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Lo penal & Violencia machista

¿Reivindicar penas de prisión es compatible con el feminismo?

Fuentes: TribunaFeminista

Según datos de la ONU, el 95% de los asesinatos son cometidos por hombres. Esta estremecedora brecha de sexo en la criminalidad es una constante en todos los países del mundo. La oficina de la Droga y el Delito de la ONU declaró en 2014 (en un comunicado acerca de estos datos): «mientras que los hombres son asesinados por alguien a quien ni siquiera conocen, casi la mitad de todas las mujeres víctimas son asesinadas por las personas más cercanas a ellas».

La gran mayoría de los asesinatos son cometidos por hombres y tienen como víctimas otros hombres. Según un estudio para el Ministerio del Interior dirigido por José Luis González (2018) la mayor parte de estos homicidios son cometidos por hombres con antecedentes violentos y se producen en el contexto de peleas o riñas bajo los efectos de alcohol en contextos de ocio.
A diferencia de otros países, en España hay pocos hombres que matan a otros en el contexto del crimen organizado. Según este informe el 28% de las personas asesinadas en nuestro país son mujeres asesinadas por hombres. Los homicidios por violencia de género (hombres que matan a su pareja o expareja mujer), representan el 21% del total de homicidios.
Las mujeres no solo son asesinadas por sus parejas, sino que también tienen más probabilidades que los hombres de ser asesinadas por un hombre de su familia (su padre, su hermano, su cuñado, etc.). Y según dicen los especialistas, la asimetría entre mujeres y hombres asesinados por familiares es muy superior a la que arrojan las cifras, pues cuando la víctima es un hombre, muchas veces el delito se cometió en el intento de la mujer de defenderse a sí misma.
La brecha de sexo en la criminalidad no solo se produce en los homicidios, sino en todos los delitos. Así, los hombres cometen el triple de robos que las mujeres y la proporción de hombres que los cometen aumenta conforme elevamos el valor de lo robado. Los delitos de las mujeres suelen ser de menor gravedad y los delitos más violentos y terribles, como los que atentan contra la vida, son cometidos por hombres casi siempre.
Así, el terrorismo por ejemplo, es casi un asunto de criminalidad masculina y lo mismo ocurre con los asesinos en serie. Las mujeres delinquen muy poco, pero son víctimas en una gran proporción. El 70% de las mujeres de todo el mundo han sufrido violencia física o sexual por parte de un hombre, y en el 35% de los casos, han sido maltratadas por su pareja hombre.
La ONU estima que siete de cada diez mujeres será, a lo largo de su vida, víctima de delitos basados en su sexo, tales como golpes, violaciones, abusos o mutilaciones. Y, como señala Laura Luño «entre aquellas con edades entre los 15 y los 44 años, la violencia de género causa más muertes y discapacidades que el cáncer, la malaria, los accidentes de tráfico y los conflictos armados juntos».
Kate Millett explicaba que vivimos en un mundo en el que los hombres agreden a las mujeres: la imposición del velo por parte de las religiones patriarcales, la reclusión de las mujeres en gineceos, la ablación del clítoris, la venta y la esclavitud de las mujeres, los matrimonios forzados o infantiles, el concubinato o la prostitución. Aunque estos hechos proceden de distintos lugares del mundo, todos ellos se basan en la imposición de la autoridad masculina y en la subordinación de las mujeres a una casta inferior.
Ana de Miguel expone que en los años setenta la sociedad comenzó a tener un enfoque progresista del delito, basado en una lectura atenta a la clase social de los delincuentes. Caló en la sociedad la idea de que la delincuencia es un producto de las desigualdades sociales y los delincuentes son víctimas de la sociedad.
El cine comenzó a presentar una imagen de «héroes anticapitalistas» frente a la moral burguesa. Se reflexionó acerca de la necesidad de simpatizar con «el delincuente», comprendiendo las razones vitales que conducen al crimen y se reivindicó la abolición de las cárceles. Cualquier referencia a la necesidad social de las penas de cárcel se comenzó a percibir como conservadora y «punitivista».
Como explica de Miguel, en ese contexto el feminismo no podía reivindicar un uso ejemplar del derecho penal. Numerosos estudios pusieron de manifiesto la relación que existe entre la comisión de delitos, incluso los homicidios y asesinatos, y el hecho de vivir en una situación de pobreza o exclusión social. Es bien conocido, por ejemplo, el sesgo racial y económico que muestran las condenas a pena de muerte en Estados Unidos.
El cine social ha difundido ampliamente esta realidad. Las estadísticas del Departamento de Justicia de los Estados Unidos (2011) que analizan la criminalidad de varias décadas, muestran que los jóvenes varones de raza negra, usualmente de escasos recursos, tuvieron más condenas por homicidio que grupos de otra clase social.
La popularidad actual, dentro de la izquierda, del análisis «de clases» de la criminalidad se comprende perfectamente si tenemos en cuenta que una gran parte de la población penitenciaria de nuestro país ha sido castigada por delitos de menudeo de droga. Hay barrios y pueblos enteros en los que la mayoría de la población participa de esta forma de economía ilegal como modo de subsistencia, y esto se ha agravado con la crisis económica, que ha conducido a muchas personas trabajadoras al paro y a muchos pequeños negocios a la quiebra. La economía ilícita es una manera desesperada de hacer frente a las deudas sobrevenidas.

Las estadísticas gritan que los hombres matan, violan y violentan a las mujeres mientras la sociedad hace poco para impedirlo.
La empatía social hacia este tipo de situaciones que abocan a la delincuencia explica la imagen negativa que tiene, en los ámbitos de izquierdas, cualquier alusión a la necesidad de las penas de prisión. En general, la sociedad aplica una óptica crítica a las desigualdades de clases cuando reflexiona sobre las prisiones y las penas, pero es poco habitual incorporar una lectura feminista del delito. Hace tiempo leí en redes sociales a una mujer que contaba que, en su barrio, los chicos que sufren marginación económica asaltan casas y cometen delitos violentos, mientras que las chicas en iguales circunstancias económicas se ganan la vida con la prostitución.
También explicaba que las mujeres de su barrio no suelen cometer delitos, sino que por el contrario, sufren la violencia masculina de sus novios, hermanos, amigos, puteros y proxenetas. Ella se oponía al punto de vista «romántico» de los delitos violentos y a la consideración de la pobreza como justificación, pues las mujeres pobres no suelen ser quienes cometen los delitos sino quienes los sufren en mayor medida.
Considero que hay que rechazar la romantización acrítica de todos los delincuentes. Es injusto que las mujeres siempre estén del lado de las violadas, las asesinadas, las niñas abusadas y las ancianas asaltadas, mientras nos preocupamos por juzgar con guante de terciopelo a los violadores, asesinos, pederastas y otros delincuentes violentos. Leo muchos artículos firmados por amigas feministas que, tras condenar un crimen machista, concluyen su reflexión con un efusivo rechazo al «punitivismo» o destacando que «las penas de cárcel no son la solución».
Me gustaría reflexionar sobre el hecho de que hay áreas enteras del derecho que permanecen en la impunidad, como el abuso sexual infantil o la violencia de género, porque las víctimas son mujeres, su palabra no parece valer mucho y porque el dolor de víctima despierta mucha menos empatía que el dolor del acusado (al que a veces se presenta como si fuese la víctima del caso por el hecho de tener que enfrentarse a la dureza de un proceso penal).
Admito, por supuesto, que las estadísticas ponen de manifiesto que el derecho penal opera como un instrumento de clase al servicio del poder, pero también señalo que las estadísticas gritan que los hombres matan, violan y violentan a las mujeres mientras la sociedad hace poco para impedirlo.
Quisiera que el derecho fuese menos punitivo cuando la pobreza sea la variable principal para la comisión del delito, pero también quisiera que supiésemos ponderar adecuadamente la gravedad de los delitos cometidos por los hombres contra las mujeres en el contexto de una sociedad que reparte los papeles de víctimas y verdugos al igual que reparte los de ricos y pobres.
Reconociendo que la finalidad principal de las cárceles es la reinserción (tal y como señala nuestra Constitución), no hemos de omitir el valor simbólico que tiene el derecho penal. Cuando las feministas salimos a la calle pidiendo que el delito de la Manada fuese calificado como delito de agresión sexual (y no de abuso), sabíamos que no se trataba solo de un asunto de años de prisión, sino ante todo de un debate acerca de la importancia social que se atribuye a unos hechos y sobre el respeto que se atribuye a las mujeres como sujetos.
El movimiento feminista debe poner a las víctimas en primer lugar y debe exigir que el derecho ofrezca a las mujeres las soluciones más efectivas para que podamos vivir con libertad, con seguridad y sin miedo.
El movimiento feminista, en general, está de acuerdo con que se aplique la agravante de género a los homicidios y otros delitos de violencia machista. Sin embargo percibo, simultáneamente, una especie de sentimiento de culpa por el hecho de exigir una severa y contundente aplicación de las leyes, por ejemplo, por el hecho de oponernos a que los agresores sexuales reincidentes campen a sus anchas por las calles. La misma palabra «punitivismo» suena mal y nadie quiere ser acusada de algo semejante. Por supuesto, las penas de prisión no siempre son el remedio más efectivo.
Por ejemplo, en un contexto social en el que casi todas las jóvenes han sido violadas alguna vez por sus novios (la violencia sexual está completamente normalizada en la cultura machista), las elevadas penas tal vez no sean el modo más eficaz para lograr que las violaciones salgan a la luz y tengan consecuencias sociales para los agresores, pues las elevadas penas crean la falsa idea de que las violaciones son hechos raros y excepcionales. Pero aquí quiero hablar de ética y no solo de eficacia.
A veces las soluciones eficaces requerirán «prisión» y otras veces no. Pero en términos éticos, me parece que el movimiento feminista debe poner a las víctimas en primer lugar y debe exigir que el derecho ofrezca a las mujeres las soluciones más efectivas para que podamos vivir con libertad, con seguridad y sin miedo.