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Un deseo llamado tranvía

Fuentes: OnCuba

No, no voy a hablar todavía de la nueva Constitución. Hay que pensar con calma y orden sobre lo que es importante y decisivo. Quiero escribir sobre algo más básico, que forma parte de nuestra vida o nos la arruina como si nada. Me interesa este tema porque lo he sufrido durante toda la vida […]

No, no voy a hablar todavía de la nueva Constitución. Hay que pensar con calma y orden sobre lo que es importante y decisivo.

Quiero escribir sobre algo más básico, que forma parte de nuestra vida o nos la arruina como si nada.

Me interesa este tema porque lo he sufrido durante toda la vida y es una de las obsesiones y preocupaciones constantes de los cubanos y las cubanas que conozco: el transporte.

Movernos de un lado a otro de nuestra ciudad, de un municipio a otro distante, de una provincia a la vecina o a la más lejana, son derechos que tenemos y de los que no nos hablan casi nunca. O tal vez no hayamos tenido nunca ese derecho relatado en una norma jurídica y se trate entonces de luchar por él.

Sin movimiento, una ciudad, un pueblo, una villa, una aldea, mueren de parálisis. No es posible el desarrollo de la industria, de la agricultura, de las grandes y chicas inversiones sin medios de transportes que faciliten el comercio, el traslado de productos, cosechas, materias primas. Parece esta una verdad pueril, pero en Cuba hemos sufrido pérdidas de toneladas de productos del campo por no tener a la mano un camión que traslade mangos o tomates a una fábrica de conservas.

Los cubanos hemos aprendido a vivir sin saber cuándo llegaremos a nuestro destino. Los privilegiados que se mueven en autos deben tener una economía paralela para pagar la carísima gasolina, los que cuentan solo con la guagua saben que deberán compartir con diez personas más un metro cuadrado, y que casi nunca irán sentados en su viaje de una hora de duración.

Los cubanos no podemos usar taxis, de esos que se supone que te deben llevar a donde pidas y pagues, porque ese servicio hace décadas que es solo ofrecido para extranjeros y ricos.

En la Habana, los carros antiguos de los Estados Unidos, que ahora vuelan con motores japoneses o coreanos no te llevan a donde digas porque son ruteros, tienen un camino establecido como si fueran caballos acostumbrados a un trillo centenario.

De nuevo los ricos son los que pueden atrapar al vuelo a un almendrón vacío en el cual un chofer asoma y en voz baja dice «taxi directo», lo que significa que le dolerá a tu bolsillo el viaje.

Hay personas vivas que recuerdan La Habana de los tranvías, esos que se tomaban en la primera parada y a paso de paseo dominguero te dejaban ver la ciudad hasta helado en mano.

Había piqueras de taxis cuando yo era un niño. Los hospitales daban un servicio de taxis cuando salías de una consulta o un ingreso.

Las guaguas siempre estuvieron malas, nacieron malas y malas morirán. No se ha logrado que La Habana ni ninguna otra ciudad muy poblada de Cuba tenga un servicio de ómnibus urbano, o rural, cómodo, constante y seguro.

En Santiago de Cuba hace décadas que los taxis son motos. Esos sí te llevan a donde vayas, por 10 pesos cubanos. Son la versión del almendrón habanero, pero debes viajar como a caballo, casco incluido, en un medio de transporte útil para el lomerío santiaguero pero incómodo y riesgoso. En moto, además, no se puede llevar a la familia, ni a los hijos, ni a la abuela enferma.

Los trenes son un bello recuerdo en Cuba. Ahora parece que los rusos nos salvarán los ferrocarriles para cuando tengamos 100 años y nadie recuerda que aquí, en este archipiélago ardiente, tuvimos tren antes que en España.

Viajar en tren es como ir en una diligencia hacia el lejano oeste norteamericano en el siglo XIX. No se sabe cuándo parará, cuándo llegará, si tus cosas se conservarán contigo a la llegada, si tus huesos estarán en su lugar cuando arribes.

Los pueblos de campo, los municipios de Cuba, no tienen transporte desde que los últimos centrales azucareros cerraron. Debes tener una bicicleta, o un caballo o una araña, o una chivichana, como las que se usan en algunos lomeríos para lanzarse cuesta abajo cual deporte extremo sin transmisión televisiva.

Los camiones mueven a miles de personas en camas convertidas en cabinas de pasajeros, de donde tenemos que sujetar un tubo de acero sudado y tambaleante para no salir lanzados por los aires.

Los accidentes en las carreteras son horribles. La televisión informa con una frecuencia escalofriante sobre choques y despeñes, sobre camiones volcados, guaguas salidas de su ruta, en las angostas y viejas carreteras de Cuba, llenas de hoyos, mal iluminadas, transitadas por vacas y bueyes huidos. De cada uno de esos desastres resultan muchos heridos, muertos, lesionados de por vida.

La aviación civil cubana no ha podido dar un servicio de vuelos nacionales con seguridad. No hablo de accidentes sino de vuelos que salgan a la hora prevista, en aviones que no suenen cuando están en el cielo como si fueran una batidora, con vuelos frecuentes, estables, que conecten a las ciudades más importantes de Cuba, a precios justos y pagables por los cubanos comunes y corrientes.

Los ómnibus interprovinciales no dan abasto. Viajar de Santiago a La Habana o viceversa, en los días finales del año, o en otras fechas señaladas en la cultura cubana, es una odisea que te puede costar salud o cientos de pesos de más.

Nadie aspira a viajar en barco, pero Cuba es una isla, somos parte de un archipiélago, y solo oímos que se viaja por mar hacia la Isla de la Juventud y en algunos trayectos internos en las bahías de La Habana o Santiago de Cuba.

¿Por qué no podemos ir en barco a Cienfuegos, a Matanzas, a Santiago, a Nuevitas, a Baracoa? ¿Por qué a nadie se le ha ocurrido que un viaje por mar es un paseo además de un recorrido? ¿Por qué no podemos hace un bojeo a la Isla, conocer desde una embarcación la forma de las costas, las ensenadas, las puntas, los cayos, las penínsulas, las caletas, las playas? Parece que es mucho pedir.

Mientras en Cárdenas un movimiento en un coche de caballos, que dura apenas diez minutos, cuesta 1 CUC, en La Habana los almendrones ensayan cobrarnos un pesito, léase convertible, 25 pesos cubanos, por un viaje que hace un año valía 15 pesos menos. Las personas se refieren a un viaje de Santos Suárez a Miramar como una epopeya gloriosa.

Yo pedí en mi adolescencia que los asientos de las guaguas los pusieran en las paradas de ómnibus, porque estábamos más tiempo en ellas que en las primeras. Ahora he acumulado miles de kilómetros andados porque prefiero caminar que ir como un animal que llevan al matadero, en un camión sin ventilación o en una guagua donde compiten cinco equipos de audio con cinco reguetones distintos.

Si viajar por nuestra ciudad es doloroso, o angustioso, si ir a otra provincia es un plan que hay que pensar con meses de antelación, en una Isla que tiene 1000 kilómetros de largo y no más, es lógico que nos dé por soñar y preguntarnos por un metro para La Habana, que conecte Santiago de las Vegas con el Vedado, el Cotorro con Playa, Marianao con Lawton. Es lógico que nos dé por pensar en tener un tranvía, al menos un tranvía, ahora que en el mundo las ciudades cuentan con bicicletas ecológicas que se toman de lugares públicos para el uso de los comunes, nosotros queremos un tranvía al menos, con una campanita que anuncie su paso como si fuera un carrito de helados.

Yo, que he perdido cientos de horas de mi vida esperando un transporte, tengo un deseo: un deseo llamado tranvía.

Fuente: http://oncubamagazine.com/columnas/vox-populi/deseo-llamado-tranvia/