Los gobiernos tratan de controlar permanentemente la percepción pública (hacia hechos o acontecimientos, situaciones, personas individuales, colectivos y naciones, con o sin estado) y utilizan esa percepción global de la opinión pública para dirigir en uno u otro sentido su política interior o exterior, según el caso. Esa percepción puede sustentarse en cualquier cosa: obviamente […]
Los gobiernos tratan de controlar permanentemente la percepción pública (hacia hechos o acontecimientos, situaciones, personas individuales, colectivos y naciones, con o sin estado) y utilizan esa percepción global de la opinión pública para dirigir en uno u otro sentido su política interior o exterior, según el caso. Esa percepción puede sustentarse en cualquier cosa: obviamente en la propaganda y la mentira, a veces en la realidad, y otras incluso en la muerte. La alteración de la misma puede generar caos y desorden para el Gobierno que la sufre, o anunciar el desembarco de un nuevo orden. La utilización del término «desembarco», es, lógicamente, interesada también en nuestro caso, porque el objetivo de este editorial es analizar cómo un hecho puntual (o casi, nos referimos al asalto mortal de comandos israelíes a la flotilla humanitaria con destino a Gaza) en un contexto conocido y hasta cierto punto estático puede alterar la percepción de la opinión pública mundial hacia un gobierno, en este caso el israelí.
En la madrugada del pasado lunes, fuerzas navales israelíes interceptaban la flotilla con ayuda humanitaria fletada por una ONG turca con destino a la sitiada Gaza. Primer resultado: al menos 9 ciudadanos turcos muertos y centenares de activistas sin más armamento que ayuda humanitaria y solidaridad detenidos y expulsados por el Gobierno israelí, que cuenta con dos protagonistas en esta crisis: el primer ministro, Benjamin Netanyahu, con un perfil bien conocido; y el ministro de Asuntos Exteriores, el ultraderechista Avigdor Lieberman. Fue este último, precisamente, quien ayer volvió a dejar las cosas claras ante el anuncio de que un barco irlandés, el «Rachel Corrie», se dirigía hacia Gaza con otro grupo de activistas a bordo, incluida la Premio Nobel de la Paz Mairead MacGuire: «Pararemos el buque y cualquier otro barco que intente desafiar la soberanía de Israel». Así lo hicieron, en este caso sin disparos.
El Gobierno israelí ha percibido la Flotilla de la Libertad y su objetivo de romper el bloqueo a Gaza como una provocación, visto que su intento de presentarlo como la acción de un grupo violento y armado al servicio de Hamas tuvo una credibilidad nula ante los gobiernos afectados (con ciudadanos en la flotilla solidaria) y, en general, ante la Unión Europea y Estados Unidos. Su decisión de lanzar un asalto armado absolutamente desproporcionado e injustificable para todo el mundo y, en consecuencia, su imposibilidad de presentarse como «víctima», anuncian consecuencias políticas impredecibles para el actual modelo de Estado israelí.
La situación la ha definido con una visión histórica realmente esclarecedora George Friedman en un artículo titulado «Flotillas y guerras de opinión pública». Friedman sitúa en perspectiva dos hechos: por una parte, el escenario «Exodus», concebido como un ejercicio de propaganda sionista contra el poder británico que controlaba por aquel entonces Palestina (en 1947 los británicos detuvieron el barco «Éxodo» en el puerto de Haifa; los 4.500 sobrevivientes del Holocausto que iban a bordo fueron devueltos a Alemania en naves británicas, y todo comenzó a cambiar para la opinión pública, para el mandato británico en la zona y, desde luego, para los palestinos); y, por otra parte, el factor turco. El primer escenario revela cómo la creación y utilización de la percepción pública puede desembocar en transformaciones radicales en un escenario concreto. Anticipar que algo así puede ocurrir ahora tras el asalto mortal al buque «Mavi Marmara» es, sin duda, osado, pero éste y otros factores, como el ya mencionado de Turquía, pueden colocar en un brete al Gobierno israelí. Ankara es un elemento clave en esta crisis, puesto que la muerte de ciudadanos turcos bajo disparos israelíes ha obligado a su Gobierno a reducir al mínimo su relación con Tel Aviv. El aislamiento de Israel podría ser mayor si Barack Obama plasma su irritación con la actitud reciente de Benjamin Netanyahu en algo un poco más sólido que la irritación gestual y retórica y si, además, la Unión Europea acompaña de algún modo a Washington en ese giro.
¿Cuánto aislamiento puede soportar Israel? ¿Va a quedar realmente aislado? Son preguntas que sugieren mucho pero que, todavía, tienen poco sustrato para pensar que pueden convertirse en augurio de algo más sólido. Israel siempre ha demostrado su capacidad para mantener la presión sobre sus aliados (aunque invada Líbano, por mucho que arrase Gaza), pero quizás, por una vez, no ha sabido calibrar correctamente las consecuencias de sus actos ante un desafío «diferente» que él mismo ha convertido en «provocación» para sí mismo.
Y, aunque apenas se ha llevado una mención en este editorial, la Unión Europea es otra de las víctimas claras de la locura israelí: ni Catherine Ashton, Alta Representante Europea para la Política Exterior ni, desde luego, la patética presidencia española del Consejo de Ministros de la Unión, con Zapatero a la cabeza, han estado a la altura de las circunstancias ante el asalto (con resultado de muerte), detención y expulsión de cientos de activistas, muchos de ellos ciudadanos comunitarios. De nuevo, más que de diplomacia europea debe hablarse de ridículo global europeo. La UE ha preferido volver a cerrar los ojos. Y eso también tiene consecuencias.