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Territorio, soberanía y democracia

Fuentes: Rebelión

Incluso los durmientes son obreros y cooperantes de cuanto sucede en el mundo Heráclito, frag. XLI Esta visto que hacen lo que quieren con nosotros. Pese a nuestra individualidad, tan alabada por los poderes, medios de comunicación y empresas, funcionamos como un rebaño -banco de peces en el océano- cuando los asuntos mayores están en […]


Incluso los durmientes son obreros y cooperantes de cuanto sucede en el mundo

Heráclito, frag. XLI

Esta visto que hacen lo que quieren con nosotros. Pese a nuestra individualidad, tan alabada por los poderes, medios de comunicación y empresas, funcionamos como un rebaño -banco de peces en el océano- cuando los asuntos mayores están en juego, cuando nos asustan. La democracia moderna, una conquista republicana del ciudadano burgués frente al súbdito, se ha convertido, con el paso de los años y la sofisticación de la propaganda, en un instrumento de combate, el más importante, del poder político y empresarial. Negar la democracia de mercado, la llamada «democracia de superficie» (Badiou,   l’Hypothèse communiste , 2009 ), debería ser una de las principales tareas teóricas y prácticas de la izquierda anticapitalista. Pero negar la democracia de partidos, negar la democracia representativa y el principio de que la soberanía reside en el cuerpo electoral, conlleva infinidad de problemas. Nos enfrentamos ante un dogma, una idea sagrada, consagrada, que ha adquirido categoría de mito.

La democracia de mercado o «democracia de superficie» tiene sus propias y sutiles reglas de juego. Una normativa oscura, llena de requiebros, que escapa al control directo de los ciudadanos. Los poderes públicos formulan el modelo de desarrollo económico y la Constitución legitima, con su manto sagrado de valores, el esquema del poder. El ciudadano asiste al espectáculo (en general con indiferencia) y confirma con su recurrente voto (con independencia de la fuerza política de su preferencia) el sistema existente. La legitimación es automática y permanente puesto que el recuento, salvo una abstención masiva (imposible de concebir en el estadio actual de la evolución política y cultural de la ciudadanía), siempre contemplará, en el caso español, la victoria de uno de los dos partidos mayoritarios. Este modelo, nacido de la inmolación de las Cortes franquistas y confirmado por la Ley electoral, está concebido para que el juego de mayorías y minorías (inherente a la democracia, según la fórmula anglosajona) parta de la victoria del cualquiera de las dos fuerzas hegemónicas, según sea la corriente dominante, partidos de ámbito nacional que, además, tienen que buscar acuerdos y refugios con los partidos nacionalistas, agrupaciones políticas, en general, hijas de la burguesía de negocio local. Un esquema de apariencia perfecta, para la perpetuación de la democracia de mercado, que ha funcionado, con sus dudas y miserias, más de treinta años. Este diseño político, complicado con la nueva financiación que se pretende imponer, está resultando un caos y un atentado al principio de igualdad, desde el instante mismo en que el desarrollo del poder autonómico y local produce una manifiesta desigualdad jurídica y real (de hecho y derecho) entre los habitantes del mismo país. Y de nuevo, casi sin darnos cuenta, caemos de bruces ante otro dogma inviolable: el modelo territorial del estado.

En primer lugar, a modo de nota suelta, deberíamos reflexionar sobre la antigua (y revolucionaria) idea de que la soberanía reside en el pueblo, organizado como cuerpo electoral. ¿Hace cuánto tiempo que el pueblo, en la democracia de mercado, ha dejado de ser soberano? ¿Es acaso posible verificar el estado de salud democrática del cuerpo electoral? O dicho más claramente, ¿es posible hoy, con la intromisión de los medios de comunicación en la esfera privada (y la conciencia) de los individuos, afirmar que cada vez que se vota se hace asumiendo la crucial responsabilidad que el ejercicio de este derecho conlleva? ¿Es lícito, aunque sea desde un punto de vista formal y a modo de ejemplo, cuestionar el sufragio universal frente a la manipulación que vivimos en la sociedad de la información? ¿Somos los ciudadanos libres y conscientes a la hora de emitir nuestro voto o estamos condicionados igual que lo estamos ante el escaparate cotidiano del consumo? Cuestión interesante y compleja.

En segundo lugar, y con la idea de dejar unas pinceladas para una posterior reflexión, deberíamos abordar el mito consagrado en el Título VIII de la Constitución del 1978: el modelo territorial del estado. ¿Es posible que la ley electoral siga favoreciendo a los partidos políticos que se presentan en una sola CC.AA. frente a formaciones de ámbito nacional? ¿Es justo (y democrático) que las burguesías nacionalistas obtengan del estado más beneficios fiscales, exenciones, competencias y, en definitiva, mayor cuota de poder político y económico para sus territorios por el mero hecho de disponer de formaciones políticas que apoyan al partido mayoritario en el gobierno nacional cuando éste no cuenta con una mayoría suficiente para llevar a cabo su proyecto legislativo? ¿Está la nación sometida, como dice el sector más reaccionario de la derecha, al chantaje del nacionalismo burgués? Cuestión interesante y compleja. La izquierda histórica, Rosa Luxemburgo y Lenin, entre otros, ya abordaron estos problemas.

Estas dos cuestiones deberían, por si solas, suscitar un interesante debate en el seno de la izquierda anticapitalista, e incluso, en el seno de una organización como IU, en el caso de que esta formación minoritaria pretenda y desee erigirse como alternativa económica, moral e intelectual. No es fácil ponerle el cascabel a un gato rabioso que defiende su territorio de caza. No es fácil desmontar el esquema impuesto por el mercado (y sus representantes políticos) a través de fórmulas de apariencia democrática. Cuestionar la democracia de mercado, la democracia de superficie, y sus mitos fundamentales es, en el peculiar caso español, un camino razonable para alcanzar otros modelos de sociedad.