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Treinta años de mentiras sobre Oriente Próximo se vuelven contra nosotros

Fuentes: Rebelión

Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo

La “guerra contra el terror” de Occidente se edificó sobre una serie de embustes con el fin de persuadirnos de que nuestros dirigentes iban a machacar el extremismo islamista. Pero la verdad es que estaban alimentándolo.

El cuento: Cuando hace treinta años dijeron que los Acuerdos de Oslo traerían la paz a Oriente Próximo, ¿se lo creyó? ¿Creyó que Israel se retiraría por fin de los territorios  palestinos que había ocupado ilegalmente durante décadas, que acabaría su brutal represión del pueblo palestino y que permitiría la creación de un Estado Palestino? ¿Que por fin se cerraría la herida más duradera del mundo árabe y musulmán?

La realidad: Lo cierto es que, durante el tiempo que duró el proceso de Oslo, Israel robó más tierras palestinas y amplió la construcción de asentamientos judíos ilegales a mayor ritmo que nunca. La represión fue en aumento y se construyeron muros que aprisionaran Gaza y Cisjordania al tiempo que continuaba la ocupación agresiva. Ehud Barak, el primer ministro israelí de la época, “hizo saltar por los aires” -en palabras de uno de sus principales asesores- las negociaciones de Camp David en 2000, respaldadas por Estados Unidos.

Semanas más tarde, con los territorios palestinos ocupados enfurecidos, el líder de la oposición Ariel Sharon, respaldado por 1.000 soldados israelíes, invadió la mezquita de Al Aqsa de Jerusalén ocupada, uno de los lugares más sagrados del mundo para los musulmanes. Fue la gota que colmó el vaso, al desencadenar un levantamiento de los palestinos que Israel aplastaría con una fuerza militar devastadora e inclinaría así la balanza del apoyo popular de los dirigentes laicos de Al Fatah hacia el grupo de resistencia islámica Hamás.

Además el trato cada vez más abusivo de Israel a los palestinos y su toma gradual de [la mezquita de] al-Aqsa -respaldada por Occidente- sólo sirvió para radicalizar aún más al grupo yihadista al-Qaeda, proporcionando la justificación pública para atacar las Torres Gemelas de Nueva York en 2001.

El cuento: Cuando allá por 2001, después del ataque del 11-S, dijeron que la única forma de detener a los talibanes que daban refugio a al-Qaeda en Afganistán era que EE.UU. y Reino Unido invadieran el país y los “sacaran a bombas” de sus cuevas, ¿se lo creyó? ¿Creyó que con esa intervención Occidente salvaría a las niñas y mujeres afganas de la opresión?

La realidad: En cuanto cayeron las primeras bombas estadounidenses sobre Afganistán, los talibanes se mostraron dispuestos a ceder el poder a la marioneta designada por Estados Unidos, Hamid Karzai, a retirarse de la política y a entregar a Osama bin Laden a un tercer país de consenso.

Pero Estados Unidos procedió con la invasión de igual modo, ocupando Afganistán durante 20 años, matando a no menos de 240.000 afganos, la mayoría civiles, y gastando unos 2 billones de dólares en apuntalar su detestada ocupación. Los talibanes se hicieron más fuertes que nunca y en 2021 obligaron al ejército estadounidense a retirarse.

El cuento: Cuando en 2003 dijeron que Irak poseía armas de destrucción masiva capaces de destruir Europa en minutos, ¿se lo creyó? ¿Creyó que su líder Sadam Husein era el nuevo Hitler y que se había aliado con al-Qaeda para destruir las Torres Gemelas? ¿Y que por esa razón Estados Unidos y Reino Unido no podían sino invadir Irak de forma preventiva, aunque la ONU se negase a autorizar el ataque?

La realidad: Durante años, Irak había estado sometido a severas sanciones tras la temeraria decisión de Saddam Hussein de invadir Kuwait y alterar el orden regional en el Golfo, diseñado para mantener el flujo de petróleo hacia Occidente. Estados Unidos respondió con su propia demostración de fuerza militar, diezmando al ejército iraquí. Durante la década de 1990 se aplicó una política de contención mediante un régimen de sanciones que, según estimaciones, causó la muerte de al menos medio millón de niños iraquíes, un precio que la entonces secretaria de Estado estadounidense, Madeleine Albright, dijo que “merecía la pena pagar”.

Sadam Husein tuvo que someterse a un programa de inspecciones continuas de armas por parte de expertos de la ONU. Los inspectores concluyeron con un alto grado de certeza que no había armas de destrucción masiva utilizables en Iraq. El informe según el cual Sadam Husein podía disparar sobre Europa, alcanzándola en 30 minutos, era un engaño, según se supo finalmente, urdido por los servicios de inteligencia del Reino Unido. Y la afirmación de que Sadam tenía vínculos con al-Qaeda no sólo carecía de pruebas, sino que carecía de sentido. El régimen de Sadam, brutal pero muy laico, se oponía profundamente al fanatismo religioso de al-Qaeda, al que temía.

La invasión y ocupación estadounidense y británica, y la feroz guerra civil sectaria que desató entre musulmanes suníes y chiíes, causaría la muerte -según las mejores estimaciones- de más de un millón de iraquíes y expulsaría de sus hogares a otros cuatro millones. Irak se convirtió en un campo de reclutamiento para el extremismo islámico y condujo a la formación de un nuevo competidor suní de al-Qaeda, mucho más nihilista, llamado Estado Islámico. También reforzó el poder de la mayoría chií de Irak, que arrebató el poder a los suníes y forjó una alianza más estrecha con Irán.

El cuento: Cuando en 2011 le dijeron que Occidente apoyaba la Primavera Árabe que llevaría la democracia a Oriente Próximo y que Egipto  (el mayor Estado árabe) estaba a la vanguardia de dicha transformación al destituir a su autoritario presidente Hosni Mubarak, ¿se lo creyó?

La realidad: Occidente había apoyado la tiranía de Mubarak en Egipto durante tres décadas, y cada año Washington le transfería miles de millones de dólares como “ayuda para el desarrollo”, lo que en realidad era un soborno para que abandonara a los palestinos y mantuviera la paz con Israel según los términos del acuerdo de Camp David de 1979. Sin embargo, Estados Unidos dio la espalda a Mubarak a regañadientes tras comprobar que no podría resistir las crecientes protestas que se extendían por el país procedentes de las fuerzas revolucionarias liberadas por la Primavera Árabe, una mezcla de liberales laicos y grupos islámicos liderados por los Hermanos Musulmanes. Ante la contención del ejército, los manifestantes salieron victoriosos. La Hermandad ganó las elecciones para dirigir el nuevo gobierno democrático.

No obstante, entre bambalinas, el Pentágono estaba estrechando los lazos con los restos del antiguo régimen de Mubarak y con un nuevo aspirante a la corona: el general Abdelfatah el Sisi. Con la garantía de que no habría represalias por parte de Estados Unidos, en 2013 el Sisi dio un golpe de Estado para volver a instaurar una dictadura militar en Egipto. Israel realizó las presiones necesarias para asegurar que dicha dictadura militar siguiera recibiendo los miles de millones de dólares de ayuda estadounidense. Una vez en el poder, Sisi instauró los mismos poderes represivos que Mubarak, aplastó brutalmente a los Hermanos Musulmanes y colaboró con Israel asfixiando a Gaza con un bloqueo para aislar a Hamás, la versión palestina de los Hermanos Musulmanes. Estas medidas dieron un nuevo impulso al extremismo islamista, con el establecimiento del Estado Islámico en el Sinaí. Al mismo tiempo Estados Unidos confirmó que su compromiso con la Primavera Árabe y los movimientos democráticos en Oriente Medio era completamente falso.

El cuento: Cuando, también en 2011, le dijeron que el dictador libio Muamar el Gadafi suponía una terrible amenaza para su pueblo, y que incluso había administrado Viagra a sus soldados para que cometieran violaciones en masa, ¿usted se lo creyó? ¿Creyó qué la única manera de proteger a los libios de a pie era que la OTAN, dirigida por Francia, Estados Unidos y Reino Unido, bombardeara el país y ayudara directamente a los grupos de la oposición a derrocar a Gadafi?

La realidad: Las acusaciones contra Gadafi, como contra Sadam Husein, carecían de toda prueba, como concluyó una investigación parlamentaria británica cinco años después, en 2016. Pero Occidente necesitaba un pretexto para destituir al líder libio, considerado una amenaza para los intereses geopolíticos occidentales. La publicación por Wikileaks de cables diplomáticos estadounidenses sacó a la luz la alarma que había producido en Washington los esfuerzos de Gadafi por crear unos Estados Unidos de África para controlar los recursos del continente y desarrollar una política exterior independiente. Libia, con las mayores reservas de petróleo de África, había estado sentando un peligroso precedente, ofreciendo a Rusia y China nuevos contratos de exploración petrolífera y renegociando los contratos existentes con compañías petroleras occidentales en condiciones menos favorables. Gadafi también estaba estrechando lazos militares y económicos con Rusia y China.

Los bombardeos de la OTAN sobre Libia nunca pretendieron proteger a su población. Tras la caída de Gadafi, el país fue abandonado de inmediato y se convirtió en un Estado fallido de señores de la guerra y mercados de esclavos. Algunas zonas pasaron a ser un bastión del Estado Islámico (ISIS). Las armas occidentales suministradas a los “rebeldes” acabaron fortaleciendo al Estado Islámico y alimentando baños de sangre sectarios en Siria e Irak.

El cuento: ¿Se creyó cuando, también a partir de 2011, le dijeron que las fuerzas democráticas se alineaban para derrocar al dictador sirio Bashar al Asad, y que el país estaba a punto de vivir una revolución, al estilo de la Primavera Árabe, que liberaría a su pueblo?

La realidad: No cabe duda de que el gobierno de Asad, combinado con la sequía y las malas cosechas relacionadas con el cambio climático, dieron paso a un creciente malestar en zonas de Siria en 2011. Y también es cierto que, como otros regímenes laicos árabes basados en el dominio de una secta minoritaria, el gobierno de Asad dependía de un autoritarismo brutal para mantener el poder sobre otras sectas mayores. Pero esa no es la razón por la que Siria acabó sumida en una sangrienta guerra civil durante 13 años, que arrastró a actores como Irán y Rusia, Israel, Turquía, al-Qaeda y el ISIS. Eso fue debido, una vez más, a los intereses geoestratégicos de Washington y Tel Aviv.

Para Washington, el verdadero problema no era el autoritarismo de Asad (los mayores aliados de EE.UU. en la región eran todos autoritarios) sino otros dos factores críticos.

En primer lugar, Asad pertenecía a la minoría alauita, una secta del islam chií que mantuvo durante siglos una pugna teológica y sectaria con el islam suní dominante en la región. Irán también era chií. La mayoría chií de Irak había llegado al poder después de que Washington destruyera el régimen suní de Sadam Husein en 2003. Y, por último, la milicia libanesa Hezbolá era chií. Juntos formaban lo que Washington consideraba cada vez más como un “Eje del Mal”.

En segundo lugar, Siria compartía una extensa frontera con Israel y, sobre todo, era el principal corredor geográfico para conectar Irán e Irak con las guerrillas de Hezbolá al norte de Israel, en el Líbano. Durante decenios, Irán envió de contrabando al sur del Líbano, junto a la frontera septentrional de Israel, decenas de miles de potentes proyectiles y misiles. Dicho arsenal sirvió durante la mayor parte de ese tiempo como paraguas defensivo, la principal disuasión que impedía a Israel invadir y ocupar Líbano, como hizo durante muchos años hasta que los combatientes de Hezbolá le obligaron a retirarse en 2000. Pero también sirvió para disuadir a Israel de invadir Siria y atacar Irán.

Días después del 11-S, un oficial del Pentágono mostró a un general estadounidense de alto rango, Wesley Clarke, un documento en el que se exponía la respuesta de Estados Unidos al derrumbe de las Torres Gemelas. Estados Unidos iba a “desmantelar” siete países en cinco años. En concreto, la mayor parte de los objetivos eran los bastiones chiíes de Oriente Próximo: Irak, Siria, Líbano e Irán (los culpables del 11-S, señalémoslo, eran suníes, en su mayoría de Arabia Saudí.) Irán y sus aliados se habían resistido a las maniobras de Washington -respaldadas cada vez más abiertamente por los Estados suníes, especialmente los del Golfo, rico en petróleo- para imponer a Israel como hegemón regional y permitirle borrar a los palestinos como pueblo sin ninguna oposición.

Cabe señalar que Israel y Washington siguen tratando por todos los medios de alcanzar estos objetivos en este mismo momento. Y Siria siempre fue de vital importancia para la realización de su plan. Por eso, como parte de la Operación Timber Sycamore, Estados Unidos inyectó en secreto enormes sumas de dinero para entrenar a sus antiguos enemigos de al Qaeda en la creación de una milicia anti-Assad que atrajo a combatientes yihadistas suníes de toda la región, así como armas procedentes de Estados fallidos como Libia. El plan contaba con el respaldo financiero de los países del Golfo, así como con la ayuda militar y de inteligencia de Turquía, Israel y el Reino Unido.

A finales de 2024 los principales aliados de Assad tenían sus propios problemas: Rusia estaba enfrascada en la guerra por delegación emprendida por la OTAN en Ucrania, mientras que Teherán estaba cada vez más en apuros por los ataques israelíes contra Líbano, Siria y el propio Irán. Fue en ese momento cuando HTS -una nueva facción de al Qaeda- se apoderó de Damasco a la velocidad del rayo, obligando a Asad a huir a Moscú.

Si usted creyó todos esos cuentos y todavía cree que Occidente está haciendo todo lo posible para subyugar al extremismo islamista y el supuesto imperialismo ruso en Ucrania, entonces probablemente también cree que Israel ha arrasado Gaza, destruido todos sus hospitales y provocado la hambruna de los 2,3 millones de gazatíes simplemente para “eliminar a Hamás”, aunque no lo haya conseguido.

Si es así, entonces es de suponer que creerá que la Corte Internacional de Justicia se equivocó hace casi un año al juzgar a Israel por cometer un genocidio en Gaza. También es de suponer que cree que incluso los más prudentes expertos en el Holocausto se equivocaron en mayo al concluir que Israel había pasado indiscutiblemente a una fase genocida cuando destruyó la “zona segura” de Rafah, donde había hacinado a la mayor parte de la población de Gaza. Y es de suponer que usted cree que todos los principales grupos de derechos humanos se equivocaron al concluir a finales del año pasado, tras una larga investigación para protegerse de las calumnias de Israel y sus apologistas, que la devastación de Gaza por Israel tiene todas las características de un genocidio.

Sin duda también creerá que el inveterado plan de Washington de “dominio global de gran espectro” es benigno, y que Israel y Estados Unidos no tienen a Irán y China en su punto de mira.

Si es así, seguirá creyendo lo que le digan, incluso mientras nos precipitamos, como lemmings, desde el borde del precipicio, seguros de que, esta vez, todo resultará diferente.

Fuente: https://jonathancook.substack.com/p/thirty-years-of-middle-east-lies

El presente artículo puede reproducirse libremente a condición de que se respete su integridad y se nombre a su autor, a su traductor y a Rebelión como fuente de la traducción.