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Sobre el Eros y la violencia de género

Fuentes: Página 12

Freud, en el más profundo de sus libros, propone que la cultura surge de la represión de los instintos, que esa represión produce un malestar insoluble en las sociedades y que la historia se desarrolla en la modalidad de un antagonismo incesante entre los dos elementos constitutivos de la condición humana: la pulsión de muerte […]

Freud, en el más profundo de sus libros, propone que la cultura surge de la represión de los instintos, que esa represión produce un malestar insoluble en las sociedades y que la historia se desarrolla en la modalidad de un antagonismo incesante entre los dos elementos constitutivos de la condición humana: la pulsión de muerte y el Eros. Entregado a un pesimismo que era el de los mejores sujetos de su tiempo (el ensayo es de 1930, sólo tres años antes de la llegada de Hitler a la Cancillería del Reich), termina por confesar el casi imposible triunfo de Eros sobre su enemigo: la pulsión de muerte. La que se establece entre Eros y pulsión de muerte no es una simple relación binaria. Los dos elementos están internamente sobredeterminados. Sin embargo, como tantos otros grandes pensadores, la propuesta es la de la lucha entre el Bien y el Mal. Eros es el Bien. Eros es el amor, la vida, la valoración de los otros. Eros es la lucha contra el sufrimiento y contra la violencia que lo provoca.

Entre los hombres y las mujeres que habitan este cascote que gira alrededor del sol son muchas las relaciones que se establecen dentro del campo del Eros. Eros es la fuerza del amor. El erotismo es el lazo que une a dos sujetos libres, a dos cuerpos sexuados, y hace de ellos una pareja, es decir: una dualidad que forma una unidad en la diferencia. El habitual concepto de pareja expresa eso y algo más: una pareja es la relación de dos seres parejos. El amor es una paridad consentida entre dos sujetos dispares. La pareja, sin embargo, es una ardua construcción. Los seres humanos no son parejos. Y menos los hombres y las mujeres. Pero el Eros impulsa un contrato formidable. El contrato del amor. Yo me entrego al Otro porque lo/la amo. Pero, ¿puedo entregarme por completo al Otro sin perder mi centro, mi identidad? La relación de amor requiere -para ser libre- que los dos sujetos de la paridad se entreguen al Otro sin dejar de ser ellos. Te amo, pero no me pierdo, no me anulo en vos. Te amo, y lo mejor que puede pasarte es que te ame desde mi libertad. Te amo, con mi cuerpo y con todo mi espíritu, que son uno en la pasión. Te amo y ese amor se expresa totalmente en el sexo, cuando el cuerpo vehiculiza toda mi riqueza y me entrego buscando perderme, llegar al éxtasis culminante y hasta perder mi principio individuationis, no ser yo, no tener centro, estallar en ese punto exquisito en que el placer, la muerte y la locura me llevan más allá de mí. Luego habré de retornar. Y te seguiré amando, pero sin perderme en vos.

La relación de pareja raramente es pareja. Siempre uno de los dos ama más al Otro de lo que éste la/lo ama. En el amor, el que menos ama es el que más domina. Hay uno/una que ama hasta perderse en el ser del Otro, del, precisamente, ser amado. El ser amado, el que recibe el amor del que se entrega más, manipula y domina. Ese polo de la pareja, el que se entrega menos, el que mira la relación desde otro lado, es el que la des-equilibra. La pareja sigue, pero se establece una relación de poder. Sobre todo si el que más ama acepta su subordinación, el dominio del Otro, que no necesita dejar de amar para imponer su dominio. Con amar menos le alcanza. La violencia de género surge cuando el hombre advierte que no logra imponer su dominio. Si no logra dominar porque la mujer que lo ama no lo ama totalmente, no se pierde en él, no se anula amándolo, construye un mundo propio, una subjetividad libre, impenetrable a sus preguntas, a sus pesquizas, buscará dominar golpeando.

Aun al costo de repetirnos busquemos precisar estas cuestiones. Bastará recordar que lo que se repite se piensa dos veces. El amor es la libre y apasionada enajenación de la libertad. Es libre porque es el compromiso que establezco con otra conciencia desde una situación sustantiva, lúcida, que nace desde mí y expresa mi autenticidad. Es apasionada porque no es un acto de la razón, o, al menos, no sólo de la razón, sino que exige el compromiso de las pasiones, y el compromiso del cuerpo, que las vehiculiza, expresándolas. En el amor mi libertad se enajena, porque toda relación de amor con otro ser implica una limitación de mi libertad absoluta. No obstante, es desde esa libertad absoluta que he decidido limitar mi conciencia entregándome a otro ser, que también se me entrega, y con el que establezco un juramento, el de amarnos, que nos limita a los dos, pero es también nuestra superación, nuestro ir más allá de nuestra condición solipcista, de nuestra soledad. Amar no es caer, no es enceguecer, no es entregarse a la irracionalidad. Se ama con todo lo que somos. Nuestro amor se construye, se arma, se trabaja con la pasión, la inteligencia, la paciencia y el laborioso, arduo, y deslumbrante conocimiento de la persona amada. Lejos de cegar, el amor es una fuerza de conocimiento. A nadie conoceré mejor que a la persona que amo, y a través de ese amor descubriré acaso las mejores cosas que ignoraba de mí. Y digo mejores porque somos mejores cuando amamos.

El amor es un pacto de dos libertades. Muchos le temen a esto. Creen que el pacto que implica el amor les hará perder la libertad. Pero la libertad está para usarla. Somos libres para, desde nuestra libertad, comprometernos, entregarnos. La más alta forma del compromiso y de la entrega es el amor, donde mi libertad se realiza y se enriquece con la libertad de la conciencia que se me entrega, libremente, para ser más plena junto a mí. No somos uno. Somos y seremos dos. Nuestro pacto está alimentado por la cotidiana renovación del juramento. Nadie se condena a amar ni a ser amado para siempre. Nuestra libertad pone a prueba y fortalece nuestro juramento. Así, el amor es un trabajo cotidiano. Sé que el ser que me ama dejará de hacerlo si dejo de ser el ser de quien se enamoró. Esto no significa que ya no habré de cambiar, sino que hay un pacto esencial que deberá permanecer a través de todos los cambios y aun las sorpresas de la existencia. Cada día seré otro, porque eso me permitirá sorprender, enriquecer al ser amado. Pero, a la vez, cada día seré el mismo porque no habré de traicionar el juramento primero. Hablamos, desde el primer día, un lenguaje que nos expresa a los dos. Ese lenguaje se habla con las palabras, con el cuerpo, con las ideas. Tiene la modalidad de la pasión, de la ternura y hasta de la agresividad. Es único y existe porque lo he creado junto al ser que amo. No es un lenguaje cristalizado, sino un lenguaje que incorpora -cada día- palabras nuevas. Cuando ya no existan las palabras nuevas, cuando el juramento esencial se realice por medio de las viejas palabras, infinitamente repetidas, el juramento será una áspera cosa y no una vivencia lúdica y palpitante. Ahí, el amor habrá muerto. Y cada uno se recluirá en la libertad triste, inútil, estéril, de los solitarios. El trabajo del amor, del amor entendido como creación constante, es sofocar esa posibilidad, impedirla por medio de la razón, de la pasión, de la inteligencia y la libertad.

Que nadie confunda agresividad con violencia. Los amantes pueden agredirse como se agreden los animales al entregarse al acto de la procreación. Los animales no aman. El amor es el acto espiritual más hondo al que pueda acceder el sujeto humano. Los animales sufren como nosotros (de aquí que la violencia contra ellos sea también parte del Mal), pero carecen de la dimensión espiritual del sujeto humano. Esta dimensión espiritual no hace superiores a los seres que llamamos humanos, pues es por ella que amamos y es también por ella que sometemos a los otros al sufrimiento, a la tortura. Los animales no torturan. Que nadie llame «bestia» a un torturador. Repetimos esta propuesta: las «bestias» no torturan. Torturar es parte de la condición humana. Así, también lo es la violencia de género. La violencia machista. El machista se aterroriza ante la libertad del Otro, de ese Otro incognoscible, para él, que es la mujer. Hay un título de una vieja película: el hombre que entendía a las mujeres. Al ser postulada como un sujeto secreto, ajeno a las posibilidades del conocimiento, la mujer se le vuelve sospechosa al hombre que castiga. ¿Quién es ella? ¿En qué recóndito, clandestino lugar, se le escamotea? Aquí nacen los celos. Los celos se basan en la incapacidad de dominar completamente a la mujer, en la imposibilidad de saber de ella todo lo que ella sabe. Si no nos engaña ahora, sin duda nos ha engañado antes. ¿O acaso conocemos su pasado? Sólo lo que ella nos ha dicho. ¿Qué aventura pasajera, que acto gratuito nos oculta? Cierta vez, una amiga me dijo: «Las mujeres no tenemos pasado, tenemos prontuario».

El agresor machista siempre se escuda en una frase que traslada la responsabilidad a la víctima: «Ellas son las que provocan». Aquí habrá que reflexionar sobre la relación moda-mujeres-violencia de género. Los capitostes de la moda -los que dictan las leyes de cada temporada, ya que cada temporada la moda cambia para que el consumo aumente- deberán responder por qué durante, al menos, los últimos treinta años, el arte de la moda se convirtió en el arte de desnudar a las mujeres. Los «desfiles de modas» sugieren e imponen ya las transparencias, cuando no el desnudo. Fabulosas mujeres desfilan por una pasarela imposible de abordar y hasta dolorosa de contemplar. Ver la imposibilidad genera ira. Es la codicia irresponsable de un capitalismo también irresponsable de las consecuencias que provoca. Esto habrá que verlo mejor. También la relación entre el cine, la televisión y la violencia machista. Rita Hayworth se hizo célebre cuando Glenn Ford le dio una enorme cachetada que sacudió su cabellera pelirroja en Gilda. Richard Widmark se ganó el estrellato en su debut por tirar a una mujer paralítica por una larga, interminable escalera de un edificio de los años cuarenta.

Por ahora bastará con insistir en esto: el castigador machista busca eliminar la libertad de la mujer. Pero las mujeres, las lúcidas y corajudas mujeres que lo hacen, buscan ser cada vez más libres.

Posdata: En la plaza se levantó una pancarta que decía: «No quiero ser la mujer de tu vida. Ya soy la mujer de la mía». Aunque no quieras ser la mujer de mi vida, igual lo serás. Porque no es una decisión tuya, es mía. Con mi amor, con mi deseo, con mi libertad, te elegí como la mujer de mi vida. Si querés ser sólo la de la tuya, todo bien, pero cuidado: la libertad absoluta es la soledad, el encierro en uno mismo. Podés ser la mujer de mi vida aunque no me ames. Sugerencia: Bajen, compañeras, esa pancarta. Es machista. Ningún macho busca una mujer de su vida. El mundo machista es un mundo de hombres.

Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-274370-2015-06-07.html