El verano de 1921 resultó fatídico para la guerra colonial de España en el Rif marroquí, con una derrota en las proximidades de Annual, al oeste de Melilla, saldada con más de diez mil bajas. Después de aquello, muchos jóvenes fueron llamados a filas, entre ellos José Díaz Fernández, que permaneció en África hasta su licenciamiento el año siguiente.
Sus experiencias allí quedaron plasmadas en El blocao, una colección de relatos publicada en 1928 y que Dyskolo acaba de incluir en su catálogo como libro electrónico para suscriptores.
José Díaz Fernández había nacido en un pequeño pueblo de la provincia de Salamanca en 1898, pero pasó su infancia en Castropol (Asturias), localidad de la que era natural su madre, y se estableció luego en Oviedo, donde se ocupó en estudios de derecho y colaboraciones periodísticas hasta su forzada incorporación al ejército. A su regreso, prosiguió con sus trabajos en la prensa y comenzó una militancia política en la izquierda moderada que lo llevó a ser elegido diputado en 1931 y 1936 por el Partido Republicano Radical Socialista, de Marcelino Domingo, e Izquierda Republicana, de Manuel Azaña, respectivamente. Durante la Guerra Civil, Díaz ejerció de jefe de prensa en Barcelona y después se exilió en Francia con su mujer y su hija. Falleció en 1941 en Toulouse, mientras esperaba un visado para viajar a Cuba.
Aparte de su labor periodística y sus recuerdos africanos, José Díaz Fernández es autor también de La Venus mecánica, novela de 1929 en la que describe la sociedad madrileña de aquel tiempo, así como de diversos relatos y novelas cortas. En El nuevo romanticismo, un ensayo de 1930, se rebela contra los excesos vanguardistas y los experimentos formales y aboga por un arte más a la medida del ser humano. En 1935 publicó, con el pseudónimo de José Canel, Octubre rojo en Asturias, un reportaje documentado y ecuánime, especialmente recomendable entre la extensa bibliografía sobre los hechos del año anterior.
Vivencias de la guerra africana
La versión de Dyskolo recoge la nota para la segunda edición, sólo tres meses después de la primera, en la que el autor agradece la buena acogida de público y crítica, al tiempo que aprovecha para exponer su visión de la literatura. En una época de veleidades estilística, Díaz se muestra partidario de cuidar la estética, pero su objetivo son sobre todo las vivencias y emociones de sus protagonistas. Así declara: “Cultiven ellos sus pulidos jardines metafóricos, que yo me lanzo al intrincado bosque humano”.
El Marruecos que el autor conoció es retratado como un mundo opaco y trágico, sin héroes ni grandes individualidades. Respecto al sentido político de la obra, la nota concluye con una confesión reveladora: “Lo que sucede es que mi libro llega a las letras castellanas cuando la juventud que escribe no siente otra preocupación fundamental que la de la forma. El blocao tiene que parecer un libro huraño, anarquizante y rebelde, porque bordea un tema político y afirma una preocupación humana. Me siento tan unido a los destinos de mi país, me afectan de tal modo los conflictos de mi tiempo, que será difícil que en mi labor literaria pueda dejar de oírse nunca su latido.”
Los siete relatos que componen el volumen pueden leerse como capítulos de una novela en la que, según se explica en la nota introductoria: “El argumento clásico está sustituido por la dramática trayectoria de la guerra, así como el personaje, por su misma impersonalidad, quiere ser el soldado español.” Los fragmentos convierten en literatura las experiencias del autor, que aparece con el nombre de “sargento Arnedo”, y sabemos así de su llegada con tropas bisoñas a una de aquellas fortificaciones que se conocían como blocaos. Acuden para relevar a unos veteranos que son recordados luego “feroces y barbudos, con sus uniformes desgarrados, mirando de reojo, con cierto rencor, nuestros rostros limpios y sonrientes.” La sorpresa será ver, según van pasando los meses, cómo los novatos van transformándose progresivamente en una copia de aquellos “robinsones”.
La campaña está por entonces atascada en una guerra de posiciones, con lo que los días traen sobre todo aburrimiento y naipes, y atisbar los movimientos en el aduar vecino. Las escenas bélicas son escasas, y Díaz llega a afirmar: “De mis tiempos de Marruecos, durante las difíciles campañas del 21, no logro destacar ningún episodio heroico.” Cuando el puesto es atacado una vez, usando como anzuelo a una morita que solía acercarse a vender higos chumbos y huevos, después de la refriega la muchacha es salvada por Arnedo de la venganza de sus soldados.
Los personajes que pueblan El blocao los adivinamos extraídos de la realidad y sus recelos e inquietudes nos descubren las de aquellos jóvenes españoles arrastrados a la locura colonial. Son gentes como Villabona, el de Arroes, un ser “elemental y de franciscanismo campesino”, propietario de un enorme reloj que le salvó la vida. Ojeda, el extremeño, encontró en un perrucho flaco que adoptó la ternura que le negaba la guerra y hubo de sufrir en exceso por ello. Riaño, recién ascendido a segundo teniente, era un muchacho “rico, alegre y voluntarioso (…). Para él todo era una juerga.” Tenía una mora de querida que era su mayor orgullo, pero un día ella le atravesó el corazón con una gumía de empuñadura de plata. Pereda, abogado, sin espíritu militar y displicente, se ofreció sin embargo voluntario para una misión suicida: “— ¿Qué más da? Un día u otro…“
El retablo fiel y sugestivo de los militares se completa con una galería de figuras femeninas, pues un autor veinteañero no podía ser insensible a las beldades que vislumbraba en zocos y cabilas. Ellas hacen de contrapunto a la acritud de la guerra, aunque el romanticismo no acaba de cuajar en idilio y la mujer resulta más que nada inalcanzable objeto de deseo y fuente de conflictos. Uno de los fragmentos nos presenta a Angustias López, que en la vida civil del protagonista era una compañera muy radicalizada de militancia comunista. Ella reaparece en Marruecos, traficando armas para los moros y agudizándole las contradicciones al sargento Arnedo.
El blocao saca provecho de las experiencias de su autor y logra acercarnos al tenso ambiente de la guerra colonial con un realismo ajustado y pulcro, no exento de lirismo. En revuelta contra el exquisitismo formal que se estilaba por entonces, la obra marca camino hacia la novela con inquietud social que va a irrumpir en los años 30 y concretamente, en el escenario rifeño, puede considerarse precursora de Imán (1930), de Ramón J. Sender, y La ruta (1943), segunda entrega de La forja de un rebelde, de Arturo Barea. Estos dos libros, nacidos también de vivencias sobre el terreno, heredan el espíritu del de José Díaz Fernández y completan una trilogía desengañada y crítica sobre las penurias de los que eran llamados para dejar su sangre en África.
Blog del autor: http://www.jesusaller.com/. En él puede descargarse ya su último poemario: Los libros muertos.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.