El socialismo está de moda. «Ahora todos somos socialistas», declara el Newsweek. Tal y como lo dice la derecha, vivimos actualmente en los Estados Unidos Socialistas de Europa. Pero ¿qué tienen que decir de la crisis económica global quienes se definen como socialistas (y sus amigos progresistas)? Semanas después de tomar posesión del cargo, Steven […]
El socialismo está de moda. «Ahora todos somos socialistas», declara el Newsweek. Tal y como lo dice la derecha, vivimos actualmente en los Estados Unidos Socialistas de Europa. Pero ¿qué tienen que decir de la crisis económica global quienes se definen como socialistas (y sus amigos progresistas)?
Semanas después de tomar posesión del cargo, Steven Chu, ganador del premio Nobel y secretario de energía de Obama concedió su primera entrevista a Los Angeles Times. El periodista le preguntó por el cambio climático. «No creo que la población americana se haya hecho una idea cabal de lo que puede pasar», dijo, describiendo un modelo informático que demostraba que el deshielo en Sierra Nevada será cada vez más rápido en los años venideros. «Estamos considerando un escenario en que ya no haya agricultura en California». Y añadía que tampoco «veo realmente cómo podrían preservarse sus ciudades». Bien.
En el magnífico ensayo de Barbara Ehrenreich y Bill Fletcher, la parte más importante es lo que ha cambiado: primero, el desastre económico nos rodea, pero segundo ─aún más importante─ la oleada de destrucción ambiental se está estrellando sobre nuestras cabezas. Definitivamente, no soy una capitalista libertariana de laissez faire, dice Ayn Rand (¿aún lo es alguien? Alan Greenspan pide la nacionalización de bancos). Pero tampoco estoy muy seguro de ser muy socialista, porque ambas fes se me antojan arraigadas en momentos pretéritos ─momentos en que teníamos algún margen─. Momentos en que el problema era el crecimiento y cómo hacer que éste acaezca y compartir sus frutos.
Ése ya no es nuestro problema. Nuestro problema es cómo lidiar con una crisis que definirá nuestro mundo en el futuro inmediato. En noviembre la Agencia Internacional de la Energía anunció que todas sus halagüeñas previsiones anteriores sobre suministros petrolíferos estaban erradas ─en realidad, los yacimientos petrolíferos se enfrentan a «declives naturales» con un rendimiento del 7% anual─. El combustible era combustible fósil para el fundamentalismo del libre mercado y para el marxismo, y no vamos a tenerlo, o no en la amplitud en que lo tenemos ahora, y en esa amplitud lo que tendríamos sería carbón y no estaremos en condiciones de quemarlo sin provocar aún mayor caos climático. La atmósfera que parió nuestras ideologías aguantaba en torno a 275 partículas de CO2 por millón. Ahora esa cifra es de 387 partículas por millón, lo que constituye la causa del deshielo del Ártico. Nuestros climatólogos más reputados nos dicen que el principal objetivo de cualquier política para el siglo xxi debe ser lograr que ese número descienda por debajo de 350, porque los elevados niveles actuales «simplemente no son compatibles con el mantenimiento de un planeta semejante a uno en que se desarrolle una civilización». Todo lo congelado se derrite en el agua, o algo parecido.
El mundo va a hacerse necesariamente más duro. Tendremos que centrarnos, mucho más que en el pasado, en bienes esenciales, como la comida y la energía. Creo que necesitaremos encontrar nuestro sustento más localmente, reduciendo las debilidades inherentes de una gran economía mundializada. En este momento menos del 1% de estadounidenses trabaja en la agricultura, esto es, una cifra que tiene que aumentar. En la medida que el estado puede contribuir, es alejándonos del combustible fósil que nos garantiza el peligro: un límite severo en el carbón realizará más rápidamente la transición que necesitamos, a pesar de que será difícil de soportar. En realidad, la única manera de aguantar la transición será con un renovado sentido comunitario. El verdadero veneno de las pasadas décadas ha sido el hiperindividualismo que ha dominado nuestra vida política, la idea según la cual todo trabajo sale mejor si no pensamos ni un ápice en el interés común. Al cabo, eso es lo que ha perjudicado a nuestra sociedad, a nuestro clima y a nuestras propias vidas privadas. La primera y última esperanza es el resurgimiento de una política que nos pida trabajar juntos. Vislumbramos algún destello en la campaña de Obama, que fue al menos tan interesante como el propio candidato. Espero que vislumbremos más destellos de ese tipo en los años venideros.
Bill McKibben es un especialista en asuntos de ecología política, y colabora habitualmente en distintas publicaciones como Mother Jones y The Nation .
Traducción para www.sinpermiso.info : Daniel Escribano