El muro es gris, duro, liso e indiferente. El muro no tiene la prestáncia de la belleza arquitectónica. Es una reproducción mecánica del juego de Lego a gran escala, jugado más allá de la frontera de la dignidad humana, una pieza después de otra sobre la carretera, casa, terrenos, olivos y recuerdos de generaciones de […]
El muro es gris, duro, liso e indiferente.
El muro no tiene la prestáncia de la belleza arquitectónica. Es una reproducción mecánica del juego de Lego a gran escala, jugado más allá de la frontera de la dignidad humana, una pieza después de otra sobre la carretera, casa, terrenos, olivos y recuerdos de generaciones de antiguos ciudadanos de esa tierra.
El muro es alto y esbelto, compacto y frio. Sus losas se levantan cuidadosamente desde el suelo, una al lado de la otra, como para decir a Dios que no es tan poderoso como lo que creamos los humanos.
El muro es una personificación de la indiferencia, de la indiferencia del que vive en la parte correcta, la Gran Israel, y no quiere saber que dentro del cemento hay hombres, mujeres y niños de otra tribu que respiran.
El muro es el mayor acto de traición a la propia história que el pueblo judio hubiese podido concebir. Es su Nuremberg.
El muro condena a morir a las dos partes, a los palestinos de hambre, a los israelís de vergüenza.
El muro está, lo he visto y admirado cruzando el checkpoint entre Jerusalén y Ramallah, clavado como una espina en la carretera del Estado, demolida por los bulldozer de la opresión.
El muro está, pero caerá, como la Roma imperial, como la Berlín hitleriana. «This wall will fall» estaba escrito en el muro.
Pero el hambre y la vergüenza permanecerán, como la herrumbre en el hierro viejo, en el alma del que lo ha visto, del que lo ha celebrado o lo ha odiado.
El muro, en el fondo, es un acto de honesta transparencia, puesto que «hace ver a los que no ven», querido e inconsciente, de quien considera indispensable protegerse del terror. El terror de sí mismos.
STAR TREK