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Las migrantes son tratadas como fuerza temporal de trabajo

Segregación por sexo y etnia en las campañas agrícolas

Fuentes: Diagonal

La integración de las personas migrantes en la agricultura es desde hace años un debate recurrente en las campañas de verano. La autora se acerca a sus condiciones de vida y cuestiona algunas ‘soluciones’ puestas en marcha por la Administración. Desde que se desencadenara el conflicto racista en los campos de El Ejido, el debate […]

La integración de las personas migrantes en la agricultura es desde hace años un debate recurrente en las campañas de verano. La autora se acerca a sus condiciones de vida y cuestiona algunas ‘soluciones’ puestas en marcha por la Administración.

Desde que se desencadenara el conflicto racista en los campos de El Ejido, el debate sobre la integración social de las personas inmigrantes en la agricultura intensiva ha cobrado un especial interés para políticos, expertos académicos y asociaciones de y pro inmigrantes. Hoy día existe cierto consenso a la hora de reconocer la situación de segregación étnica que todavía se vive en la agricultura almeriense, aun sin olvidar las enormes diferencias entre las posturas críticas que denuncian la incapacidad de la sociedad receptora de ofrecer un modelo de integración socio-cultural y aquellas otras que, desde la óptica del racismo culturalista, continúan situando a los propios inmigrantes como responsables de ‘su inadaptación cultural’.

La visión que se tiene de la agricultura onubense es, sin embargo, bien distinta. Precisamente las políticas de contratación en origen, de las que ya tuvimos ocasión de hablar en un artículo publicado en el nº 80 de este periódico, han sido presentadas como la ‘gran solución’ para evitar un posible estallido similar al de El Ejido. Una solución que en la práctica no ha sido otra que la de desplazar a la mayoría de los antiguos trabajadores marroquíes y subsaharianos que llegaban a Huelva siguiendo el ciclo de las campañas agrícolas y contratar a nuevas temporeras inmigrantes bajo unas políticas en las que se asocia la idea de ‘inmigración legal, regulada y ordenada’ con ‘inmigración no conflictiva e integrada’.

Uno de los primeros problemas que se les presentan a las temporeras en el modelo de integración social promovido desde estas políticas es el relativo al alojamiento. Aunque efectivamente el empresario está obligado a garantizar viviendas a las trabajadoras, éstas se ubican en las fincas, a varios kilómetros de los pueblos y alejadas de las rutas de transporte público. Situación que obliga a las temporeras a caminar durante horas por carreteras sin iluminación y muchas veces sin asfalto para hacer las compras o disfrutar de su tiempo libre. Al mismo tiempo, constituye un elemento de aislamiento que obstaculiza la interacción con la población local y dificulta su acceso a los servicios sociales.

A ello debemos sumar las condiciones de las viviendas, generalmente pequeñas, teniendo en cuenta el número de trabajadoras que se alojan en ellas (una media de 12 mujeres que duermen en literas) y con escasos muebles y electrodomésticos para cubrir sus necesidades. Al no contar con armarios, deben guardar las maletas con la ropa debajo de las literas. El tener sólo una nevera les obliga a realizar varios viajes semanales a los pueblos pues tan sólo tienen espacio para pequeñas compras ; al igual que deben esperar largos turnos para poder cocinar o ducharse. Tampoco están aisladas del frío y muchas de ellas, al tener ventanas de aluminio sin cristal, carecen de luz natural.

Otro de los problemas reside en el sistema empleado para organizar las viviendas, a partir del cual se distribuye la mano de obra en función del sexo y el origen étnico. Se considera que hombres y mujeres no pueden compartir alojamiento por una cuestión de intimidad y por las supuestas facilidades que las mujeres tienen para organizarse en casa y en la convivencia diaria. Por otra parte, la separación en función de la nacionalidad y el origen étnico es presentada como una medida para evitar los conflictos de competitividad -entre polacas y rumanas- y de ‘choque cultural’ -entre las mujeres del Este y las mujeres marroquíes-.

Se activan aquí los viejos prejuicios racistas que definen a estas últimas como diferentes e incompatibles culturalmente. No deja de ser significativo que se tienda igualmente a separar a las mujeres rumanas de sus compañeras de etnia gitana siguiendo los mismos argumentos. Nos encontramos, pues, ante un modelo residencial que se traduce en una fuerte segmentación sexual y étnica de la convivencia que, a la vez que divide, desmoviliza a las trabajadoras.

Mecanismos de control

Estas medidas de segmentación han venido acompañadas de un conjunto de normas y mecanismos de control que prohíben la entrada de personas ajenas a las fincas (especialmente hombres) y el consumo de alcohol en las mismas, que limitan el horario de llegada de las trabajadoras a las viviendas y que controlan sus salidas nocturnas, lo que supone una clara invasión de sus espacios y tiempos privados más allá del trabajo. Todos estos elementos vienen a poner en tela de juicio el modelo residencial y de integración social que se promueve en la actualidad desde la agricultura intensiva onubense. Un modelo que, lejos de garantizar el pleno reconocimiento de los derechos de ciudadanía de las mujeres inmigrantes, las concibe como meras trabajadoras invitadas de temporada.