La muerte de José Cabezalí es el final de otra de las heroicas y desconocidas historias que dejó la derrota de los defensores de la II República. Se dice que fue el último aviador vivo. Quizá queden otros, repartidos entre España y Rusia. La relación alfabética de algunos de ellos -entre pilotos y mecánicos- puede […]
La muerte de José Cabezalí es el final de otra de las heroicas y desconocidas historias que dejó la derrota de los defensores de la II República. Se dice que fue el último aviador vivo. Quizá queden otros, repartidos entre España y Rusia. La relación alfabética de algunos de ellos -entre pilotos y mecánicos- puede consultarse en la excelente página de la Asociación de Aviadores de la República (www.adar.es).
Sin embargo, la memoria es frágil. También la de los testimonios. Entrevisté a Cabezalí el año pasado en su casa y el periplo incluyó mucha insistencia por mi parte para lograr acceder a una persona cansada y mayor. Estaba quejoso por una pensión que no reconocía sus méritos de guerra. Fueron muchas las informaciones que ofrecía. Algunas contradictorias, fruto de esa memoria frágil. El recuerdo de la edad al empezar la guerra, el año y el mes concretos en que tomó el mando de su primer avión, su participación en el operativo que montó el Gobierno para encontrar pilotos, faena en la que no todos estarían dispuestos a arriesgarse.
El año pasado, el anciano Cabezalí rememoró una juventud de vuelos nocturnos de vigilancia sobre Barcelona o el derribo de su avión en Zaragoza, que pudo terminar con su vida. Estaba integrado en la Escuadrilla del Chupete. Eran casi niños. Nítidamente rememoró su frustrada huida, fruto de un sabotaje que impidió que los aviones tomaran vuelo, cerca de la frontera francesa. Apresado, evocó una cierta camaradería juvenil con pilotos del bando enemigo (italianos), tras su detención. Quizá esto le salvó la vida, tras varios años de batalla aérea sin piedad. Con estremecedoras lágrimas, volvió a evocar el horror de las torturas a mujeres comunistas («rojas», se decía) que pudo ver en su periplo por diversas cárceles. Un testimonio oral del infierno que muchos no sólo se niegan a reconocer sino que, lejos de pedir una disculpa, torpedean judicialmente (Garzón tiene abierta una causa en el Supremo, por exponer la verdad).
Me pareció que Cabezalí fue un doble o triple perdedor, que tuvo que adaptarse a la vida franquista. Ni se exilió, ni fue un heroico capitán, seguramente a su pesar. Aguantó estoicamente la lenta agonía que media entre 1939 y la actualidad, cimentada en la incultura general, la falta de valores y la desigualdad. La España de la santificación del más ladrón y sinvergüenza.
Él, que luchó en el aire por una España de iguales, por la consecución de una verdadera libertad para los trabajadores, dejó un país de signo contrario en el que a la fragilidad de la memoria se le une la dificultad para explicar unos hechos como los que él expuso. No interesa.