Si en este tiempo estamos asistiendo a la caída de varios paradigmas civilizatorios que fueron construidos para mantener el poder de ciertos grupos de privilegiados, cómo entender que se sigan manteniendo términos como el de patrimonio cultural. ¡Ojo! no estamos en contra de aquellos bienes estructurales y simbólicos que han sido transferidos a la sociedad […]
Si en este tiempo estamos asistiendo a la caída de varios paradigmas civilizatorios que fueron construidos para mantener el poder de ciertos grupos de privilegiados, cómo entender que se sigan manteniendo términos como el de patrimonio cultural. ¡Ojo! no estamos en contra de aquellos bienes estructurales y simbólicos que han sido transferidos a la sociedad como herencia, en la que indefectiblemente o al menos hasta que se borre la memoria, los pueblos van construyendo su historia y su vida. Pero ¡por favor! vamos a repensar un poco mejor por qué debemos seguir utilizando aquellas formas que nos recuerdan la terrible exclusión y desigualdad en la que ha transitado normalmente la humanidad por siglos. El patri-monio viene del padre, nunca de la madre, si no sería matri-monio. Porque el padre, siempre el padre, figura de poder, es el sujeto productivo por excelencia y el único que hereda algo. De hecho, la madre, hasta la actualidad, tiene una difusa consideración en su participación y aporte en la construcción de la sociedad, a pesar de que son las madres las que reproducen en la intimidad de sus hogares -y sin que su trabajo sea remunerado o elogiado por la institución pública-, a la fuerza productiva de toda la sociedad. Ellas reproducen la vida.
Las feministas han tenido la lucidez de hacer notar la importancia de este tipo de prácticas, denominadas como de «la economía del cuidado» que poco a poco se van introduciendo en las agendas políticas de la sociedad, no obstante, en la cultura, que debiera ser la vanguardia de la acción política, seguimos atorados en la peor de las apatías, al seguir manejando estos términos. ¿Y cómo designamos entonces, se preguntará? Pues esa es precisamente la cuestión clave de una gestión cultural con alguna consistencia social, la de generar contenidos simbólicos, colectivos, que permitan denominar de otra manera a lo social, y de construir nuevos sentidos y nuevas perspectivas. Aunque se podría contra argumentar que ahora, al hablar de patrimonio, se cambian sus connotaciones y particularismos epocales, y se quiere decir otra cosa.
¿Pues bien, por qué entonces no se habla del patrimonio de los pobres? Claro, es que ¿qué pueden ofrecer los pobres, sino un legado de miseria y dolor? Lo que no se vé es que más allá de la pobreza económica que es lamentablemente real hasta nuestros días, los pobres, las mujeres, y en general los excluidos nos van transmitiendo un legado de resistencia, de dignidad, y alternativas a un sistema excluyente. Por eso, compartimos el criterio de autores como Nino Ramella que hablan de una cultura para la transformación, donde las políticas culturales deben ser un estímulo para el desarrollo social y deben pensar primero en potenciar las capacidades de los sujetos como verdaderos actores del proceso de transformación y no sólo como destinatarios de esos cambios.
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