El 27 de diciembre de 1987, apenas dos semanas después del inicio de la primera Intifada, los servicios de inteligencia del ejército israelí decidieron resucitar un viejo y tal vez olvidado operativo ideado en la década de los 70 por los estrategas de Tel Aviv: el Movimiento de Resistencia Islámica de Palestina (Hamás). El proyecto […]
El 27 de diciembre de 1987, apenas dos semanas después del inicio de la primera Intifada, los servicios de inteligencia del ejército israelí decidieron resucitar un viejo y tal vez olvidado operativo ideado en la década de los 70 por los estrategas de Tel Aviv: el Movimiento de Resistencia Islámica de Palestina (Hamás).
El proyecto se fraguó en las dependencias del Estado Mayor de Tsáhal (fuerzas armadas de Israel), en una época de euforia y despiste caracterizada por el escaso conocimiento de la sociedad palestina y de la mentalidad árabe. Los militares hebreos contaban con el factor islámico para neutralizar la presencia de la OLP y, más concretamente, de Al Fatah, facción liderada por Yasser Arafat, en los territorios ocupados, partiendo del falso supuesto de que la religión estaba reñida con la política, de que las mezquitas podían contrarrestar la propaganda de la central nacionalista. El razonamiento parecía muy sencillo: bastaba con seguir a rajatabla la máxima de los romanos divide y reinarás, provocando enfrentamientos entre Hamás y la OLP, musulmanes y cristianos, palestinos y jordanos. Pero en 1982, cuando algunos notables de Cisjordania trataron de aprovechar el malestar generado por la invasión del Líbano para rebelarse contra la ocupación israelí, las autoridades hebreas decidieron cerrar el grifo de la disidencia. El incipiente movimiento islámico quedó a su vez maniatado. La maniobra de diversión política se convirtió en mera subversión. Sin embargo, Hamás había dado los primeros pasos. El recuerdo de Hassan el Banna, originario de la Franja de Gaza y fundador, allá por los años 20, de la cofradía de los Hermanos Musulmanes, dinamizó a los jefes de la agrupación religiosa. El paréntesis de silencio impuesto por Israel duró poco más de un lustro.
A finales de 1988, las Naciones Unidas lanzaban la primera señal de alerta. El Movimiento Islámico se había convertido en un referente en la paupérrima Franja de Gaza, en una apuesta ideológica en Cisjordania. Los funcionarios del Palacio de Cristal de Manhattan no dudaron en barajar la posibilidad de una guerra civil en los territorios palestinos, opción demasiado catastrofista descartada por la Secretaría General de la Organización.
En 1994, tras el establecimiento de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), el Movimiento Islámico reclamó, a cambio de su apoyo a las embrionarias instituciones nacionales, castigos para los políticos corruptos, compañeros de viaje de Arafat, así como mayor libertad de acción para la puesta en marcha de programas destinados a las capas más desfavorecidas de la sociedad. Las cada vez más frecuentes discrepancias entre el poder civil, encarnado por la ANP, y los seguidores de la vía trazada por el Profeta, precipitaron la ruptura. Trece meses después de la firma de los Acuerdos de Oslo, la plana mayor de Hamás decidió apostar por la violencia. Los círculos castrenses de Tel Aviv habían dejado de controlar al monstruo.
La abrumadora e inesperada victoria de Hamás en la consulta popular celebrada en Palestina se debe a un triple fracaso: el de la política estadounidense en la zona, demasiado ambigua e incoherente; de un «proceso de paz» obstaculizado sistemáticamente por el Gobierno israelí; y de una pésima gestión político-económica de la ANP. El Presidente ruso, Vladimir Putin, supo aprovechar este conglomerado de errores para reactivar la presencia diplomática de Kremlin en una región en la que Moscú aún cuenta con muchas simpatías.
Pero el éxito electoral de los militantes islámicos convirtió a la ANP en un «gobierno terrorista». Israel dixit. De ahí las amenazas de muerte proferidas por los militares hebreos contra sus líderes políticos, los intentos de estrangulamiento económico y de aislamiento diplomático. A efectos de Israel, Hamás sigue siendo una organización terrorista. Por otra parte, el Presidente palestino, Mahmud Abbas, asume el papel de político «irrelevante», desempeñado con anterioridad por Yasser Arafat. Todo ello, con tal de defender la tesis de que Tel Aviv no encuentra un interlocutor válido en el bando palestino.
Irrelevantes y terroristas, amenazados de muerte por los autores de los asesinatos selectivos. Terrorismo religioso contra terrorismo de Estado. Pero ahí ya penetramos en el terreno de lo «políticamente incorrecto». ¿Incorrecto? Saquemos nuestras propias conclusiones.
La fuente: el autor es escritor y periodista, miembro del Grupo de Estudios Mediterráneos de la Universidad de La Sorbona (París). Su trabajo se publica por gentileza del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)