poder municipal y autonómico que le infligían las distintas formulas de alianzas de izquierdas. Gallardón, reelegido alcalde de Madrid, predecía que Zapatero sería un «paréntesis en la historia de España», pero sin dejar de sentar su propia posición en el seno del PP, a fin de presentar su candidatura en caso de que el «paréntesis» fuera Rajoy (quien no pareció apreciar la sutileza). La seguridad en la victoria de la radicalizada derecha española no debía ser tanta cuando inició el cortejo de las moderadas derechas nacionalistas periféricas, sobre todo CiU y Coalición Canaria, insinuando que su oposición frontal a los estatutos catalán y canario era cosa del pasado. Si CiU respondió con dignidad ofendida y despechada, Coalición Canario se arrojó en los brazos del PP con un pacto sin principios para mantenerse en el gobierno insular, en una apuesta más que arriesgada cara a marzo, que además afianzó una escisión habida hace meses en su grupo parlamentario.

La «crisis de expectativas» -por llamarla de alguna manera- se extendió a todas las fuerzas políticas en pocos días. En el PSOE, el intento del viejo aparato del Partido Socialista madrileño (PSM) de pasarle factura por el desastre electoral en la capital del Reino -alentado por quienes, como Bono, exigían un giro hacia el consenso con el PP en materia antiterrorista- fue replicado por Zapatero con la movilización de todos los alcaldes del cinturón rojo del sur, con la sustitución de la dirección por una gestora y con la convocatoria de un congreso de renovación en un mes, lo que zanjó de momento cualquier intento de rebeldía de los sectores más derechistas del socialismo español. En CiU, el partido de la derecha catalanista, un nuevo enfrentamiento entre su dirigente en Barcelona, Más, y su portavoz en Madrid, Durán, sobre una posible entrada en el gobierno central sin estar en la Generalitat, se volvió a aplazar hasta que pueda ser algo más que una conjetura, es decir hasta que se opere un cambio real en la actual correlación de fuerzas. El partido de la izquierda catalanista, ERC, reproducía el mismo debate en forma invertida y con una mayor urgencia por la pérdida de votos. La izquierda nacionalista gallega del BNG exigía más poder institucional que los votos obtenidos, a cambio de mantener una alianza sin fisuras con el PSOE. Izquierda Unida reabría su nunca cerrada crisis interna con la oferta de refundaciones varias por parte de aparatos periclitados, que, en nombre de unos movimientos sociales cada vez más distantes y alejados, exigían en el fondo cuotas de poder negociadas con el PSOE.

La significativo de esas varias «crisis de expectativas» es que ninguna de ellas ofrece por el momento -está por ver qué ocurre en el debate del estado de la nación de al próxima semana- perspectiva alguna de futuro, que no sea la de allanar, o al revés, atravesarse en el camino de la vuelta al poder del PP: pugnas de aparatos sin otro contenido político que el «quítate tú, que me pongo yo».

La especificidad vasco-navarra

En el frente norte del panorama político, en Euskadi y Navarra, la izquierda abertzale hizo público su balance de los resultados electorales el día 3 de junio. Tras felicitarse de haber obtenido, a pesar de la prohibición de la mitad de las candidaturas de ANV, sus mejores resultados desde 1999, con 190.000 votos (30.000 votos más), 700 electos y ser la segunda fuerza por número de concejales en el conjunto de Euskal Herria, concluía que estos resultados eran «una clara oportunidad de reforzar el proceso [de paz] democráticamente», y que «este pueblo quiere un proceso de soluciones políticas y democráticas».

No se había secado la tinta del comunicado, que a los dos días ETA enmendaba la plana a la izquierda abertzale anunciando el fin formal de la tregua, ya rota el 30 de diciembre con el atentado contra el aeropuerto de Barajas: «no existen condiciones democráticas mínimas para llevar a cabo el proceso». Y llamaba al pueblo vasco a «rebelarse contra esta falsa y podrida democracia (…) El talante de Zapatero se ha convertido en fascismo». ETA comunicaba que en doce horas retomaba su actividad militar «en todos los frentes».

Los dirigentes de la izquierda abertzale Otegi y Barrena solo tuvieron tiempo de convocar una rueda de prensa a la mañana siguiente para constatar que «no es una buena noticia». Aunque hicieron responsables del «colapso del proceso» al PSOE y al PNV, advirtieron que la responsabilidad de la opción adoptada por ETA «recae solamente en la organización». Para Otegi y Barrena, «el proceso es necesario y no tiene alternativa posible (…) Batasuna seguirá trabajando en esa dirección».

Era inútil. La izquierda abertzale había perdido la iniciativa política y lo que pudiera guardar de autonomía, a pesar de haber recuperado parte de su espacio político y legitimidad democrática, o más bien a causa de ello. El espacio para la resolución política del conflicto, la lucha por instituir un proceso de negociación entre fuerzas políticas, quedaba laminado para no dejar otro protagonismo que al dialogo-enfrentamiento entre ETA y el estado español. Y a partir de ese momento, ambas partes comenzaron a actuar en consecuencia, al menos en apariencia.

Aplicando las lecciones del fracaso de otros procesos de negociación, el PSOE se adelantó a dar su versión de los encuentros con ETA, antes de que lo hiciera ésta. El País publicó un largo reportaje el 9 de junio, evidentemente filtrado, subrayando el protagonismo de los dirigentes políticos del PSE y de la propia ETA, Eguiguren y Ternera, y la falta total de concesiones políticas por parte del PSOE, que habría visto frustradas sus esperanzas con el atentado de ETA del 30 de diciembre. Cómo cohonestar esas esperanzas con la inacción política es algo difícil de comprender, si no se tiene en cuenta la prioridad del PSOE de hacer frente a las críticas del PP y condicionar a la reacción de sus propios votantes en el resto del estado cualquier paso adelante práctico en el proceso de paz. Una prioridad que – a pesar de ser tal su objetivo político- el atentado de Barajas no sólo no alteró, sino que logró reforzar considerablemente.

El PNV, dividido internamente más que nunca entre las orientaciones posibilistas de Imaz -que se alineó completamente con la explicación del fracaso del proceso del PSOE-, el resistencialismo frentista de Eguibar y la terca insistencia en su propio proyecto institucional del Lendakari Ibarretxe, cerró sin embargo filas ante las criticas amenazantes de ETA y la constatación de los efectos negativos que tenía la alternativa electoral de la izquierda abertzale en sus propios resultados electorales, a pesar de no haber podido desplegarse más que parcialmente. Dejó hacer públicamente a Imaz, a condición de que se limitase la respuesta represiva del estado al desafío de ETA a la propia organización armada y a los dirigentes de la ilegal Batasuna, pero sin poner en cuestión a los nuevos electos de ANV y ni su legalización. Al menos, hasta que no hubiera atentados.

A pesar del encarcelamiento casi inmediato de Otegi por apología del terrorismo tras sus criticas públicas a la ruptura de la tregua de ETA, del envio de vuelta a una prisión de alta seguridad fuera de Euskadi del militante de ETA De Juana Chaos desde su prisión atenuada en el Hospital de San Sebastian, y a pesar la detención de distintos activistas de ETA en Francia y el País Vasco, la izquierda abertzale intentó mantener una presencia política en la calle, reivindicando la legitimidad de su espacio institucional y la perspectiva de un proceso de paz. El 23 de junio, ANV convocó en Bilbao una manifestación con decenas de miles de personas, por un «diálogo sin exclusiones» y a favor del «proceso» (al que todo el mundo insiste en amputar el calificativo «de paz», primera victima del atentado de Barajas y del temor a que una nueva acción de ETA acabe ya definitivamente con el mero «proceso»).

Paralelamente, ETA publicaba sus propias actas del «proceso» para demostrar que el Gobierno Zapatero había seguido intentando hasta el último minuto hacer camino sin dar un sólo paso, resistiéndose sólo a cerrar el proceso como gesto frente a las presiones del PP, ante una ETA despechada que exigía ser el único interlocutor en un diálogo en el que había ya demasiados participantes indirectos. Para escándalo farisaicamente sorprendido de los medios de comunicación de la derecha y del PP (por algo que era obvio, y que el propio Gobierno Aznar había hecho a su vez en situaciones menos apuradas), Imaz volvió a aprovechar la situación para dar o restar -no esta muy claro- crédito a los verdaderos agentes del proceso: ETA habría puestos a los socialistas «una pistola en la cabeza» para que se comprometieran a que PSN defendiera «un espacio de autogobierno» que incluyera a Euskadi y Navarra.

El apoyo de Imaz no podía ser más contradictorio y retorcido. Era obvio que una reivindicación de la izquierda abertzale en el «proceso» era la negociación en sendas mesas de partidos políticos de una posible «supra-autonomia», en el marco de la Constitución de 1978, que coordinase territorialmente a ambas autonomías. Como lo es también que, en este mismo momento, está en juego la posibilidad de plasmar el cambio político en el Gobierno navarro con la construcción de una alianza entre el PSOE, Nafarroa Bai (en la que participa de manera minoritaria el PNV) e IU. ¿A qué venía referirse a esos procesos políticos con la metáfora de «poner una pistola en la cabeza», que si de verdad dejaba de ser una figura literaria para convertirse en una triste realidad haría imposible definitivamente cualquiera de los dos escenarios?

Mientras el PSOE y el PNV descartaban cualquier manifestación de compromiso con el «proceso» por parte de una izquierda abertzale a la que ETA solo parecía reservar el papel de agitación antidepresiva, el Gobierno vasco publicó una encuesta realizada antes del fin «definitivo» (¿?) de la tregua, conforme a la cual el 70% de los vascos se mostraban partidarios de un referéndum de autodeterminación en los próximos años, con un 25% a favor de que se celebrase incluso en un escenario de violencia terrorista.

Con este panorama, no es de extrañar que la negociación de pactos y alianzas para la constitución del complicado entramado municipal, provincial y foral en Euskadi y Navarra sea rayana en lo políticamente surrealista. En medio de una completa confusión de horizonte estratégico de todas las fuerzas políticas, se impuso el regate en corto táctico: en Álava, el PP perdió la alcaldía de Vitoria, pero mantuvo la presidencia de la Junta; en Vizcaya, el PNV mantuvo su feudo con apoyo socialista; mientras que en Guipúzcoa lo perdía a manos de una alianza PSOE-IU, que castigaba especialmente al sector Eguibar, y en cada pueblo pasaba algo distinto, con el añadido de las reclamaciones de legitimidad de ANV en aquellos sitios en los que las papeletas en blanco le daban la mayoría, a pesar de no haber podido presentarse.

Nada, tal vez, comparado con la negociación de la alcaldía y el gobierno autonómico de Navarra. En el primer caso, la decisión del PSOE de no hacer coincidir en la urna sus votos con los de ANV dejaba la alcaldía en manos de UPN, fracción carlista del PP, a pesar de que Nafarroa Bai hubiera podido contar con los apoyos suficientes, sin condiciones, para situar a Uxue Barkos al frente del consistorio. Y al mismo tiempo, se exigía desde el PSOE, tercera fuerza en votos, el apoyo sin condiciones de Nafarroa Bai, segunda fuerza en Navarra, para un presidente autonómico socialista y la formación de un gobierno conjunto al que se sumaría necesariamente Izquierda Unida. Tras un 70% de anunciado acuerdo, en una negociación interminable con ribetes de misterio, que permitía al PP mantener toda su presión critica y erosión electoral en Navarra y el resto de la península, la conclusión, o no, del mismo se dejaba para después de las fiestas de San Fermín, no se sabe si esperando la intervención del santo, aunque sin aclarar a favor de quién.

Los otros frentes

El miedo a una ola de atentados fue evidente en los primeros días tras el fin de la tregua de ETA, en el convencimiento de que era el anuncio de una campaña para acabar con el Gobierno Zapatero por la vía armada antes de que lo pudiese hacer Rajoy por la vía electoral. Después, la rutina de la confrontación política cotidiana acabó imponiéndose, como los anuncios en los descansos de las películas. Y todo el mundo exigió su cuota de protagonismo.

El ala derecha del PSOE y sus sectores más neoliberales se hicieron oír a través de Bono y Solbes. El primero aprovechó una misa en la «iglesia roja» de San Carlos Borromeo de Madrid, en solidaridad con sus curas frente a un Episcopado preconciliar que quiere cerrar el templo, para exigir «caritativamente» la vuelta a la prisión de alta seguridad de De Juana Chaos y la represión de la izquierda abertzale frente a un Zapatero demasiado ambiguo en sus ofrecimientos de la otra mejilla. Solbes, que ha anunciado hasta la saciedad que se retira como ministro tras las próximas legislativas, proclamaba que el Gobierno reduciría en la próxima legislatura la presión fiscal con recortes en el IRPF y en el impuesto de sociedades. Era como una inmediata respuesta preventiva de cualquier mala inferencia que pudiera hacerse de un informe de la OCDE que revela que España es el único de los 30 países que forman este organismo en el que la media de los salarios reales ha caído cuatro puntos en los últimos diez años; que la pobreza ha subido todo un punto, hasta el 20% (frente a una media de la UE del 16%); y que la desigualdad de rentas entre el 20% que más tiene y el que menos tiene es ya significativamente superior a Alemania o Francia //2.

Por si faltaba algo, la Iglesia Católica -aplacada temporalmente su desapoderada pugnacidad con una renegociación muy favorable de su financiación por el parte del estado y con el compromiso de respetar su control del sector privado de servicios sociales como la sanidad, la educación, o la asistencia a dependientes- volvía a lanzar una feroz campaña de oposición frontal al Gobierno Zapatero por la introducción de la asignatura obligatoria de «formación para la ciudadanía», llamando a la «insumisión» de sus fieles en una declaración formal de la Conferencia Episcopal. El Cardenal Cañizares no sólo acusaba al gobierno de interferir «totalitariamente» en la formación moral de su grey, sino que advertía con lenguaje apocalíptico que no oponerse activamente a la asignatura era «colaborar con el mal». Acusación especialmente grave, desde el punto de vista del derecho canónigo, tras el comunicado de la federación de centros religiosos de enseñanza (FERE), según la cual ellos no se opondrían a que se impartiese la asignatura en sus centros. El Gobierno tuvo que abortar la posible dinámica cismático-inquisitorial recordando a todos que «la ley no tiene excepciones», incluida la parte del currículo académico en la secundaria que aun no ha sido transferida a la competencia de las autonomías.

El esperpento ha tenido hasta su vertiente diplomática en una semana en la que, después de un largo periodo sin que aparecieran por Madrid más que socios comunitarios, coincidieron subitáneamente en la capital del Reino la secretaria de estado Condolezza Rice, el secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki Moon, el negociador nuclear iraní, Ali Lariyani, y el rey Abdullah de Arabia Saudita, evidentemente con mensajes distintos. La acusación de que el Gobierno Zapatero había perdido todo el peso internacional supuestamente acumulado por Aznar, fue refutada por el apoyo de la UE a la orientación de diálogo con Cuba, pero también, trágicamente, por el atentado que costó la vida a seis soldados de las tropas españolas -tres de ellos de nacionalidad colombiana- en misión de paz bajo bandera de Naciones Unidas en el Líbano. En un nuevo debate sobre el síndrome de la participación en la guerra de Irak del Gobierno Aznar y sobre la sinceridad pacifista de su sucesor, los comentaristas concluyeron que las tropas españolas enviadas a Líbano y Afganistán por el Gobierno Zapatero «actuaban en una misión de paz, pero en zonas de guerra», y por lo tanto, no había contradicción en la banda color amarillo -y no roja- de la condecoración otorgada post-mortem.

La necesidad de políticas de izquierdas

Es demasiado pronto para intentar una explicación de este marasmo del mes de junio. Sólo tras el debate del estado de la nación, tras la conclusión de las negociaciones navarras y tras el cumplimiento, o no, de la amenaza de ETA, será posible una visión de lo que nos espera en el otoño y el invierno, hasta las elecciones generales. Pero se puede ya constatar la persistencia en la bipolarización, el «Ellos» y el «Nosotros», de la vida política española.

No porque no haya una multitud de actores políticos, cada vez más importantes en la medida que en reflejan la realidad plurinacional de un estado encorsetado en unas formulas autonómicas que intentan uniformar la variedad política nacional con el expediente de la descentralización administrativa. Sino porque, mientras el «Nosotros» ha de construirse con fórmulas alambicadas y variopintas amalgamas, el «Ellos», la derecha españolísima, tiene una coherencia ideológica y una capacidad movilizadora de muy difícil contención. La falta de un proyecto para el bloque de la izquierdas españolas y nacionalistas se hace cada vez más patente a medida que se avanza hacia la próxima legislatura. Parecería obvia la necesidad de su articulación, más allá de evitar que vuelva al Gobierno la derecha del PP.

El desconsuelo de las distintas izquierdas por la falta de movilización de su electorado frente a la derecha social empieza a expresarse en pseudo-explicaciones deterministas sobre un giro sociológico a la derecha de la mayoría de la población, alimentado por el continuado crecimiento económico de los últimos doce años. Incluso para la población asalariada se utiliza el mismo criterio economicista, a fin de subrayar el hiato que separaría a los trabajadores con convenio colectivo -que sí habrían aumentado hasta dos puntos su poder adquisitivo real- de ese 35% de trabajadores precarios, jóvenes y, sobre todo, inmigrantes, excluidos de la negociación colectiva y ajenos a las tradiciones heredadas de la resistencia al franquismo y a la cultura de la izquierda.

Tal incipiente línea argumentativa, que empieza a justificar a priori una posible victoria de la derecha, parece olvidar, por lo pronto, el hecho de que hubo una derrota previa de la derecha el 14 de marzo del 2004, o trata de explicarla exclusivamente en términos de una reacción democrática elemental ante las mentiras y la manipulación del Gobierno Aznar respecto de los atentados yihadistas del 11-M. Pero esa derrota, en el pináculo del ciclo económico alcista que ha durado doce años -y no como ahora, cuando están ya presentes algunas de sus primeras manifestaciones de agotamiento-, fue posible por una larga movilización social, la mayor de esta etapa constitucional democrática, en la defensa del sistema de pensiones con una huelga general de los sindicatos, contra un Plan Hidrológico Nacional que era un gigantesco atentado a equilibrios ecológicos básicos de la Península y, sobre todo, con las manifestaciones contrarias a la participación en la Guerra de Irak.

No fueron, desde luego, como pretendían algunos ilusos, «movilizaciones anti-capitalistas». Pero sí fueron la expresión de una cultura de izquierdas democrática que, en sectores importantes, se manifiesta a través de una conciencia nacional propia. Ello explica en buena medida las bases y los límites de la experiencia social que ha supuesto el Gobierno Zapatero. La cuestión central ha sido, y sigue siendo, si es posible profundizar esa experiencia a través de la movilización de la izquierda social, y mantener y mejorar la correlación de fuerzas frente a una derecha ideológicamente compacta y tensa y casi enteramente movilizada en la calle; o si, agotado el ciclo de las movilizaciones anti-globalización en la Unión Europea, el Gobierno Zapatero no será más que un «paréntesis» en el ciclo de derechas iniciado por Merkel y Sarkozy.

He observado aquí en otras ocasiones los limites de la «gestión en frío» del Gobierno Zapatero y el carácter continuista de su políticas sociales y económicas, que han abierto una brecha entre la ampliación democrática de los derechos civiles y el incremento del déficit social en relación con la media europea, con la consecuente profundización de las divisiones en la población asalariada en su acceso a los servicios públicos. Abrir una perspectiva de izquierdas para la próxima legislatura es plantear en términos prácticos cómo reunificar la movilización por los derechos civiles y por los derechos sociales de la mayoría de la población, en una fórmula de organización del estado que evite las divisiones frentistas de identidad, ofreciendo una respuesta democrática tanto al problema de la descentralización administrativa como a la cuestión nacional.

La política tiene su propia autonomía, como demostró la derrota del PP el 14-M. Y la posible victoria o derrota de la derecha en las próximas elecciones generales, más allá de todo determinismo, también dependerá de las estrategias políticas que se sigan para la movilización del electorado de izquierdas. Es decir, depende de también de tí, lector, de todos nosotros.

NOTAS: // 1 Para un análisis de las elecciones municipales y autonómicas del 27 de mayo ver Gustavo Búster. //2 OCDE Economic Outloock, Nº 81; cfr. también Andrea Rizzi, «El salario real medio ha bajado un 4% en 10 años pese al fuerte crecimiento económico», El País, 24/06/2007. Me permito subrayar el siguiente parrafo: «Mientras España se acerca a la media europea en cuanto a renta por habitante, no ocurre lo mismo en cuanto a cohesión social. Así lo indica la relación entre la renta del 20% más rico de la población y la del 20% más pobre. La quinta parte más rica ganó en 2005 (último año del que se tienen datos) 5,4 veces más que la quinta parte más pobre, según datos de Eurostat, el órgano que facilita las estadísticas comunitarias. Es una cifra superior a la media de la UE, que se sitúa en 4,9, siempre según Eurostat; y muy superior a la de países como Francia y Alemania, donde se sitúa alrededor del 4. Lo más significativo es que en España, entre 2002 y 2005, ese indicador ha experimentado un repunte tras unos años de descenso. En 2002, el 20% más rico ganaba 5,1 veces más que el 20% más pobre; en 2005, esa diferencia se había agrandado al 5,4. Detrás de los fríos datos estadísticos están los rostros de millones de pensionistas y de trabajadores en precario».

*Gustavo Búster, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, es el heterónimo de un analista político madrileño.