Para muchos activistas sirios, la revolución armada es una consecuencia lógica de la violencia lanzada por el régimen, pero otros muchos se sienten rehenes de una situación que amenaza con devorar los principios por los que se levantaron. Uno de ellos era Mustafa Karman, asesinado en una explosión días después de la entrevista con Periodismo […]
Para muchos activistas sirios, la revolución armada es una consecuencia lógica de la violencia lanzada por el régimen, pero otros muchos se sienten rehenes de una situación que amenaza con devorar los principios por los que se levantaron. Uno de ellos era Mustafa Karman, asesinado en una explosión días después de la entrevista con Periodismo Humano.
Desde hace 20 meses, cada viernes Mustafa Karman y sus amigos -activistas suníes, chiíes, ismailíes, kurdos, cristianos y alauíes- convocaban una manifestación en el barrio de Bustan al Qasr, en Aleppo, conocida por criticar a todos los frentes, tanto la dictadura como al Ejército Libre de Siria. Una marcha pacífica donde las únicas armas son las voces de quienes corean consignas a favor de la libertad y la unidad nacional, y donde los únicos uniformes que se pueden atisbar son las banderas revolucionarias que envuelven a los asistentes.
Cada viernes, después de la cita semanal, Mustafa y sus amigos se reunían para discutir los progresos y retrocesos de la revolución que ellos ayudaron a iniciar. El pasado día 17, sin embargo, no hubo tiempo para ello: 10 minutos después de su término, un proyectil de mortero tiñó de sangre la protesta acabando con la vida de uno de los activistas más lúcidos y comprometidos de Aleppo o, como le define uno de sus amigos, un hombre «estricto moralmente hasta un extremo irritante».
«Lo último que recuerdo es haber visto a Mustafa y su esposa, Maha, tomándose fotografias», explica Hamid, un joven de Aleppo que resultó milagrosamente ileso en el ataque. «Habíamos empezado la marcha gritando Por favor, hermano, deja tus armas a un lado, y había terminado sin incidentes. La multitud se dispersó y sólo nos quedamos un grupo de jóvenes, entre ellos los miembros del grupo de Mustafa, Jaque Mate».
Otro de los activistas, Mohamad, disparaba su cámara encuadrando a la pareja cuando una sorda explosión reventó la normalidad en mil pedazos. «Miré hacia el lugar de donde provenía el sonido y vi piedras volando por el aire. Me volví y justo detrás mío había un hombre con una grave herida en la cabeza. Corrí por la calle principal, en dirección al grupo. Vi a una periodista danesa tirada en la calzada, la recogí y la llevé a un pequeño comercio. Entonces empezaron los gritos. […] Escuché a Maha gritar muy fuerte y salí a ver qué estaba pasando».
Hamid describe una escena dantesca. Heridos, sangre, miembros amputados y cadáveres. El contó hasta ocho cuerpos sin vida, entre ellos el de Mustafa, cuya esposa gritaba desolada a sus pies. Los heridos se contaban por decenas -al menos 50, según su testimonio- y terminarían colapsando el hospital del barrio. Mohamed terminó con la mano destrozada; uno de sus mejores amigos, Amir, se practicó a sí mismo un torniquete para no ralentizar el rescate de víctimas: dos dedos de su pie izquierdo habían quedado seccionados.
En Siria y en las redes sociales, mucho se habla estos días de Mustafa Karman, ese hombre «irritantemente estricto» en sus principios, activista generoso y comprometido que tuvo, como tantos otros, la posibilidad de abandonar una Siria que se desangra y optó por permanecer con el objetivo de acabar lo que habían comenzado. Marcell Shehwaro, activista cristiana de Aleppo y estrecha amiga de Mustafa (entrevista por Periodismo Humano el pasado julio), escribía tras conocer la noticia de la muerte: «A mis amigos de Essex [donde reside temporalmente]. No asumáis que sabéis lo que es ser sirio, porque vosotros no tenéis que examinar cada vídeo en YouTube para saber si vuestros amigos están heridos, o para descubrir que dos de vuestros mejores amigos han resultado heridos por una bomba que el régimen lanzó sobre su protesta. Horas después, Mustafa fallecía. Sólo se había casado un mes atrás. Sólo tenía 30 años (…) Estoy enfadada de una forma que no podéis entender. Vivo atenazada por el miedo a perder a toda la gente a la que he querido a lo largo de mi vida, y si llamo a alguien y su teléfono está fuera de cobertura, asumo que ha muerto o ha sido arrestado».
Ese era el ánimo entre los activistas de Aleppo tras el bombardeo de la marcha del aciago viernes, muy diferente al que esta reportera pudo constatar apenas unos días antes de la explosión, cuando Mustafa y sus amigos elaboraban un discurso realista, moderado y ajeno a victimismos que devolvía la fe en la revolución pese al secuestro que ésta ha padecido a manos de la violencia.
En cada conversación y en cada actuación, Mustafa destacaba por sus firmes convicciones en la no violencia y por lo consciente que era de los peligros potenciales del momento que vive Siria. Mientras sus compañeros justificaban el uso de las armas, el joven se revolvía incómodo en el suelo, donde se sentaba con las piernas cruzadas. Cuando los demás se animaban pensando que los yihadistas extranjeros se marcharán de Siria cuando todo acabe, él torcía la cara con gesto sombrío antes de decir que estaba en desacuerdo.
Eso no le impedía seguir trabajando por la comunidad. Pocos días antes de su muerte, Mustafa convocaba, mediante las redes sociales, a unos 30 activistas de Alepo para organizar una campaña de recogida de basuras en el barrio de Bustan al Qasr -el mismo donde perdería la vida- destinada a impedir enfermedades: tal es el problema que genera el colapso de los servicios de limpieza municipales. Era una de las actividades de Jaque Mate, su grupo de Facebook, mediante el cual organizaban recogida de libros para los más pequeños, asistían en la formación de aulas clandestinas, recogían dinero, ropa y alimentos para los desplazados por el conflicto y organizaban jornadas de limpieza para evitar que Alepo quede sepultada por la basura.
«También estamos empezando a organizar hospitales de campaña, y hace un mes y medio, antiguos policías que no quieren integrarse en el FSA pero desertaron del régimen comenzaron a organizarse por barrios para impedir que se viole la ley», relataba a Periodismo Humano mientras adecentaba una avenida principal con escaso tráfico. «En este barrio, el 50% de la población ha huído en los últimos 20 días aprovechando una pausa en los bombardeos. Los que aún quedan aquí, no se pueden asomar a las ventanas», decía armado con mascarilla y escoba mientras caminaba entre vidrios rotos y escombros, apuntando a una calle perpendicular desierta por la presencia de tiradores.
La violencia no sólo ha cambiado la fisionomía de Siria, también devora los principios pacifistas que movieron inicialmente la revolución. Para muchos activistas, se trata de una consecuencia lógica de la violencia infligida por el régimen y, por tanto, aprueban y respaldan la actuación del Ejército Libre de Siria (ELS) pese a sus complejidades. «El Ejército Libre es una realidad sobre el terreno que hay que aceptar. Durante seis meses, nadie nos ayudó mientras nos mataban en las manifestaciones. Ahora bien, sólo les apoyo si se unen en su lucha y conforman un consejo militar que tome decisiones, ahora mismo son pura milicia», explica Absi, un periodista económico hoy implicado en las manifestaciones y la labor social. «En nuestra organización estamos vigilando los crímenes de guerra cometidos por todas las partes, y remitiremos esa documentación a los tribunales». También organizan talleres sobre derechos humanos para impartirlos al ELS, pero el propio periodista admitía la dificultad a la que se enfrenta. «Es muy difícil, son demasiados grupos descoordinados».
El ELS se ha convertido en una mera marca que engloba a todos los grupos armados, desde moderados a yihadistas y desde kurdos o suníes hasta cristianos. También engloba a todos sus combatientes, ya luchen en defensa de los civiles para derrocar la dictadura y siguiendo convicciones morales, combatan por un Estado islámico o cometan exacciones tan horripilantes como las que suelen ser adjudicadas al Ejército de Bashar Assad.
«Yo sí me siento secuestrado por esta violencia», lamentaba Mustafa en un pequeño piso alquilado junto a sus amigos en Bustan al Qasr, con las ventanas bloqueadas para evitar la tentación de asomarse a una avenida donde permanecen apostados francotiradores del Ejército regular. «Intentamos trabajar para evitarlo, pero no sabemos si lo conseguiremos. Nos sentimos desesperados, pero debemos seguir trabajando por nuestros ideales».
Sus amigos se revolvían un poco al escuchar sus palabras. «Es así como pienso», respondió Mustafa tajante, con un expresivo movimiento de manos. «La revolución en sí se ha acabado. La intentamos recuperar con cada cosa que hacemos, pero es demasiado duro. Nos la ha arrebatado la gente que ha tomado las armas, y a ellos no podemos controlarlos. Aunque no debemos generalizar, hay mucha gente buena en el ELS».
Uno de sus compañeros se encogió de hombros. «Nos encantaría que fuera de otra forma, pero no existe otra manera. Tienen que empuñar armas para que logramos derrocar el régimen», decía Rami sentado en un mullido sofá y encendía el enésimo cigarrilo.
Los primeros seminarios sobre Derechos Humanos impartidos al ELS son casos aislados. «Somos demasiado débiles para convencerles de que no cometan exacciones, de que no torturen. Es algo que sólo funcionará si son los mismos combatientes los que hablan con sus compañeros», continuaba Rami.
El sentimiento general entre los activistas es de responsabilidad, pero no de culpa. «Somos quienes empezamos esta revolución desde las universidades y somos quienes debemos acabarla. No lamentamos en absoluto lo que está ocurriendo porque no es nuestra culpa, sino del régimen», aduce Lamia, una de las mujeres que, como sus compañeros, organizan las manifestaciones desde los orígenes de la protesta. «Cuando comenzaron los combates, por dos meses nos quedamos en casa. Ahora tenemos que hacer algo por los demás, que están tan asustados como nosotros».
De ahí que los activistas lancen campañas de ayuda humanitaria y sigan convocando manifestaciones, una hora de libertad y consignas que les convencen de que la sangría merece la pena. Protestas como la celebrada el 9 de noviembre, a la que pertenecen las imágenes que ilustran este reportaje, donde se repartían críticas a todos los bandos. «El gobierno en el exilio seguirá siempre en el exilio», podía leerse en una pancarta. «Nuestras diferencias políticas incrementan el radicalismo», rezaba otro cartel. Una enorme banderola revolucionaria incluía los nombres de todas las ciudades sirias, incluidas las alauíes, como ejemplo de la ansiada unidad.
En la marcha se podían escuchar vivas a la facción armada rebelde. «Apoyamos al ELS porque nos defienden», estimaba uno de los manifestantes, también miembro del grupo Jaque Mate. «El régimen de Assad no es alauí, va más allá de las sectas. Es un régimen criminal y por eso queremos derrocarlo». Fadi, el joven universitario que se expresaba de esta manera, decía ser consciente del peligro que implica la presencia de muyahidin en Siria, sobre todo dado que, en el imaginario salafista, el país es de una importancia clave. No sólo el fundador intelectual del salafismo, Ibn Taimiya, era de Damasco: Siria, junto a Jordania, Líbano y Palestina, conforman Bilad al Sham, la Gran Siria, la histórica región donde los yihadistas esperan construir su nuevo Estado islámico.
Hoy, dos grupos salafistas, el poderoso Jahbat al Nosra y Ahrar al Sham, aglutinan en sus filas radicales, combatientes extranjeros y suicidas y se muestran abiertamente afines al ideario de Al Qaeda, poniendo en cuestión el futuro de la revolución una vez que sea derrocado el régimen. Recientemente se han desmarcado del nuevo consejo opositor en el exilio y han pedido la instauración de un Estado islámico en Siria, en colisión con las demandas seculares y democráticas de los manifestantes.
Para Absi, la responsabilidad de la presencia de yihadistas es del régimen y de los países extranjeros a quienes acusa de promover el sectarismo. «Si los salafíes hubieran venido antes a Siria, nadie les habría escuchado. Ahora, la desesperación, la inseguridad y la falta de ayuda nos empuja hacia ellos».
«Por supuesto que tenemos miedo de organizaciones como Jahbat al Nosra, pero creo que los combatientes extranjeros se marcharán cuando hayamos derrocado al régimen. La situación en Siria es muy diferente a Irak, donde había líderes sectarios. Aquí no tenemos semejante cosa, ni la población tiene voluntad de enzarzarse en una guerra civil», aducía Fadi. Mustafa, sin embargo, no compartía ese optimismo. «Yo no creo que tengan intención de marcharse. Siria es demasiado importante para ellos».
Sus compañeros buscaban razones para restarle importancia a la amenaza integrista. «La gente ha comprendido que podemos derrocar al régimen, y ahora sabemos que también podremos derrocar a cualquiera que venga a imponernos su ley», continuaba Lania. «Hay un aumento del radicalismo, pero nadie quiere hablar del aumento de los moderados, de gente como nosotros que no hemos abandonado la lucha pacífica. Es posible que algunos se radicalicen desde un punto de vista religioso, pero la mayoría sólo queremos un cambio político que nos devuelva la libertad», apostillaba Nidal, de 25 años.
«Al principio yo sí apoyaba a los extranjeros que venían a combatir, porque necesitamos ayuda de forma desesperada. Ahora me dan miedo los muyahidin», explica Mariam, de 22 años. La joven no luce velo, y en las protestas de los viernes este detalle suele traerle críticas. «Me dicen que me cubra, y yo les respondo que no lo voy a hacer. Nunca lo he hecho antes en Siria y tengo derecho a seguir haciéndolo. Por eso luchamos, por tener la libertad de hacer lo que queramos».
Los desafíos son innumerables. «Por supuesto que nos dan miedo los extremistas. Los activistas estamos intentando evitar que los radicales se apropien del vacío dejado por el régimen, pero no podemos ser eficaces. Les combatimos mediante medios pacíficos, ganándonos a la gente y apoyándola para que se sienta arropada en lugar de acudir al amparo de los salafíes», explicaba Absi. «La ausencia de una estructura civil organizada hace que los activistas estemos marginados».
El periodista lamentaba lo difícil que resulta enfrentarse a los radicales dado que «están bien financiados y apoyados desde el exterior, mientras que nosotros sólo tenemos proyectos en la mente». Culpaba a la oposición en el exilio de ser completamente ineficaz sobre el terreno. «Hay un serio problema de representatividad. La oposición en el interior no se siente arropada por los opositores en el exilio, que son vistos como revolucionarios en el más romántico sentido de la palabra pero que ignoran los problemas reales a los que se enfrenta esta revolución». «La gente no necesita más líderes, lo que necesita es un proyecto, una alternativa en torno a la cual unirse».
Jóvenes como Mustafa y sus amigos representaban esa alternativa. «Mírelos. Suníes, cristianos, ismailíes, kurdos unidos… Ellos son Siria», decía con orgullo Ghassan, otro destacado activista, cuando los componentes de Jaque Mate se alejaban por las calles de Bustan al Qasr tras la entrevista. Una generación educada, tolerante, secular y solidaria que está siendo aniquilada por las bombas.
Fuente original: http://periodismohumano.com/en-conflicto/siria-el-activismo-secuestrado.html