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Tareas comunes de la izquierda

Fuentes: Gara

A diferencia de lo ocurrido en Argel o cuando el Pacto de Lizarra-Garazi, el proceso político que abrió la izquierda abertzale en Anoeta y que reafirmó la declaración de alto el fuego permanente de ETA tiene lugar en un momento histórico en el que es evidente el agotamiento y la insostenibilidad de buena parte del […]

A diferencia de lo ocurrido en Argel o cuando el Pacto de Lizarra-Garazi, el proceso político que abrió la izquierda abertzale en Anoeta y que reafirmó la declaración de alto el fuego permanente de ETA tiene lugar en un momento histórico en el que es evidente el agotamiento y la insostenibilidad de buena parte del engra-naje político-institucional puesto en marcha en la transición.

Veintiocho años después de que una mal llamada constitución democrática pretendiera ­con la connivencia de la izquierda estatal y de sus centrales sindicales­ zanjar definitiva- mente los objetivos que marcaron la lucha popular contra la dictadura, las aguas desbordan el cauce por el mismo lugar donde se enterró lo que se dejó pendiente en 1975: la república y el derecho de autodeterminación.

La apuesta por la vía política que culmine en el ejercicio democrático de la libre determinación abre la posibilidad y plantea la exigencia de definir las tareas comunes de la izquierda en Euskal Herria y en el Estado español.

La transición dejó intactas las estructuras de poder económico, militar, policial y judicial del franquismo, y quebró, paradójicamente, los pilares de la identidad histórica de la izquierda en el Estado español de los que formaba parte la reivindicación del derecho de autodeterminación de los pueblos. Entre los ejemplos más destacados cabe señalar el informe que en 1970 Dolores Ibárruri presentaba ante el Comité Central del PCE titulado «España, Estado plurinacional», en estricta continuidad con la línea histó- rica que definía con toda claridad José Díaz en junio de 1935, incluyendo como uno de los cuatro puntos del programa mínimo del Frente Popular «Liberación de los pueblos oprimidos por el imperialismo español. Que se conceda el derecho de regir libremente sus destinos a Catalunya, a Euskadi, a Galiza y a cuantas nacionalidades estén oprimidas por el imperialismo de España».

Para la integración de la izquierda estatal ­sobre todo del PCE, el PSOE apenas contaba en aquella época­ en el gran consenso que consagraba la intangibilidad del Estado no era, sin embargo, requisito suficiente aceptar la sagrada unidad de España garantizada por unas Fuerzas Armadas encabezadas por el monarca heredero de Franco, que la Constitución de 1978 establece. Era preciso formar parte del «bloque constitucional» basado en la unidad antiterrorista.

Se configuró para ello un engranaje que se puso en marcha con la Ley de Amnistía de 1977, votada por el PSOE y el PCE, que sepultó en la impunidad los centenares de miles de asesinatos, torturas y persecuciones de la dictadura, incluyendo hechos tan recientes entonces como la matanza de Gasteiz de marzo de 1976 o los fusilamientos del 27 de septiembre de 1975. En este marco se inscribe la aparición, también en 1977, de la Audiencia Nacional. Este nuevo órgano judicial, creado por Decreto-Ley y heredero de las competencias del franquista Tribunal de Orden Público, fue ­en sus comienzos­ duramente criticado. Vale la pena recordar al profesor Andrés de la Oliva quien dijo de ella que era «antidemocrática de nacimiento», o al mismo Peces Barba ­curiosidades que tienen las hemerotecas­ que la calificó de «atentado a un derecho fundamental».

Continuó con la Ley Antiterrorista de 1980, votada también por ambos grupos parlamentarios, hecho que determinó el abandono de su escaño por incompatibilidad ética y política del senador del PSOE y magistrado Joaquín Navarro.

El proceso ha conocido sus momentos más álgidos con el golpe de estado legislativo-judicial centrado en la Ley de Partidos y basado en la «doctrina» que considera perteneciente a ETA a toda persona u organización que defienda semejantes objetivos políticos.

El acto final se escenificó el 13 de marzo de 2004 a las 7 de la tarde, 36 horas después de los atentados de Atocha, cuando se pudo ver tras la misma pancarta «contra el terrorismo» y compartiendo con el Gobierno Aznar la tesis de la autoría de ETA a Zapatero, Llamazares, Frutos, Fidalgo, Méndez, la familia real y Berlusconi.

A partir de ahí, algo imprevisto sucedió. En pueblos y ciudades del Estado el pueblo indignado, sin referentes políticos, retomando las airadas denuncias de «no nos representan», exigía la verdad y aprovechaba las urnas para echar abajo al Gobierno. Se había arrancado la máscara que utilizaba el terrorismo para reforzar la represión y como mecanismo de producir votos. Aparecían a la luz del día los oscuros hilos que sostenían al pelele «antiterrorista». Se hundía la clave de bóveda que había soportado el peso cada vez mayor de un sistema que acumulaba ilegitimidad en directa correspondencia con la agudización de la explotación y el vaciamiento de democracia de la representación política y sindical.

Contra todo pronóstico ganó las elecciones el PSOE encabezado por un Rodríguez Zapatero cuyo liderazgo estaba lejos aún de consolidarse. Los poderes fác- ticos internos y externos no se habían ocupado, como hacen siempre, de cuidar hasta el último detalle la composición de los equipos de gobierno y la búsqueda de una más que dudosa supervivencia política obligaba al nuevo presidente a arriesgarse fuera del férreo cauce por el que transitaron los gobiernos anteriores.

Tras la declaración de ETA y la crisis de gobierno del 7 de abril, la apuesta lanzada por Batasuna en Anoeta ha comenzado su difícil y complejo camino.

Uno de los hechos más relevantes de los últimos treinta años ha sido el proceso, lento pero inexorable, de liquidación política y organizativa del PCE y de IU, convertidos ­tras el paréntesis de Julio Anguita­ en organizaciones clientelares satelizadas por el PSOE, y de transformación de CCOO y UGT en gerencias para asuntos laborales de los gobiernos de turno.

Sin duda en los países capitalistas industrializados se dan procesos semejantes de degeneración de la izquierda, pero en el Estado español hay al menos dos características diferenciales:

­El desarrollo político y organizativo del movimiento obrero y popular alcanzó hasta la transición cotas muy superiores a las de otros estados europeos, incluidos Grecia y Portugal.

­Mientras en el Estado español la izquierda política y sindical se ha hundido, en Euskal Herria ­tras décadas de persecuciones, torturas, ilegalizaciones…­ la izquierda abertzale muestra su enorme capacidad organizativa y de movilización y su penetración en toda la sociedad vasca.

Si bien la aniquilación y/o integración de las organizaciones políticas y sindicales de la izquierda tradicional, constituyen una innegable victoria de las clases dominantes españolas que se expresa en salarios un 28% más bajos que el promedio de la UE, el doble de precariedad y de siniestralidad laboral, frente a unos beneficios empresariales exorbitantes, cada vez es más inquietante para sus poderes fácticos el hecho de que las enormes dosis de violencia social que esta situación introduce carecen de cualquier tipo de representación institucional.

Es en este marco, profundamente dinámico e impredecible en el que puede producirse el hundimiento electoral de IU, al tiempo que continúa, inexorable, el proceso de deslegitimación ante la clase trabajadora de CCOO y UGT. Los más recientes episodios de este último han sido: la firma del acuerdo con la patronal para el despido forzoso de 660 trabajadores y trabajadoras de SEAT y su disposición a respaldar la enésima contrarreforma laboral mientras en Francia la lucha de estudiantes y trabajadores conseguía eliminar el mismo tipo de contrato que aquí introdujeron los Pactos de la Moncloa.

El proceso abierto en Euskal Herria no es de paz, sino de lucha popular, como oportunamente ha señalado Arnaldo Otegi. No podrá culminar sino con la decisión soberana del pueblo vasco sobre su futuro y eso, todos lo sabemos, rompe los inestables equilibrios sobre los que se sustenta el Estado surgido de la transición.

Las reivindicaciones y los contenidos con los que se convocan desde hace tres años las manifestaciones por la III República en el conjunto del Estado (la próxima será en Madrid, hoy mismo) ­derogación de la Constitución monárquica de 1978, cuestionamiento de la transición, reivindicación del derecho de autodeterminación de los pueblos y soberanía popular­ abren caminos que pretenden tanto la recuperación y la actualización de la propia identidad, como hacer posible el diálogo político y el reencuentro con el movimiento obrero y popular vasco. En este proceso, es vital barrer el españolismo parafascista que al calor de la violencia de ETA y con la complicidad de la izquierda institucional (IU, PCE, CCOO y UGT), se ha venido inoculando en amplios sectores obreros y populares.

Solamente la percepción de la unidad de clase y el redescubrimiento en la lucha de los objetivos comunes permitirá deshacer muros de incomprensión entre trabajadores y trabajadoras vascos y del resto del Estado, que han servido, tanto para ocultar y/o intentar justificar el terrorismo de Estado, como para narcotizar la conciencia y los intereses de clase.

La reconstrucción de la izquierda coherente en el Estado español pasa inevitablemente por reincorporar a su código genético la reivindicación del derecho de los pueblos a su libre determinación. Porque es un planteamiento democrático esencial y porque es un requisito indispensable para construir la unidad de clase. Y sobre todo porque nos reúne en un objetivo común, pendiente e insoslayable, y frente al cual nos necesitamos mutuamente: la liquidación del orden instaurado en la transición.

* Ángeles Maestro – Corriente Roja