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Sujetos colectivos

Fuentes: Rebelión

Clase es una categoría histórica… Ningún modelo puede proporcionarnos lo que debe ser la ‘verdadera formación de clase en una determinada ‘etapa’ del proceso… Lo que debe ocuparnos es la polarización de intereses antagónicos y su correspondiente dialéctica de la cultura… El error previo: que las clases existen, independientemente de relaciones y luchas históricas, y […]

Clase es una categoría histórica… Ningún modelo puede proporcionarnos lo que debe ser la ‘verdadera formación de clase en una determinada ‘etapa’ del proceso… Lo que debe ocuparnos es la polarización de intereses antagónicos y su correspondiente dialéctica de la cultura… El error previo: que las clases existen, independientemente de relaciones y luchas históricas, y que luchan porque existen, en lugar de surgir su existencia de la lucha

(E. P. Thompson, Tradición, revuelta y consciencia de clase, 1979: 38 y 39)


Estas referencias iniciales representan bien mi posición sobre el sujeto de cambio. Comparto con mi colega de la Universidad Autónoma de Barcelona y excoordinador de En Comú Podem, Xavier Domènech, una primera valoración: E. P. Thompson es el historiador más importante, al menos, sobre este tema del sujeto social que se forma a través de su experiencia relacional en el conflicto socioeconómico, la pugna sociopolítica y la diferenciación cultural.

El concepto de sujeto colectivo

Antes de avanzar, una consideración previa sobre el concepto sujeto. En las democracias liberales existe la soberanía nacional o la soberanía popular, en las que el sujeto (soberano) es la nación o el pueblo que constituyen el demos. El sujeto político es la ciudadanía con derechos políticos (excluyendo, por tanto, a los extranjeros residentes), que se expresa (aunque no solo) como electorado. No voy a entrar en ese aspecto general de la soberanía del Estado moderno, que está también vinculado a los procesos de co-soberanías y gobernanzas multinivel, la realidad plurinacional y su articulación, los derechos de las personas inmigrantes o el universalismo de los derechos humanos. Me centro en el tema más específico del sujeto social como la parte de la sociedad que puede ejercer una dinámica de cambio, en particular la clase social en cuanto actor o agente sociopolítico y, de forma similar, la problemática de los movimientos sociales, la activación cívica y la formación de unidad popular en cuanto sujeto colectivo.

El concepto clase social expresa una relación social, una diferenciación con otras clases sociales. Su conformación es histórica y cultural y se realiza a través del conflicto social. Por tanto, es un concepto analítico, relacional e histórico. Existe una interacción y mediación entre posición socioeconómica y de poder, conciencia y conducta, aunque no mecánica o determinista en un sentido u otro. Pero hay que analizar a los actores en su trayectoria, su interacción, su multidimensionalidad y su contexto.

Este enfoque realista y crítico de clase social como actor o sujeto se opone a dos posiciones influyentes entre las izquierdas y fuerzas alternativas. Una, la versión determinista del marxismo economicista de tipo althusseriano, que prioriza las ‘condiciones objetivas’ en su definición y desarrollo, habitual en sectores de izquierda de tradición comunista. No obstante, hay que citar que Alberto Garzón, coordinador de IU, se ha distanciado de esa idea rígida, revalorizando la práctica social y siguiendo a Thompson. Dos, el enfoque constructivista o idealista de ‘pueblo’, que sobrevalora la acción discursiva en su formación, según la teoría populista de E. Laclau, influyente en algunos dirigentes de Podemos.

Además, hay que señalar la diferenciación respecto de otros dos enfoques, de influencia liberal y postmoderna. El primero, la simple estratificación social como un continuum de agrupamiento de individuos, con una explicación funcionalista o adaptativa. El segundo, la simple constatación de la fragmentación postmoderna, individual o grupal, teñida de una justificación mixta o ecléctica de determinismos esencialistas (institucionales, biológicos o étnicos) y culturalismos idealistas.

Por tanto, la tarea interpretativa más importante es el análisis del conflicto social y su expresión sociopolítica desde una óptica de la polarización de intereses y la diferenciación de posiciones sociales, comportamientos, demandas y pautas culturales. Por una parte, el bloque de poder o clase dominante, arropado por las capas acomodadas y sectores conservadores. Por otra parte, la mayoría social subordinada y su diferenciación cultural y su actitud sociopolítica, la ciudadanía indignada, particularmente su parte más activa o crítica. Ello, con sectores intermedios o mixtos. La interpretación de ese diagnóstico tiene impacto en la legitimidad de los liderazgos políticos y sociales. Por tanto, hay una interrelación entre análisis y política. En todo caso, es imprescindible el rigor intelectual y evitar la instrumentalización partidista.

Este tema de la formación del sujeto sociopolítico de cambio, su carácter y el sentido de su trayectoria sociocultural y político-institucional no solo tiene interés analítico o interpretativo. El tipo de diagnóstico es crucial para determinar una línea política transformadora, para encarar el bloqueo y las dificultades del movimiento popular progresista y poder avanzar las fuerzas alternativas en un cambio de progreso. Es decir, afecta a la capacidad estratégica y la legitimidad y el liderazgo de su representación político-institucional, al sentido del proceso político y su carácter democrático-igualitario. La cuestión es en qué medida la teoría social crítica permite acertar con los mecanismos estratégicos de intervención adecuados para una transformación democrático-igualitaria a partir de un diagnóstico realista, superando los prejuicios deterministas e idealistas y sin caer en la adaptabilidad socioliberal. De ahí, que este debate sobre el sujeto de cambio tenga una gran transcendencia, no solo analítica o teórica sino, sobre todo, política, aunque nos situemos ahora en el primer plano interpretativo.

La experiencia de unidad popular

Los grandes movimientos sociales progresistas o los procesos de protesta social más masivos han tenido una composición popular (o interclasista, transversal y frente-populista) de clases trabajadoras y clases medias (incluso de algún sector de las élites dominantes). Esa base social popular es evidente en el movimiento antifranquista de los años setenta, así como en los llamados nuevos movimientos sociales (pacifista, ecologista, feminista -incluido en este 8 de marzo-, vecinal, de solidaridad, etc.), para terminar en el nuevo movimiento popular configurado por el ciclo de protesta social democrático-progresista (años 2010-2013) simbolizado por el 15-M.

Este último proceso de activación popular, en el contexto de la gestión prepotente y regresiva de la crisis socioeconómica y nuevas dinámicas reaccionarias, ha tenido un estilo participativo y unitario y una orientación democratizadora, igualitaria y anti-austeridad frente a la clase gobernante y sus políticas autoritarias y antisociales. Incluye no solo la gran expresión pública en torno al 15-M de 2011 y meses posteriores, sino también las tres huelgas generales (años 2010 y 2012), las distintas mareas (enseñanza, sanidad… de carácter mixto, laboral y sociopolítico en defensa de lo público) y grandes manifestaciones unitarias… hasta la más reciente del movimiento feminista en el 8 de marzo. Es la experiencia democrático-progresista más masiva, con un mayoritario apoyo ciudadano, que ha modificado el sistema político-representativo y su agenda político-social, ha facilitado la configuración de las fuerzas políticas del cambio, así como ha producido un cambio cultural hacia actitudes más justas y participativas y mentalidades más cívicas y solidarias. Dejo al margen los movimientos nacionales y las dinámicas reaccionarias-conservadoras.

La interpretación debe ser realista, relacional y crítica. Hay que superar el determinismo economicista y el idealismo discursivo en la explicación del sujeto popular, sobre todo, para definir mejor la tarea de su consolidación.

Integrar posición de clase (trabajadora) e identidad popular

Demos un paso más en esta clarificación. El propio movimiento sindical (incluidos grupos corporativos) también tiene una composición y un perfil popular. Hoy día no es solo obrero o de clase (trabajadora), como el viejo movimiento obrero, sino más amplio y general. Así, incorpora y defiende a capas medias (técnicas y profesionales del sector público y privado). Además, tiene cada vez más importancia para su representación y orientación la llamada élite o burocracia sindical, compuesta por asesores, expertos y dirigentes con un estatus socio-profesional y una función de mediación y gestión institucional similar a la de la clase media ‘pública’ (al igual que otras organizaciones sociales y políticas relevantes, incluidas las grandes ONGs).

Por tanto, es falsa o unilateral la distinción interesada durante estas décadas entre viejos movimientos de ‘clase’ trabajadora (el sindicalismo, la vieja izquierda) y nuevos movimientos de clase media (pequeñoburgueses, nueva izquierda). Entre las justificaciones se caracteriza al primero como económico y a los segundos como culturales; por supuesto, desde el sesgo economicista, jerarquizador de la prioridad de las transformaciones económicas y sus genuinos representantes (obreros). No obstante, ambos tipos de movimientos, organizaciones y expresiones públicas tienen los dos componentes básicos de redistribución (socioeconómica y de poder) y reconocimiento (simbólico-cultural y de empoderamiento individual y colectivo). Es decir, tienen un impacto sociopolítico y cultural, así como, en la medida que son amplios y profundos, una repercusión estructural e institucional.

En definitiva, esta dinámica de la contienda popular progresista abarca, por una parte, la transformación económica, social y política y, por otra parte, el empoderamiento personal y colectivo y la afirmación cultural y simbólica. Los procesos de dinamización y unidad popular y los de institucionalización son interactivos y se complementan y reequilibran mutuamente.

Mientras tanto, en estas décadas la socialdemocracia se desplazaba hacia la representación de las clases medias. Es el giro centrista de la tercera vía o en nuevo centro. Pero su particularidad no es la simple búsqueda del ensanchamiento de su base social, sino la vinculación con el poder establecido y sus intereses y demandas que culminan en su gestión gubernamental neoliberal. En lenguaje marxista podríamos decir que tienen un carácter de clase mixto (popular y oligárquico) y una posición política ambivalente (dominadora, regresiva y reaccionaria frente a representativa y progresista) que, la mayoría de las veces es lo primero en lo sustancial (socioeconómico y político-institucional, con efectos legitimadores-discursivos), y lo segundo en (algunos) componentes simbólico-culturales para consumo de su electorado progresista. De ahí, la crisis estratégica y de relato de la socialdemocracia. No obstante, la diferenciación alternativa con la socialdemocracia no es por su pretexto de representar (también) a las clases medias o tener un perfil ‘ciudadanista’ al que oponer una posición de clase (trabajadora). La crítica principal desde posiciones alternativas, aunque mantenga cierta representatividad popular, es por ese papel de imbricación con el poder establecido en una dinámica de políticas públicas regresivas con debilitamiento democrático y conciliación, incluso, con tendencias reaccionarias.

Veamos otros factores que dificultan la unidad popular, particularmente el sectarismo. En la tradición de las izquierdas y sectores alternativos se han producido pugnas de distintas élites (viejas y nuevas, o tradicionales y emergentes) por la representación y el liderazgo de ese campo sociopolítico progresista, al menos desde la explosión del mayo francés y el otoño italiano y los movimientos por los derechos civiles en los años sesenta. Ha sido una disputa por conseguir la hegemonía cultural y asociativa y ser eje articulador del conjunto, de tener ventajas de legitimidad para dirigir los procesos de cambio y afirmar el estatus asociativo y político-institucional de las élites respectivas.

Así, en los procesos de conformación de unidad popular o representación político electoral se han generado tensiones y falta de entendimientos unitarios, aunque no en todas las ocasiones ha sido así. En nuestra historia reciente se han conformado dinámicas de confrontación global con los poderosos, aceptación de un interés colectivo o proyecto común y credibilidad de una representación y un cauce articulador unitario, aunque el motivo desencadenante y la representación sociopolítica fuese parcial.

Hay ejemplos significativos de configuración de unidad popular amplia con representaciones sociopolíticas, articulaciones asociativas o coordinaciones político-mediáticas coyunturales y flexibles, como he avanzado antes: desde el movimiento antifranquista, hasta el movimiento pacifista contra la OTAN (con el apoyo de más del 40% de la población en su referéndum contra todo el poder establecido, e incluyendo mayoría ciudadana en Cataluña y el País vasco) o la guerra de Irak, la gran huelga general del 14-D-1988 contra la precariedad laboral y por el giro social o, en fin, los más recientes del movimiento 15-M por la democratización y la justicia social y el movimiento feminista del 8 de marzo por la igualdad.

Unidad desde la pluralidad

La peor fuente de desencuentros ha sido el intento de subordinación de los nuevos movimientos, supuestamente de clase media, al viejo movimiento, supuestamente de clase trabajadora, o la izquierda tradicional, que no ha sido capaz de articular toda esa diversidad. Esa actitud está elaborada desde una visión homogénea y esencialista de clase obrera y su condición económica a la que habría que subordinar los distintos segmentos populares y la diversidad de sus problemáticas socioculturales, de género, étnico-nacionales, etc. Sobre ello se edifica el discurso de la legitimidad de su función de vanguardia legítima del sujeto central del cambio. Confunde el deseo legítimo de unidad de ese conglomerado popular, con la prevalencia prepotente de un segmento y su problemática específica por su supuesto carácter objetivo y representada por una élite particular.

Esa pretensión de injustificado hegemonismo de una vanguardia con el pretexto de auto representar a la clase (económica), evidente durante décadas en Europa, está ya bastante desacreditada, a pesar de su resurgimiento actual. Más, si cabe, ante su impotencia frente a una realidad de fragmentación multicultural y social, relativismo postmoderno o individualización de la relación social, a la que no puede hacerle frente con argumentos convincentes. Así, más allá de evitar la alabanza a esa dinámica dispersa hay que superar las deficiencias políticas y teóricas de ese enfoque uniformizador contraproducente para la acción colectiva emancipadora. Supone una clara incomprensión de la realidad diversa y multifacética de las clases populares y, en particular, de las características, intereses y demandas de las clases trabajadoras, en plural, empezando por las cuestiones de género con la necesidad de una visión integradora, plural y democrática de sus distintas dinámicas.

Esa auto consideración de vanguardia de una base social homogénea ha entrado en crisis por la realidad popular multidimensional, sus escasos vínculos sociales y su limitada capacidad representativa y transformadora. Así, tendencias de la vieja izquierda trataban de ganar su hegemonía organizativa, con su argumento fallido de legitimación ideológica de clase, pero con escasa proyección electoral e incluso en el movimiento sindical de ‘clase’. Es uno de los factores de su declive. Era imperiosa su renovación, ya iniciada, precisamente, en la primera constitución de Izquierda Unida en los años ochenta y ahora con la orientación de unidad popular, y que es imprescindible reforzar para que pueda jugar un papel significativo en el futuro inmediato.

Una derivación todavía más distorsionadora es la asimilación de que la situación de explotación económica es la principal y la subordinación social y cultural es la secundaria y dependiente. Pero la opción para configurar un bloque social alternativo debe tener un enfoque global, integrando la diversidad analítica y real de la situación de dominación y desventaja y la respuesta real de la gente. En el fondo persiste una pugna por constituirse en el eje articulador, sociopolítico e intelectual, de un conjunto popular heterogéneo.

Durante mucho tiempo la mayor tensión se ha producido en su traslación a la hegemonía política y electoral, en particular entre las tres tendencias históricas que resurgen en los años sesenta: la socialdemocracia, la corriente comunista y los sectores de nueva izquierda y movimentistas (incluido los partidos verdes). Ahora, dejando al margen las dinámicas nacionalistas, la competencia y la posibilidad de acuerdos progresivos se produce entre el Partido Socialista, con su ambivalencia, y las fuerzas del cambio.

La sobrevaloración unificadora del discurso

En sentido contrario al determinismo (economicista o biologista) está la sobrevaloración unificadora a través del discurso de una élite interesada. Es la posición idealista o culturalista del populismo de Laclau, que destaca el resultado homogeneizador de un fuerte liderazgo discursivo. Es decir, sobrevalora la acción discursiva de una élite, directamente o a través del poder institucional al que accede, que construye la identidad popular y determina su comportamiento.

Conlleva dos efectos problemáticos. Por un lado, similar resultado impositivo al vanguardismo de clase, sin articular bien la diversidad y el pluralismo. Por otro lado, la dificultad operativa para crear, sumar y converger con distintos actores, así como la incapacidad para ensanchar o ganar credibilidad en sectores no afines, es decir, para conformar un bloque social y político heterogéneo y plural.

Por tanto, esos dos desenfoques, objetivista-economicista e idealista-discursivo, impiden desarrollar mejor la doble dinámica de reconocimiento de la diversidad y respeto a la pluralidad de las capas populares, con la experiencia e interacción unitaria, la capacidad expresiva del conjunto y la acción articuladora de sus sectores más activos, evitando vanguardismos autodesignados.

Por otra parte, los nuevos movimientos sociales han ido afirmando su autonomía respecto de un supuesto interés general que se adjudicaban los viejos actores de la izquierda política y marcando su especificidad respecto del pretexto de su monopolio de la representación del interés común del conjunto asociativo progresista. O sea, se ventila la hegemonía sociopolítica y orgánica de los distintos movimientos sociales y su representación institucional. Y, al revés, ha sido habitual la desconsideración postmoderna de la importancia de las estructuras sociales y el carácter del poder institucional para avanzar de forma unitaria en los derechos civiles, la igualdad social y el cambio de mentalidades.

Esa dinámica se rompe con la superación de la pasividad social y la resignación política ante los nuevos retos que plantean las élites dominantes en su gestión de la crisis sistémica: su carácter regresivo y autoritario. Se conforma una corriente social progresista y crítica, un movimiento popular, unitario, democrático y participativo, representado simbólicamente por el movimiento 15-M y la configuración de un electorado indignado, crítico y distanciado de la socialdemocracia. Y terminan por conformarse las llamadas fuerzas del cambio, incluido Izquierda Unida, con el predominio de la capacidad política, representativa e institucional de Podemos como eje articulador, aunque todavía con cierta fragilidad unitaria y estratégica.

No obstante, para avanzar en su consolidación hay que reconocer y prevenir estas insuficiencias que han llegado hasta los nuevos movimientos populares y en la configuración de su representación político-institucional y en su interior (Unidas Podemos, Izquierda Unida…, junto con sus aliados y convergencias y las candidaturas municipalistas). A ello hay que añadir la complejidad y la ambivalencia de las relaciones con el Partido Socialista, los acuerdos (y desacuerdos) en los ámbitos locales y autonómicos y el objetivo de avanzar hacia una alianza de progreso que abra un nuevo escenario de cambio en España.

Por tanto, se han dado pasos unitarios positivos, pero todavía frágiles, dadas las tareas estratégicas pendientes. Es una dinámica que conviene reflexionar para superar las dificultades, prejuicios y limitaciones teóricas e interpretativas.

Aunque perviven dinámicas sectarias, competitivas, prepotentes y hegemonistas y una cultura particularista, públicamente ha ganado el discurso de la autonomía de cada actor y la importancia de la convergencia o la unidad popular (el ‘frente-populismo’). Ello sobre la base del respeto mutuo, el talante democrático y las demandas, iniciativas y proyectos compartidos, así como con el componente sociopolítico unitario por un horizonte de cambio democrático y de progreso frente a adversarios fácticos poderosos. Es una base positiva para avanzar.

Desde esta perspectiva, es más secundaria la discusión de carácter de clase o popular de los sujetos por su composición. Habría que definirlos por su sentido político y el grado de polarización con el bloque de poder o sus adversarios fácticos. Y, respecto a la formación (mejor que construcción que tiene una acepción más voluntarista desde la nada) de un sujeto o tendencia social (o bloque histórico) se abre otra discusión: ¿Cuál es la realidad previa de los actores realmente existentes, su sustancia relacional y cultural? ¿Cómo se pasa de su relativa pasividad, diversidad y fragmentación a una convergencia activa o unidad popular democrática y antioligárquica? ¿Cómo se fortalece su cultura democrática y de justicia social y, sobre todo, su implicación activa en los procesos participativos de progreso?. Antes de avanzar en respuestas más generales, hay que profundizar en la experiencia del movimiento popular en España, convenientemente interpretada, que ya ofrece algunas enseñanzas.

Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid – UAM. Coautor de La clase trabajadora ¿Sujeto de cambio en el siglo XXI?, ed. Siglo XXI

@antonioantonUAM

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