Lanzamos un llamado de emergencia para prevenir una tragedia que podría producirse en cualquier momento en los campos de refugiados de Sabra y Chatila. Estuve allí de visita hace apenas una semana guiado amablemente por el ingeniero Ali Jatib que labora en las oficinas de la UNRWA. Aquel campo de tiendas de campaña construido en […]
Lanzamos un llamado de emergencia para prevenir una tragedia que podría producirse en cualquier momento en los campos de refugiados de Sabra y Chatila. Estuve allí de visita hace apenas una semana guiado amablemente por el ingeniero Ali Jatib que labora en las oficinas de la UNRWA. Aquel campo de tiendas de campaña construido en 1950 para albergar a los miles de refugiados palestinos de la guerra del 48 hoy se ha transformado en una favela de cochambrosos edificios de ladrillos y cemento que alcanzan ya los siete u ocho pisos de altura. No hay otra alternativa para dar cobijo en este espacio tan reducido (3 kilómetros cuadrados) a sus 30.000 habitantes que se hacinan en las más deplorables condiciones – la ley libanesa es muy estricta y no permite obras de ampliación más allá de los límites establecidos. En Sabra y Chatila los servicios públicos como el agua potable o la electricidad son deficitarios hasta tal punto que infinidad particulares se dedican al negocio de reparto de agua en camiones cisterna o a la venta de energía mediante generadores de diésel. Es increíble observar las telarañas de cables que cuelgan de las fachadas y los postes de alumbrado que exageran aún más el caos reinante. Como es de suponer muchísimas personas mueren electrocutadas ante la falta de las más mínimas medidas de seguridad.
Sabra hoy en día no es un campo de refugiados sino un barrio de la municipalidad de Ghobeiry. La mayor parte de la población está conformada por: sunitas libaneses pobres, inmigrantes de Bangladesh, la India, Sri Lanka, Filipinas, Sudán, Somalia, y últimamente los desplazados sirios. Es decir, los estratos más bajos de la sociedad; trabajadores y obreros que en vista de los altos precios de los arriendos se han visto obligados a vivir en las zonas marginales de Beirut.
Ambos campamentos son de libre acceso pues no existe ningún control del ejército libanés. Por lo tanto cada grupo que reside en el mismo se encarga de la seguridad y el respeto de las fronteras internas. En las fachadas de las casas y los edificios todavía se pueden observar las huellas de los bombardeos de la aviación israelí o los estragos causados durante el desarrollo de la guerra del Líbano (1975 y 1990). Según el gobierno libanés los palestinos son los directos culpables de la ruina y destrucción de la «Suiza de Oriente Medio» Para los cristianos maronitas la única solución es exterminar a sangre y fuego a esa «plaga de alimañas».
La entrada el campo de refugiados de Chatila está presidida por la foto de Yasser Arafat adornada con un ramillete de banderas palestinas. El ingeniero Ali Jatib nos va a presentando amablemente a sus amigos y familiares que me brindan una cariñosa bienvenida. Es curioso pero aunque casi todos hayan nacido aquí en el Líbano todavía albergan la esperanza de regresar a los brazos de la madre tierra Palestina. En voz alta nos van confesando de donde son originarios: unos proceden de Haifa, otros de Quesarya, Akka, Nazaret, el lago Tiberiades, las aldeas del monte Carmelo, Majd el Kurum, al-Kabri, al-Najr, Um al-Faray, Al Zib, Al-Basa, Safad, Chaab… La gente que nos franquea el paso nos saluda con una sonrisa al tiempo que con sus manos hacen la V de la victoria. Las paredes de este un gueto ratonera están completamente cubiertas de murales alegóricos a la lucha armada cuyos protagonistas son los heroicos fedayines que enfrentaron al invasor sionista. Caminamos entre túneles y pasadizos que me provocan una intensa sensación de claustrofobia; por esos estrechos laberintos los niños bulliciosos juegan a la guerra con sus pistolas de plástico mientras los ancianos sentados en el portal de sus casas esperan que al menos Allah se compadezca de sus almas. Sólo la justicia divina podrá reivindicarlos. En un muro marcado por los balazos y la metralla algunos jóvenes escriben con un spray frases revolucionarias: «resistencia hasta la victoria» «con nuestra sangre liberaremos a Palestina». Los vecinos transitan casi a ciegas pues saben de memoria el rumbo que deben seguir hacia sus guaridas o madrigueras. En la plaza de la mezquita nos topamos con una grandiosa pintura de Arafat tocado con la típica kufiya y el domo de la roca de Jerusalén al fondo. Al menos los artistas le ponen algo de alegría y color a este entorno tan opresivo. Tampoco faltan las fotos de los mártires que ofrendaron sus vidas en las distintas batallas ya sea contra el ejército libanés, las milicias cristianas, las tropas israelíes o los milicianos chiitas de Amal. La suciedad y los desperdicios adornan este tétrico paisaje más propio de un estercolero. El olor fétido de una alcantarilla atascada me produce náuseas y de inmediato me tapo con mi mano la nariz para no trasbocar. Un hito importante es que la municipalidad del distrito de Ghobeiry, presionada por las ONGs ha construido en un terreno baldío, que hasta hace unos años no era más que un inmundo muladar, un monumento funerario como homenaje a los cientos de asesinados, torturados, y desparecidos de la famosa masacre de Sabra y Chatila cometida en 1982 por las milicias cristiana libanesas «kataeb», bajo la protección del ejército israelí.
En Chatila conviven palestinos de distintas facciones; unos pertenecen a la OLP– los otros al FPLP, Fatha Al Islam, otros de Hamas o la Yihad Islámica. Todos están de acuerdo en que la guerra contra el invasor sionista debe continuar hasta las últimas consecuencias. Es decir, la aniquilación total del estado de Israel. De nada valen las conversaciones de paz con el enemigo pues la única vía posible para liberar a Palestina se circunscribe a la yihad o la lucha armada.
Para quien visita por primera vez Sabra y Chatila lo más aconsejable es hacerlo acompañado por un guía pues cualquier despiste podría meterlo en serios problemas Recordemos que el Líbano es una sociedad dividida por etnias y confesiones y hay ciertas líneas rojas que no se puede traspasar. Y peor ahora cuando el conflicto bélico en Siria se ha extiende peligrosamente al Líbano. Antes de dar un paso en falso lo mejor es analizar con detenimiento las banderas y fotografías colocadas en las paredes o en los postes que nos indican en que zona de influencia estamos: si es la Nasrala de Hezbola, del Imam Mussa Sadr o Nabih Berri del movimiento Amal, de Rafik Hariri de los sunitas libaneses, de los palestinos de la OLP de Arafat, Falta Al Intifada, del FPLP de George Habash, o Shaker al Abssi de Fatha Al Islam o Ahmed Yassin de Hamas.
Esa noche fui invitado a cenar en la casa de Ibrahim, un refugiado palestino exiliado en Inglaterra que se encuentra de vacaciones. Nuestro anfitrión colocó la mesa del comedor en la azotea pues el calor que hace en el interior de las viviendas en esta época del año es insoportable. Desde allí teníamos una excepcional vista de la avenida principal del zoco de Chatila dominado por el trafico incesante de vehículos, las carretilla de los vendedores ambulantes y el gentío que colmaba los comercios, el mercado de frutas, panaderías, carnicerías, tiendas de ropa, de calzado y el rastro de segunda mano. Al caer la noche se encendieron las lucecitas de esos pisos medio chuecos que parecían más bien casitas de juguete. Al señor Ibrahim le habían cortado la electricidad así que prendió varias veladoras y las puso encima de la mesa. En esos instantes no sé por qué me asalto un nefasto presentimiento: Sabrá y Chatila es como una caja de fósforos y sólo hace falta una chispa (un cortocircuito, una colilla o la mano criminal) para que desate un voraz incendio. Aquí hay material de sobra: papel, cartón, madera, plástico, aglomerado, tela, poliéster, basura, gasolina o bombonas de gas para alimentar las llamas del infierno.
No podía quitarme de la cabeza las imágenes del incendio de la fábrica de textiles en Dacca (Bangladesh) que unas semanas atrás dejó el trágico saldo de 900 trabajadores muertos. De inmediato le comenté al ingeniero Ali Jatib mis sombríos augurios a lo que él me respondió con un gesto de indiferencia Según me comentó nadie ha tomado cartas en el asunto; ni las autoridades libanesas, ni la municipalidad, ni los responsables de los distintos grupos políticos. Tampoco existe un plan de emergencia o evacuación de la zona en el caso de presentarse una catástrofe de estas características. Al preguntarle si tenían extinguidores se llevó las manos en la cabeza dándome a entender con este gesto que carecían por completo de los mismos. La estación de bomberos más cercana se encuentra a cinco kilómetros de distancia en el aeropuerto internacional Rafik Hariri y aunque las unidades de rescate llegaran lo más rápido posible la estrechez de las calles y las telarañas de cables eléctricos les impedirían entrar en la zona.
Me aterroricé de sólo imaginar las escenas de pánico: la gente corriendo desesperada intentando escapar de esa trampa mortal, las clásicas avalanchas, aunque lo más letal sería el humo generado por la quema de materiales tóxicos que en pocos minutos causaría la muerte por asfixia a cientos de personas o quizás a miles. La UNRWA, la Media Luna Roja y los organismos de ayuda humanitaria saben que en cualquier momento pude producirse una tragedia de estas dimensiones. Desgraciadamente se muestran incapaces de actuar pues la única solución para garantizar la supervivencia de los habitantes sería evacuarlos a otra zona de la capital. Esta es una decisión política que atañe al gobierno libanés más preocupado en la reconstrucción del centro histórico de Beirut y en reactivar el turismo.
Los propios habitantes de Sabra o los refugiados de Chatila tienen otras prioridades más importantes que resolver como es la falta de trabajo, la alimentación, los servicios médicos, o las pésimas condiciones de salubridad. Bueno, al fin y al cabo, ya han sobrevivido durante 65 años a destierros, invasiones, bombardeos o matanzas indiscriminadas. Lo más indignante es que el gobierno libanés les ha negado sus derechos civiles, políticos o laborales. Así que no les queda más que asumir con resignación su triste destino: ser escombros humanos, carne de cañón y moneda de cambio de las ONGS, la UNRWA o la Media Luna Roja.
Muchos en el fondo piensan que esto no tiene sentido; 65 años abandonados a su suerte por la comunidad internacional y sus propios hermanos árabes, psicológicamente derrotados, hundidos en la depresión y la angustia; huérfanos, desheredados y apátridas. Ya no hay futuro que valga pues su único premio ha sido la miseria y el despojo. Entonces para qué preocuparse por un incendio, un diluvio o el juicio final si más que un castigo es una bendición que terminaría de una vez por todas con esta lenta agonía.
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