Cuando nació su primer hijo hace seis años, Uday Dumeidi y su esposa, Ahlas, decidieron adoptar un gatito pelirrojo. Construyeron una casita en una calle lateral de la ocupada ciudad cisjordana de Huwara [al sur de Nablús], junto a un olivar. Llamaron a su hijo Taym, que proviene de una de las palabras árabes que significan «amor», y a su gata Bousa, que significa «beso». Así es como Dumeidi me contó la historia, temblando, de pie junto a un charco de sangre negra.
La noche del pogromo llevado a cabo por los colonos de Huwara [del 26 al 27 de febrero de 2023], alguien mutiló al gato y lo dejó en el patio de la familia Dumeidi, justo al lado de la habitación de invitados, que quedó completamente calcinada. La noche después del pogromo, Uday Dumeidi y yo conversamos frente a las paredes ennegrecidas y la sangre que se había coagulado en el suelo. Una lata vacía de comida para gatos, una almohada de colores donde había dormido el gato y fragmentos de cristal ensuciaban el suelo. Uday Dumeidi dijo que amaba a los animales desde niño, que sabía comunicarse con ellos. «Son como un espejo de mis emociones», me dijo.
Tras la violencia, el silencio acaparó la ciudad. Pocas personas se atrevían a salir de sus casas. A primera hora del día, caminé por la calle principal hacia la casa de Uday. Había soldados junto a tiendas que habían cerrado, junto a coches quemados y sólo se permitía la entrada de vehículos israelíes en la ciudad, cuya carretera principal sirve de arteria central para los colonos que se desplazan por Cisjordania de norte a sur.
Un coche aminoró la marcha cuando pasé. «¿Qué estás mirando?» oí gritar a una voz desde el interior. Antes de que pudiera responder, dos colonos israelíes saltaron del coche. Sólo cuando dije una palabra en hebreo volvieron a subir al coche y se marcharon.
Según el ayuntamiento de Huwara, los colonos incendiaron al menos 10 casas. Según informes israelíes, 400 colonos participaron en el pogromo, en venganza por el asesinato de Hillel y Yagel Yaniv, dos hermanos que vivían en el cercano asentamiento de Har Bracha. Esta es la historia de una de las familias que sobrevivieron al pogromo.
Afrontar lo que viene después
Todo empezó a las 6 de la tarde, cuenta Uday Dumeidi. Estaba trabajando cuando le llamó su mujer. «Me dijo que estaban entrando en casa. Oí gritos de fondo. Mis dos hijos gritaban por teléfono: ‘Papá ven, papá ven'».
Ahlas, la esposa de Dumeidi, dijo que encerró a sus dos hijos pequeños en el baño. Vio a los atacantes a través de la ventana. Relató los hechos sin detenerse. «Había decenas de colonos fuera, rodearon la casa. Al principio rompieron todas las ventanas. Luego prendieron fuego a trapos empapados en gasolina e intentaron incendiar la casa desde las ventanas. Consiguieron prender fuego a una habitación. La ventana del baño es muy pequeña, así que escondí allí a los niños. Intentaron entrar por la puerta. En ese momento, no sé qué pasó, me quedé petrificada. No podía moverme». En algún momento del ataque, los colonos también intentaron prender fuego a la bombona de gas del patio, con la esperanza de que explotara. Afortunadamente, esto no ocurrió.
Ahlas abandonó Huwara el lunes por la mañana y regresó a casa de sus padres en la ciudad de Salfit [en el centro de Cisjordania]. Se llevó a sus dos hijos, Taym y Jood, que tiene cuatro años, después de que la noche anterior fueran atendidos por inhalación de humo. Desde entonces, han tenido problemas para dormir.
Varias familias de Huwara dijeron que habían trasladado temporalmente a sus hijos a un lugar más seguro, la mayoría a casa de parientes en ciudades más grandes como Nablus y Salfit. Huwara es una pequeña ciudad de la Zona B de Cisjordania, lo que, según los Acuerdos de Oslo, significa que la policía palestina no tiene autoridad en materia de seguridad y no puede actuar sin coordinación con el Ejército israelí. Por lo tanto, son los soldados israelíes quienes deben proporcionar protección a los palestinos en estos lugares. Ha habido suficientes testimonios y pruebas que demuestran que, en la práctica, los soldados son una garantía para los ataques de los colonos. Así que la población palestina se ven obligada a defenderse, a valerse por sí misma.
Conocí a Uday Dumeidi cuando estaba sentado solo en su casa entre cristales rotos. Los miembros de su familia se unieron a él más tarde, para protegerse colectivamente en caso de ser atacados de nuevo.
Aquella noche, Ahlas le llamó varias veces desde Salfit, preocupado por su salud. Cada vez, Uday Dumeidi se disculpaba, miraba hacia otro lado y hablaba en voz baja por teléfono. Le dijo que por el momento estaba en paz. Que estaban preparados para lo que fuera a ocurrir. Le preguntó si había comido, luego le preguntó qué había comido, y sus ojos se llenaron de lágrimas de repente.
«Estás completamente sola»
La noche del pogromo, Uday Dumeidi tardó una hora en llegar a su casa debido a los controles del Ejército. «Estaba en la carretera principal cerca de mi casa en el momento del ataque, pero los soldados no me dejaron pasar», dijo. «Me volví loco. Sólo sé un poco de hebreo. Mi padre estaba conmigo y les gritó en hebreo: ¡Están quemando nuestra casa, hay niños pequeños y mujeres dentro!, pero no nos dejaron pasar».
Uday Dumeidi describió cómo sacó su teléfono para mostrar a los soldados una foto de Jood, que utiliza como salvapantallas. «Pero no tuvieron tiempo de verla, porque llamó mi mujer. Puse el altavoz para que pudieran oírme. Sólo se oían gritos. Recuerdo que oí a alguien [uno de los colonos] gritar en hebreo: Abre, zorra. Fue entonces cuando uno de los soldados me dejó pasar».
Varios otros testigos que resultaron heridos durante el pogromo contaron historias idénticas. Inmediatamente después del ataque, el Ejército impuso el toque de queda en Huwara. El tráfico hacia y dentro de la ciudad fue acordonado por puestos de control. Hacia las 6 de la tarde, cientos de colonos franquearon los puestos de control. Durante al menos una hora, los atacantes prendieron fuego a casas dentro de la ciudad, mientras los soldados permanecían en sus afueras, impidiendo físicamente la entrada a los residentes.
Uday Dumeidi corrió a su casa. El aire estaba viciado por el fuego. Los atacantes se habían dividido en grupos, según los residentes, y se comportaban de forma relativamente organizada. Alrededor de la casa de Uday Dumeidi había 30 personas, un pequeño número de ellas enmascaradas. Algunos llevaban adoquines, cócteles molotov y barras de metal. Otros iban armados con pistolas. Intentaron prender fuego a la casa. Él se les acercó por la espalda.
«Pensé: ¿Cómo voy a entrar así en mi casa? Así que intenté hacerme pasar por uno de ellos. Cogí unas piedras en las manos, me puse una capucha y me puse a su lado. Funcionó. Grité a mi mujer desde la ventana: Estoy aquí, estoy aquí». Entonces se dieron cuenta de quién era yo, es decir, el dueño de la casa. Empezaron a tirarme piedras. La espalda de Dumeidi todavía tiene las marcas de las piedras. Cuando me reuní con él, también cojeaba a causa de los golpes recibidos.
Cuando Uday Dumeidi se acercó a su casa, vio a su madre inconsciente junto a la puerta de la casa contigua, donde vive con su abuela. Inmediatamente cruzó el patio hasta la casa contigua, para encontrar a su abuela en el salón.
«Tiene 87 años y padece una enfermedad neurológica. Estaba tumbada en el suelo del salón, temblando, y le salía algo de la boca, como espuma. Tenía los ojos abiertos, pero no se le veían las pupilas. No hablaba. No sé cómo describir lo que sentí. ¿Adónde tenemos ir [para ayudar] a mi madre, a mi abuela, a los niños? Mientras cuido a mi madre, veo a los colonos rompiéndo todo desde fuera. Estás completamente solo y tienes que protegerte».
Un mecanismo bien perfeccionado
Dos testigos presenciales palestinos afirmaron que, mientras tanto, varios soldados israelíes permanecían junto a los colonos. «Se limitaban a mirar», confirmó Udy Dumeidi.
En un momento dado, cuando otros familiares y vecinos llegaron a la casa, los palestinos empezaron a arrojar piedras, tazas y otros utensilios de cocina a los colonos. Los soldados empezaron entonces a empujar a los colonos hacia atrás mientras disparaban granadas de gas lacrimógeno a los palestinos, antes de que uno de los soldados abriera fuego contra los residentes. Según testigos y el dispensario local de Huwara, cuatro palestinos resultaron heridos de bala mientras defendían su casa familiar; tres recibieron disparos en la pierna y uno en el brazo.
Se trata de un modelo bien ensayado que se repite en ataques similares en toda Cisjordania. Un grupo de colonos israelíes invade un pueblo y cuando los habitantes les lanzan piedras los soldados disparan contra los palestinos para proteger a los israelíes atacantes. De este modo, el ataque se prolonga y a veces resulta mortal.
Desde 2021, el fuego del Ejército ha matado al menos a cuatro palestinos en pueblos del norte de Cisjordania en ataques probados de colonos enmascarados: Muhammad Hassan, de 21 años, en Qusra; Nidal Safdi, de 25 años, en Urif; Hussam Asaira, de 18 años, de Asira al-Qabilyia; y Oud Harev, de 27 años, en Ashaka. No sería de extrañar que Sameh Aqtesh, muerto durante los actos violentos del domingo por la noche en Huwara, falleciera en circunstancias similares, aunque los detalles exactos de su muerte aún no se han aclarado del todo.
Los vecinos que acudieron en ayuda de Uday Dumeidi consiguieron finalmente repeler a los atacantes. Los colonos quemaron una habitación y robaron relojes, un televisor y un ordenador portátil. «Se lo llevaron todo, y el último que salió quemó la habitación». Cuando la familia salió, encontró a su gato, Bousa, mutilado.
¿No es una pena morir así?
Ya entrada la noche, mientras caminaba hacia mi coche para regresar a Jerusalén, oí silbidos procedentes de uno de los tejados. Un grupo de 10 hombres palestinos estaban en el tejado de una casa en la que habían destrozado todas las ventanas y me hacían señas para que tuviera cuidado. Me dijeron que caminara despacio en su dirección porque habían visto desde el tejado que los colonos acababan de entrar de nuevo en el pueblo. Alguien bajó, abrió una puerta cerrada con candado y me llevó arriba. Me ofrecieron esperar con ellos hasta que pasara el tumulto y me dijeron que esperaban que no quemaran mi coche, que estaba aparcado en la carretera principal.
En el techo vi dos contenedores llenos de piedras y algunas hondas. El grupo explicó que durante el pogromo nadie pudo llegar a tiempo para proteger sus casas, lo que explica por qué los colonos pudieron hacer tanto daño. Unos 15 familiares y vecinos viajaron durante una hora por carreteras sinuosas desde Nablus para sortear los controles del ejército y llegar a Huara. Es importante estar aquí juntos como una familia por si pasa algo, me dijeron.
Estaba oscuro. Alguien me ofreció un abrigo. Los tejados que nos rodeaban también estaban ocupados por familias que observaban. Esperando. Abajo, en la tranquila calle principal, brillaban luces blancas. Arriba había una alta montaña, con una estructura redonda encima y, en su cima, una fina franja de luz. Son las casas del asentamiento de Yitzhak. De repente parpadeó un teléfono. Alguien recibió un mensaje. «Ha habido un atentado en Jericó, hay víctimas». Otra persona me preguntó si era cierto que había manifestaciones en Israel contra el pogromo.
Al enterarse de que yo era judío, el hombre de más edad del grupo se acercó a mí y me dijo en un hebreo fluido: «¿Qué sentido tiene? Toda esta gente muriendo, en nuestro bando y en el vuestro. ¿No es una vergüenza morir así, por una tierra? Nuestro destino es vivir aquí juntos». Dijo que había trabajado toda su vida en Israel, que había participado en grupos de diálogo y que era necesaria una paz real, con igualdad y respeto para su pueblo, que vive como súbdito de segunda clase controlado por el Ejército, con tarjetas de identidad verdes» [expedidas por el poder policial israelí].
Un joven que estaba a su lado sonrió. Luego me dijo en árabe: «Mira, mira», mientras cogía una piedra, la colocaba en la honda y la lanzaba. La piedra se estrelló contra las paredes de un tejado. Me ofreció un cigarrillo. Intenté romper el hielo diciendo que parecía que pronto habría una guerra. «Me gustaría», contestó despreocupado.
Resultó que teníamos exactamente la misma edad. Pero nunca ha salido de Cisjordania. Nunca ha visto el mar ni ha visitado Jerusalén. Su padre fue encarcelado durante la segunda Intifada [de septiembre de 2000 a 2004/2005] y desde entonces toda la familia está en la lista negra del Shin Bet, lo que significa que no pueden obtener permisos y los soldados les paran de vez en cuando en los puestos de control. Apenas sabía hebreo. Como todos los jóvenes que esperaban allí, vigilantes en el tejado, forma parte de una generación nacida en el régimen de los diferentes permisos concedidos por Israel y a la sombra del muro de separación.
Hablamos durante una hora sobre la violencia. Dijo que había aumentado desde la elección del nuevo gobierno, pero que siempre había estado ahí. Habló de su frustración con la Autoridad Palestina, que «hace todo lo que Israel le pide» y no hace más que mantener la ocupación; y de cómo espera que algo cambie ya -aunque sea una guerra- a ver si hay un cambio. Me habló de un amigo suyo al que unos soldados dispararon por tirar piedras. Desde entonces, siente una rabia que no puede quitarse de encima.
Debajo de nosotros, un grupo de colonos con banderas israelíes intentó entrar de nuevo en Huwara. Esta vez los soldados se lo impidieron. En este tejado, al menos, la noche transcurrió tranquila.
(Artículo publicado en el sitio web israelí +972, el 2/03/; traducción al francés de A l’Encontre)
Yuval Abraham es periodista y activista y vive en Jerusalén. Una versión de este artículo se publicó por primera vez en Local Call en hebreo.
Traducción: viento sur