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Si Eurípides resucitara, Andrómaca se llamaría Maryam, la madre palestina a quien un proyectil israelí mató a cuatro hijos, dos sobrinos y un nieto

Strawberry fields forever

Fuentes: Haaretz

Traducido para Rebelión por LB

Si Eurípides resucitara, Andrómaca se llamaría Maryam, la madre

Aquí están otra vez, al norte de la Franja de Gaza, los campos de fresas de Beit Lahia, que se convirtieron en un instante en campos de la muerte. Las fresas están madurando, los niños que perdieron aquí sus extremidades están sentados sobre el piso de sus casas, los desolados padres que perdieron a sus hijos lloran a sus muertos, un matrimonio guarda luto tras haber perdido a cuatro hijos, un nieto y dos sobrinos, muertos por un proyectil disparado por un tanque israelí aquella terrible mañana de enero de hace un año, el primer día de las vacaciones escolares, cuando los niños se encontraban recogiendo fresas.

Durante el año que ha transcurrido desde la última vez que estuvimos aquí ha fallecido otro hijo de la familia, el mayor de los que entonces resultaron heridos, Mohammed Raban, de 17 años. Entonces lo vimos en el hospital Shifa de Gaza, anestesiado y conectado a un respirador. El portavoz del ejército israelí ni siquiera se tomó la molestia de pedir disculpas y no expresó el más mínimo pesar por el terrible daño inflingido a personas inocentes. Además, no solamente Israel no ofreció ninguna compensación, sino que ahora existe la cruel orden en virtud de la cual los padres que han perdido a hijos -padres que llevaban años trabajando en Israel- tienen de nuevo prohibida la entrada a Israel por orden del Shin Bet, el servicio de seguridad israelí. Las autoridades israelíes han prohibido entrar a Israel a los familiares de los muertos o heridos palestinos por temor de que tomen venganza. Y de esa manera, a la pérdida de los familiares y a los daños físicos aún sin curar hay que añadir la extrema penuria económica y la ociosidad forzosa.

La tolerancia y aceptación con las que [las familias afectadas] encaran la tragedia suscita asombro aquí. La cólera, en la medida en que existe, se dirige sobre todo contra los hombres armados que dispararon sus cohetes Kassam desde los terrenos de la familia. Aquí piden que esos hombres sean procesados. Sólo la madre de los niños, la desolada Maryam, con cuatro hijos, un nieto y dos sobrinos en la tumba, quiere que se lleve ante un tribunal a los soldados que, sentados en el tanque israelí, dispararon sus proyectiles contra los niños que recogían fresas.

Maryam también alberga algunos «buenos deseos» para el primer ministro israelí Ariel Sharon, responsable en su opinión de la muerte de sus hijos. Tampoco puede perdonar a Israel, cuyas autoridades le impidieron estar junto a su hijo Mohammed -que había sido transferido al hospital Beilinson, de Petah Tikva-, durante los 23 días de lenta agonía que el muchacho pasó allí antes de morir.

Trece meses después de aquel terrible día, los cohetes Kassam vuelven a ser lanzados desde aquí, y una vez más el ejército israelí responde bombardeando. Sin embargo, en el ínterin la cercana colonia judía de Alei Sinai, situada en las lindes del campo de fresas y que fue entonces el objetivo de los malhadados Kassam, se ha convertido en una pila de escombros.

El presidente de la Autoridad Palestina Abu Mazen (Mahmoud Abbas) compró un cochecito motorizado para Imad. Shimon Peres le compró unas prótesis para las piernas. El presidente iraní Mahmoud Ahmadinejad le compró otro par de piernas ortopédicas, más grandes y más adecuadas. Sin embargo, Imad se mueve por la casa apoyándose en sus manos. Imad al-Kaseeh, que ahora tiene 17 años, arranca su cochecito motorizado con una llave de la que pende una fotografía de su vecino Jibril, que resultó muerto cuando Imad perdió sus piernas. Jibril era hermano de Ibrahim, cuyas piernas también resultaron cercenadas, como las suyas propias.

La Autoridad Palestina adquirió tres cochecitos motorizados para los tres niños inválidos, que viven en la misma vecindad, de modo que ahora Imad, Ibrahim e Isa pueden moverse por su casa incluso sin piernas. A los tres se las amputaron a la altura de la cadera. Compañeros de destino, vecinos en la invalidez, juntos fueron heridos y perdieron a hermanos y amigos, juntos viajaron a Jerusalén y a Teherán para que les instalaran sus piernas ortopédicas, y ahora pasan juntos sus días, los días de su adolescencia, entre el cochecito motorizado y las prótesis.

Adolescentes en plena etapa de crecimiento, las piernas ortopédicas que les dieron en el hospital Alyn de Jerusalén, a donde fueron trasladados a iniciativas del Peres Peace Center, les quedan ya demasiado pequeñas, aunque las prótesis que les proporcionaron en Teherán, a donde fueron más tarde, todavía les quedan bien. Pasaron mes y medio en Jerusalén con sus padres y tres meses en Teherán. La estancia en Jerusalén les resultó más agradable que la de Teherán, donde permanecieron recluidos en el hotel.

Imad baja las escaleras de su casa apoyándose en las manos. Alcanzó a ver a las personas que dispararon los cohetes Kassam a unas pocas docenas de metros de donde él estaba antes de que se dieran a la fuga en dos coches, justo en el momento en que los niños se disponían a retirar el plástico que cubría las fresas. Incluso antes, estos campesinos habían cercado sus campos de fresas y habían dispuesto guardias para vigilarlos, a fin de evitar que se dispararan Kassams desde su heredad. Sin embargo, aquella mañana del 4 de enero del 2005 los kassamniks se las arreglaron para introducirse en sus tierras subrepticiamente. Cuando el ejército israelí comenzó a responder al ataque, los niños -aproximadamente una docena de escolares que disfrutaban de su primer día de vacaciones- se apretujaron unos contra otros presa del pánico y el proyectil del tanque israelí hizo diana alcanzándolos con un impacto directo que estalló en mitad del grupo.

El espectáculo que se ofreció a continuación a los ojos de Mahmoud al Muhassein, el primer vecino que llegó corriendo al lugar y que evacuó en su coche a dos de los niños heridos, fue dantesco: las extremidades de los niños cubrían la superficie del campo de fresas, una mano yacía sobre una valla, una pierna sobre el suelo, un pedazo desagarrado de carne sobre el muro de la casa, restos esparcidos en todas direcciones y los cuerpos de los niños, tanto vivos como muertos, súbitamente renegridos y cubiertos de cenizas. Se hizo un profundo silencio, rápidamente rasgado por los aullidos de los niños heridos y de sus horrorizados padres, que se precipitaron corriendo al lugar.

A Imad le apuntan los primeros pelos del bigote, es muy introvertido, la mitad de una persona, habla poco; con gran destreza se propulsa por medio de sus fuertes manos hasta su cochecito motorizado, lo arranca y se pasea por el huerto. Su padre le ha construido una habitación en el patio para que no tenga que subir y bajar las escaleras; es una habitación fría y gris cuyas paredes están revocadas pero no pintadas y que sólo contiene un escritorio y un ordenador, regalo de Médicos Sin Fronteras. De la pared cuelga una pequeña fotografía del jeque Yassin, y una pequeña imagen de Arafat está pegada al carrito motorizado. El colchón que le sirve de cama está en el patio, oreándose.

Imad se despertó al cabo de tres días en Shifa para descubrir que había perdido las dos piernas. ¿Qué fue lo primero que pensaste? «Me puse furioso cuando vi que no tenía piernas. Estaba furioso contra mis piernas«. Tras 23 días de estancia en Shifa, donde nos lo encontramos por primera mirando absorto a la ventana del pasillo, junto a las camas de sus dos amigos amputados, lo transfirieron a Alyn, en Jerusalén. Pero Imad creció rápidamente y las prótesis de Shimon Peres descansan inútiles en un rincón de la habitación. En verano fueron invitados a ir a Irán para someterse a otra tanda de rehabilitación, e Imad utiliza de vez en cuando las prótesis que les dieron allí, aunque no hay en Gaza nadie para enseñarle a caminar con ellas.

Una organización benéfica iraní les invitó a ir a Teherán, y allá que se fueron, tres padres y tres hijos amputados. Su escolta iraní les advirtió que no abandonaran el hotel para evitar meterse en líos. Cada dos días acudían al centro de rehabilitación, donde les ajustaban las prótesis y les enseñaban a caminar con ellas. El resto del tiempo lo pasaban prisioneros en el hotel. En Jerusalén eran mucho más libres. Ahora Imad acude tres veces por semana, junto con sus dos amigos, al hospital Al Watani de Gaza para recibir sesiones de fisioterapia, en la medida en que este hospital puede ofrecerlas. Los demás días Imad va a la escuela montado en su cochecito motorizado. De vez en cuando algún amigo viene a casa a visitarlo. Ésa es su vida.

La familia recibe de la Autoridad Palestina 600 shekels [100 euros] al mes en concepto de pensión por invalidez. Ésos son todos sus ingresos. El padre, Yusuf, de 59 años, trabajó durante 17 años como operario del metal en una fábrica de Ashdod que fabricaba camas de hospital. De vez en cuando telefonea al dueño de la fábrica, Dubi, para pedirle la compensación que le corresponde, y Dubi le cuelga bruscamente el aparato. Después de trabajar 17 años juntos. «¿Quizás alguien podría hablar con Dubi?«, pregunta Yusuf con aire indefenso.

El enlosador Abdel Fatah al-Kaseeh enlosó el patio de su casa para que su hijo mutilado, Ibrahim, pudiera desplazarse cómodamente con su cochecito eléctrico. Ibrahim tiene ahora 13 años, es un muchachito con gafas, amputado como su vecino, que es también su primo. El hermano de Ibrahim, Jibril, murió a resultas del incidente, que su padre tilda de ataque. El desconsolado padre, Abdel Fatah al-Kaseeh, trabajó durante 15 años como enlosador para Shmulik Atzmon en Kfar Meishar, un moshav cercano a Gedera, y ahora sólo le queda soñar con regresar a su trabajo, o al menos con recibir la compensación que le adeuda su empleador. Atzmon ha desaparecido y con él se han ido 15 años de trabajo juntos. Pero este enlosador acepta resignadamente y con una sonrisa su amargo destino, el hijo que se le ha muerto y el otro que se ha quedado gravemente inválido. «Uno tiene que olvidar un poco para que toda su vida no gire siempre en torno a lo que pasó«, dice en su buen hebreo de enlosador. «Lo que pasó, pasó por error, y no hay quejas. Dijeron que lamentaban haber alcanzado a los niños, nosotros dijimos está bien, no hay problema, lo pasado pasado está, es la voluntad de Alá. Ahora mimamos un poco a Ibrahim, para que no se aburra, para que no esté inquieto. Lo llevamos de excursión para que tenga una buena vida, le damos todo lo que pide«.

Ibrahim escucha a su padre con aspecto abatido. Hubo un tiempo en que le gustaba jugar al fútbol más que nada en el mundo. Viajaba a Jerusalén con su madre, a Teherán con su padre, viajes para los que no son buenos excursionistas. Aquella aciaga mañana a su padre lo despertó el estrépito de un bombazo procedente del campo, y unos vecinos que se precipitaron a su casa, situada cerca del campo de la muerte, le informaron de que uno de sus hijos había muerto y el otro estaba gravemente herido. Permaneció clavado en el lugar, como paralizado. Después, corrió al hospital donde habían llevado a Ibrahim y no fue a la morgue donde yacía Jibril. Dice que se sentía incapaz de hacerlo. Jibril tenía 16 años cuando murió. Cuando su vecino Al Muhassein llevó en volandas al hospital a Ibrahim y a otro niño, las piernas de Ibrahim ya no estaban unidas a su cuerpo.

Ibrahim e Imad han engordado un poquito durante el último año por falta de actividad, y cuando se lo hacemos observar, el hermano de Ibrahim interrumpe: «Tú piensas con mentalidad israelí. Esto no es Israel. Para esta gente no existen instalaciones para hacer deporte como las que tenéis vosotros«. Afirman que los lanzadores de Kassams ya no se atreven a atravesar sus campos, aunque no lejos de aquí los ataques y contraataques continúan. Dice el padre: «No les arriendo la ganancia si se atreven a asomar sus narices por aquí. Ellos lo saben. Si conseguimos instalar un buen gobierno tal vez podamos llevarlos ante los tribunales. ¿Veis que hay niños en el campo y os ponéis a disparar Kassams? Los llevaremos a juicio. ¿Qué mal hemos hecho nosotros? ¿Qué mal hicieron nuestros hijos? Anda, come algunas fresas, están ricas«. Coloca sobre la mesa un tazón lleno de fresas, las fresas de la ira llegadas directamente del campo de la muerte. Grandes fresones encarnados, dulces, relucientes.

El padre de los muchachos nos recibe con una amplia sonrisa. Como dijimos anteriormente, Kamal Raban perdió cuatro hijos, un nieto y dos sobrinos. Los hijos -Mohammed, de 17 años, muerto dos meses después del bombazo; Hanni, de 15 años y medio, Bissam, de 14 años, y Mahmoud, de 12, muertos en el acto. El nieto -Rajiks, de 9 años. Y los sobrinos -Mohammed, de 16 años y Jabir, de 19. La madre de los niños, Maryam, también sale al patio, cubierta de un velo negro, y la atmósfera risueña se transforma inmediatamente. Le mostramos el artículo que publicamos hace un año y que contiene una fotografía de su Mohammed conectado a un respirador y anestesiado, con una pierna amputada y sin un ojo, recibiendo cuidados intensivos en Shifa. Su rostro se cubre de lágrimas. Oprime sus labios contra el recorte de periódico y besa la fotografía. Kamal, su marido, pide no ver la fotografía. Es demasiado duro para él.

Maryam se quita el velo y deja al descubierto sus ojos centelleantes. Es una mujer grande, fuerte, y de su boca brota impetuoso un torrente de palabras: «¡Que Dios condene a Sharon! Él tiene la culpa de lo que le pasó a nuestros niños. Nos ardieron las entrañas cuando nos prohibieron visitar a Mohammed. ¡Deseaba tanto ver a Mohammed! Todos los primeros ministros, los árabes y los israelíes, ¡ojalá que ardan y sufran como yo! ¡Y los europeos también, porque permiten que suframos de esta forma! ¡Ojalá yazcan en el hospital como yació nuestro hijo, sin su padre y sin su madre a su lado! La madre israelí cría a sus hijos igual que yo. Si algún día me encuentro con Sharon o con Mofaz, nunca les haré daño. Pero a los que estaban sentados en el tanque y que mataron a mis niños, si hubiera quien cocinara su carne, yo me la comería a gusto. Tenían equipos electrónicos, podían ver hasta una aguja en el campo de fresas, ¿y no vieron que los que allí estaban eran niños? Hasta el ejército israelí sabe que no tenemos nada que ver con las acciones que se realizan aquí. Ningún hombre armado ha entrado jamás en nuestra casa. Y de pronto nos castigan de esta forma

«Aunque han matado a nuestros hijos, no creo que fuera capaz de hacer daño a ningún israelí. Nunca he pensado en hacer daño a los israelíes. Los periodistas israelíes vienen a visitarnos, la gente me preguntaba: «¿Cómo es que estás ahí sentada? ¡Pégales!». Yo recibía en mi casa a esos periodistas, les daba fresas y té. ¿Por qué iba a hacerles daño? Somos primos, parientes. Pero, ¿por qué prohíben ahora a mis hijos y a mi marido trabajar en Israel? Yo no culpo a los israelíes. El ejército israelí y los palestinos armados, que se maten unos a otros, pero no a nuestra costa. Hago un llamamiento a todas las madres israelíes para que enseñen a sus hijos a no hacer daño a la otra nación. Exijo a todos los países del mundo que juzguen a los soldados del tanque y ruego a Israel que al menos nos compense económicamente para que podamos subsistir».

«Si los niños muertos hubieran sido hijos de Sharon, ¿habría él permitido que periodistas palestinos se presentaran en su casa y salieran de ella sin un rasguño? Nosotros respetamos a los periodistas. Ellos vienen a hacer su trabajo y les admiramos por venir. Hemos contratado a un abogado para que exija compensaciones a Israel. Estamos pidiendo a los israelíes que se comporten correctamente con el abogado. Nosotros también queremos vivir. Ya basta. Otra madre ya habría enviado a sus hijos a Israel a inmolarse. Pero yo no estoy loca. No queremos tener nada que ver con los Kassams, pero nos han acorralado por todos los lados. No voy a presentarme ante ti con un cañón, pero sí quiero preguntarte una cosa: si los árabes se dispusieran a matar a tus hijos, ¿qué harías? Cuando estoy sentada en el cementerio contemplo las cinco tumbas de mis niños y mi nieto. Nadie tiene cinco tumbas en el cementerio, y a pesar de todo, si el hijo de Sharon y el hijo de Mofad vinieran ante mí y se sentaran uno aquí y el otro ahí, no les haría daño. En cambio, ellos no han tenido ni siquiera el detalle de dejarnos visitar a Mohammed antes de que muriera«.

Durante todo este tiempo Imad e Ibrahim permanecieron sentados, escuchando. Imad, en su cochecito a motor, Ibrahim en su silla de ruedas. Una manta de lana de color marrón cubría sus muñones.

Texto original en:
http://www.haaretz.com/hasen/objects/pages/PrintArticleEn.jhtml?itemNo=683849