Traducido del francés para Rebelión por Caty R.
Abadalá Ben Abdel Aziz, el sexto rey de Arabia Saudí fallecido el jueves 23 de enero de 2015 a los 90 años como consecuencia de una grave patología, deja un reino en pleno desarrollo y en plena convulsión sobre el fondo de una guerra de secesión entre los dos principales clanes de la dinastía wahabí (el clan Sideiry y el clan Al shammar), sobre el fondo de desesperanza de su juventud frente a las altas tasas de un desempleo persistente y en el último plan de un pulso energético con Estados Unidos dirigido a agotar a los pequeños productores de petróleo de esquisto mientras los dos países que desde hace mucho tiempo han servido de barrera de seguridad del reino, Yemen en la década de 1960 contra Nasser, e Irak en la década de 1980 contra Sadam Husein, ya están fuera del control suní en beneficio de los chiíes, rivales históricos de los suníes de los que la dinastía se considera punta de lanza en el mundo árabe musulmán.
Sin duda efecto del azar, aunque no menos revelador, el anuncio de la muerte del rey se hizo mientras Yemen se hundía en el caos tras la dimisión colectiva del presidente Abd Rabbo Mansour Hadi y su Gobierno bajo los ataques de la milicia chií Ansar Allah y Riad se apresuraba a levantar un muro de 900 km en su frontera con Irak para protegerse de una invasión de los yihadistas del Estado Islámico.
Abdalá es el monarca de su dinastía que más tiempo ha ejercido en el reino, primero como príncipe heredero y jefe de la Guardia Nacional, después de regente en sustitución de su hermano Fahd, aquejado de una grave enfermedad (1995-2005), y finalmente como soberano (2005-2015), es decir, 20 años. Al igual que su antecesor, este hombre presidió los destinos de su reino gravemente afectado por la enfermedad (doble baipás coronario, problemas de columna y cáncer de laringe) en un período crucial de la historia de Oriente Medio marcado especialmente por la invasión estadounidense de Irak en 2003 y la guerra de Siria diez años después, en 2011. Dos países que se declaraban ideológicamente laicos baasistas y cuya destrucción, primero la de Irak, sirvió de matriz a la estructura militar del Estado Islámico y la del segundo, Siria, a la proliferación del yihadismo degenerativo errático.
La construcción de la «Gran Muralla» saudí se decidió, precisamente, para protegerse del caos que el reino, asociado con las demás petromonarquías y sus aliados occidentales del pacto atlantista, infligió a los dos países que se declaraban ideológicamente baasistas. La muralla estaría compuesta de un muro y un foso destinados a proteger el reino wahabí de los rebeldes del Estado Islámico, que controlan «una gran parte de la zona de de la costa iraquí de la frontera» y tienen echado el ojo a la «conquista final de Arabia Saudí, que alberga las dos mezquitas santas de La Meca y Medina», su objetivo esencial.
Salman, nuevo representante del clan Sideiry en el poder
En aplicación de las prescripciones del rey, Salman, representante del clan Sideiry, le sucedió a la cabeza del reino. Con 79 años, este príncipe heredero, título que añadía al de ministro de Defensa, antiguo gobernador de la provincia de Riyad durante 48 años y halcón en la pura tradición wahabí, pasa por haber supervisado las «donaciones» privadas tanto a los muyahidines afganos durante la guerra antisoviética de Afganistán, en la década de 1980, como a los predicadores salafistas de la guerra de Siria en la década de 2010.
Aquejado de problemas de memoria -se hablaba de alzhéimer- Salman fue secundado por el príncipe Moqren, antiguo gobernador de la provincia de Medina.
Antiguo jefe de inteligencia saudí y próximo a Abadalá, Moqren, el nuevo príncipe heredero, parecía tener la tarea de despejar el camino a la llegada al poder del primer rey de la tercera generación personificado en Mout’eab Ibn Abdalá, de 62 años, el propio hijo del difunto rey ya colocado como jefe de la Guardia Nacional saudí, guardia pretoriana del régimen compuesta de guerreros reclutados en las tribus del reino.
Actor clave en Oriente Medio y principal exportador mundial de petróleo, el rey Abdalá, prudente y previsor, colocó a su primogénito Mout’eb en el puesto estratégico de segundo vicepresidente del Consejo, sellando el orden de sucesión en beneficio de su hijo sin posibilidad de modificación de dicho orden. A su segundo hijo, Mecha’al, le nombró gobernador de la región de La Meca, la capital religiosa del reino. Y su tercer hijo, Turki, es el gobernador de Riyad, la capital política y financiera. La cofradía Abdalá mantiene bajo su control a la Guardia Nacional, contrapeso de las fuerzas regulares.
Último regalo de un rey octogenario en el ocaso de su reinado, el rey Abdalá (88 años) añadió a su enfoque el impulso de una refundación del arcaico sistema educativo saudí, a pesar de que era perjudicial para la imagen del reino, para la imagen del islam y para la estrategia de sus aliados del bloque atlantista. Hecho sin precedentes en los anales del reino una mujer, Haya Al Sahmary, fue nombrada para un cargo de autoridad en la alta administración saudí, la dirección de formación, en tándem con el príncipe Khaled Ben Faisal, el hijo del difunto rey Faisal en el puesto de ministro de Educación, con un presupuesto de varios miles de millones de dólares para llevar a buen puerto esa operación.
A continuación Abdalá sacó discretamente de la escena pública al muftí As Cheikh, un auténtico representante de la cofradía de Mohamad Abdel Wahhab, fundador del wahabismo, en favor de un dignatario menos rígido.
Por otra parte, bajo el paraguas de la guerra contra el terrorismo, Arabia Saudí lleva a cabo un acercamiento tangible a Israel, criminalizando a la cofradía de los Hermanos Musulmanes y reanudando relaciones con Mahmud Abbas en un intento de reflotamiento de la cuestión palestina, la gran olvidada de la Primavera Árabe, con el fin de colaborar en el arreglo del conflicto israelí-árabe según un esquema estadounidense que conferiría un estatuto menor al futuro Estado palestino.
Más allá de las rivalidades vecinales y de los conflictos de prelación, la satanización de los Hermanos Musulmanes, la matriz original de Al Qaida y sus organizaciones derivadas, aparece así como una gran operación de blanqueamiento de las infamias saudíes y de pago de la dinastía por su apoyo a la nebulosa del yihadismo errático desde su aparición en la década de 1980, durante la guerra antisoviética de Afganistán. Un patrocinio que le costó a Irak asumir, por sustitución, la función de víctima sacrificial de un juego de billar a tres bandas, en 2003, en compensación del castigo de Arabia Saudí por su responsabilidad en los atentados del 11-S contra los símbolos de la superpotencia estadounidense.
Al saldar sin culpabilidad la era Bandar, el antiguo patrón de la nebulosa islamista, la dinastía wahabí, pensó que subliminalmente señalaba a sus rivales del reino, sobre el fondo de las negociaciones iraníes-estadounidenses respecto al asunto nuclear iraní, la permanencia y la solidez del pacto de Quincy, en desafío de las interferencias en las relaciones entre el mejor aliado de Estados Unidos en el mundo árabe y el protector de Israel; en desafío de los intentos de aproximación de Estados Unidos con Irán, el antiguo supergendarme del Golfo de la época del sah y ahora bestia negra de la dinastía wahabí.
Arabia Saudí gran vencedora de la guerra de Siria, a la par que Francia
Más allá de las loas postmorten de circunstancias de las cualidades del difunto rey «defensor de la paz» (Stephen Harper, Canadá), «gran estadista cuya actuación ha marcado profundamente la historia de su país» (François Hollande, Francia), «dirigente sincero y valiente» (Barack Obama, Estados Unidos), Arabia Saudí figurará en los anales de la década de 2010 como la gran vencedora de la guerra de Siria a la par que Francia, cuyos patinazos han rebotado en su suelo nacional con sangrientos atentados terroristas (Mohamad Merah 2012, Mehdi Nemmouche 2014, los hermanos Kouachi -contra Charlie Hebdo– en 2015).
El guardián de los Lugares Santos del Islam ciertamente financió la promoción del islam en todo el mundo, pero su proselitismo religioso en todas direcciones a menudo se mezcla con una instrumentalización política de la religión como arma de guerra contra los enemigos de Estados Unidos, especialmente el ateísmo comunista, en detrimento de los intereses estratégicos del mundo árabe.
El líder del islam suní ha llevado la marca a todos los rincones del planeta por cuenta de su protector estadounidense, pero el proveedor de fondos de los equipos militares estadounidenses en el Tercer Mundo -de Afganistán a Nicaragua, Irak y Siria- nunca ha llegado a liberar el único alto lugar santo del islam bajo ocupación extranjera, la mezquita de Al Aqsa de Jerusalén, hasta el punto de que su líder ya sufre la competencia de la recién llegada a la escena diplomática regional, Turquía y su postura neootomana.
El protegido de Estados Unidos, autor de dos planes de paz para Oriente Próximo, nunca consiguió que su padrino estadounidense y el socio de éste, Israel, ratificasen sus propuestas para arreglar el conflicto israelí-palestino. Tampoco logró contener la anexión rampante de Jerusalén ni la judaización de la tercera ciudad santa del islam. Y todavía menos ha podido evitar que las grandes capitales árabes se hallen fuera de la esfera suní: Jerusalén bajo ocupación israelí y Damasco bajo partición kurda chií.
El país árabe más rico, miembro de pleno derecho del G20, regidor financiero del mundo, dilapidó una parte de su fortuna en extravagantes realizaciones de prestigio y en la satisfacción de increíbles caprichos principescos, sin soñar nunca con utilizar su poder financiero para la recuperación económica árabe o para reforzar su potencial militar, frenando al mismo tiempo cualquier protesta y acarreando en su estela al mundo árabe hacia la sumisión al orden estadounidense.
La dinastía wahabí, que desvió a los árabes y musulmanes de su principal campo de batalla, Palestina, a los furiosos combates en Afganistán, nunca ha disparado un tiro a Israel hasta el punto de que el mejor aliado árabe de Estados unidos aparece, retrospectivamente, como el principal beneficiario de los ataques israelíes al núcleo duro del mundo árabe y el Estado hebreo como el mejor aliado objetivo de la monarquía saudí.
Este reino casi centenario es por excelencia un país de privilegios gobernado por seis monarcas (Abdel Aziz, Saud, Faysal, Khaled, Fahd, Abdalá). Pero en un período crucial de la historia del mundo árabe, en la era de la «optrónica», de la balística, del combate diseminado y el furtivismo de baja intensidad, ninguno de los seis monarcas poseyó un diploma universitario, todos formateados en el mismo molde de la formación beduina y de la escuela coránica, a la manera de las demás petromonarquías gerontócratas del Golfo, es decir, un tercio de los miembros de la liga árabe y dos tercios de la riqueza nacional árabe, mientras la vecina teocracia iraní ya ha accedido al estatuto de potencia de umbral nuclear.
A pesar de las turbulencias la familia Al Saud ha conseguido salvaguardar su trono, pero hundiendo a la zona en la parálisis mientras es dañada por Israel.
Ilustración caricaturesca de la realidad paralítica árabe
El rey está desnudo, la monarquía saudí a la defensiva. La dinastía wahabí, capataz del islamismo bajo la égida estadounidense, aparece retrospectivamente, desde el punto de vista de la historia, en la misma categoría que el coronel Muammar Gadafi de Libia, como uno de los principales enterradores del nacionalismo árabe y como responsable del sometimiento del mundo árabe al orden estadounidense.
90 años después de la constitución del reino el balance no admite dudas y no existen atenuantes en la descomposición del mundo árabe, su ubicación bajo tutela estadounidense con el despliegue de media docena de bases militares en el espacio árabe (Arabia Saudí, Bahréin, Jordania, Kuwait, Omán, Catar), la subversión mortífera que sacude periódicamente el reino, las derivas de sus antiguos súbditos de los que el más ilustre discípulo no es otro que el animador de la principal organización clandestina transnacional del integrismo musulmán, Osama Bin Laden, antes servidor devoto de la política saudí-estadounidense en la esfera musulmana.
Más grave todavía, aliado incondicional y resuelto de Estados Unidos, el proveedor de fondos de todos sus equipamientos en la zona, incluso más allá en América Latina y en África, fuera de la esfera de la seguridad nacional árabe, Arabia Saudí ha sido por añadidura el aval moral y político del principal socio estratégico del mayor enemigo de los árabes, Israel, propagador celoso de una política que ha desembocado, paradójicamente, en la judaización rampante de casi todo el antiguo territorio de la Palestina del Mandato Británico en contradicción con las voces de uno de los más eminentes monarcas saudíes, el rey Faisal, asesinado en 1975 antes de que pudiera cumplir su deseo de rezar en la mezquita liberada Al Aqsa de Jerusalén.
Y sobre todo Arabia Saudí ha ilustrado hasta la caricatura la realidad de la parálisis árabe en la que tiene una gran parte de responsabilidad con un monarca (el rey Fahd) hemipléjico durante un decenio, desde 1995 hasta su muerte en 2005, con movilidad reducida y lucidez aleatoria, bajo asistencia sanitaria permanente de una cohorte de médicos, reinando sobre un país clave del tablero regional en un momento crucial del cambio geoestratégico planetario, con la colusión frontal de la superpotencia estadounidense con los dos principales focos de resonancia de la estrategia regional saudí, Afganistán e Irak, los dos antiguos aliados del eje saudí-estadounidense.
Un escenario idéntico se reprodujo 15 años después, en 2009, con el príncipe heredero, Sultán Ben Abdel Aziz, que desertó de su puesto de ministro de Defensa y del reino debido a una larga convalecencia de más de un año en Marruecos ejerciendo, como un fantasma, sus pesadas responsabilidades de príncipe heredero, viceprimer ministro, ministro de Defensa e inspector general de las fuerzas armadas reales en una zona particularmente agitada en pleno pulso estadounidense-iraní con respecto al expediente nuclear iraní.
Sin embargo Arabia Saudí tenía todo para ser exitosa y sus resultados se prometían brillantes gracias a sus incomparables bazas naturales: La Meca y Medina, los dos principales lugares santos del islam, referencia espiritual absoluta de una comunidad de creyentes de 1.500 millones de fieles de la segunda religión del mundo; el petróleo, motor de la economía internacional, del que Arabia Saudí posee el principal yacimiento energético del mundo, una inmensa superficie que convierte al país de 2,5 millones de km2 en casi un continente comparable a Europa occidental (Francia, Alemania, Bélgica, Holanda y Luxemburgo); una débil densidad demográfica (20 millones de habitantes) y por último, pero no menos importante, la baza del escudo antimisiles estadounidense establecido por el pacto de Quincy, disuasorio de cualquier cuestionamiento interno, cualquier intervención extranjera y cualquier crítica internacional.
A la sombra de los drones y los AWACS estadounidenses, aviones radares electrónicos de amplio radio de acción, que fuera del territorio de Estados Unidos solo se encuentran en Arabia Saudí, el reino wahabí podía prosperar sin límites, en una calma que no se vería alterada por la reclusión de las mujeres, considerada un escándalo en todas partes del mundo, ni por la segregación racial o religiosa ni por los abusos domésticos que alimentan las crónicas frívolas de la prensa occidental, ávida de escándalos, ni por las vejaciones repetitivas de una institución única en el mundo, la temible Policía Religiosa (Al-Moutawa’a), tan poderosa como sectaria.
Con total impunidad el soberano podía permitirse increíbles privilegios criminales como el secuestro del más famoso opositor saudí, Nasser Al-Saïd, misteriosamente desaparecido en 1979 en Beirut. La oposición antimonárquica sostendría que el hombre, refugiado en Beirut, fue secuestrado por los servicios saudíes con ayuda de grupos palestinos aprovechando la anarquía ambiental que reinaba en la capital libanesa en plena guerra entre facciones, introducido a la fuerza en un avión militar saudí y arrojado desde arriba al desierto saudí. Aunque la oposición saudí nunca pudo demostrar oficialmente esta acusación hay que convenir que desde hace 26 años nadie ha podido encontrar su rastro.
País riguroso, Arabia Saudí ha hecho del Corán su arma absoluta y del proselitismo religioso su vector de influencia diplomática, auténtica renta de situación, esterilizando cualquier debate interno, hasta el punto de que el país ha zozobrado durante medio siglo en el «grado cero de la cultura». El reino dedicó durante la década de 1980 casi mil millones de dólares al mantenimiento de 30.000 centros de culto y 90 universidades teológicas, récor mundial absoluto en relación con su densidad demográfica, convirtiendo el país en un bastión integrista. Uno de los momentos más importantes del ritual diplomático de la dinastía wahabí, la peregrinación a La Meca, gran reunión humana anual de más de dos millones de personas, constituye el momento ideal para los dignatarios saudíes de desplegar los tesoros de su generosidad al servicio de la fe, para lograr inconmensurables repercusiones políticas en beneficio del rey. En el plano profano la peregrinación de Riad constituiría para los dirigentes occidentales un ritual comparable por su importancia a la peregrinación de La Meca por los musulmanes. Además lucrativo.
Arabia Saudí, que efectivamente fertilizó su desierto, gracias al boom petrolero generador de «petrodólares» se dotó de infraestructuras sin relación con las necesidades del país, con gran satisfacción de los pedigüeños de todo pelaje, en una política de despilfarro que ponía de manifiesto al mismo tiempo la ostentación, el clientelismo político y la corrupción. Seguramente las grandes inversiones, en especial las militares, no estaban tan justificadas por las necesidades de seguridad como por la apetitosa perspectiva de las comisiones. En el índice mundial de la corrupción Arabia Saudí se saldría por arriba. Seguramente las sobrefacturaciones actuaban como «pólizas a todo riesgo» frente a eventuales intentos de desestabilización, una retribución disfrazada para conseguir protección, una especie de servicio mercenario oficioso y preventivo.
A raíz de la primera guerra contra Irak, en 1992 y 1993, Arabia Saudí dedicó 29.000 millones de dólares a su defensa frente a 26.500 millones a la educación nacional, una suma equivalente, teniendo en cuenta su débil densidad demográfica (12,3 millones de nacionales) y la debilidad numérica de sus fuerzas armadas (200.000 militares entre el ejército regular y la guardia nacional), un gasto medio de 75 millones de dólares anuales por cada militar y a escala nacional un millón de dólares por habitante, proporción desigual en cualquier parte del mundo. El gigantismo y la arrogancia van de la mano en el reino en lo que aparece como una señal de compensación frente a la abdicación de su soberanía ante los estadounidenses.
Más allá de las apariencias el reino, nunca colonizado, de hecho constituye una gran jaula de oro para una dinastía con un reducido margen de maniobra con respecto a sus tutores estadounidenses y para una población en estado de miedo reverencial hacia sus vigilantes, grandes distribuidores de los favores del reino. Única empresa familiar del mundo que se sienta en las Naciones Unidas, la dinastía wahabí ha servido todas las licencias, avalando el paso de tráficos asombrosos y llegando incluso, al menos algunos miembros del entorno real como fue el caso del narcotráfico saudí en Francia, a requisar los aparatos de la flota aérea real para el transporte de la droga colombiana. Un tráfico rocambolesco que no parece muy ajustado a las rigurosas enseñanzas que el poder saudí dispensa y que explican en parte su descrédito.
Una anomalía exorbitante en el origen del divorcio entre la dinastía wahabí y su antiguo servidor Osama Bin Laden, es la presencia de las tropas estadounidenses en el suelo del reino, así como las derivas mercantiles a las que dio lugar la contribución militar occidental durante la primera guerra del Golfo consecutiva a la invasión de Kuwait por Irak (agosto de 1990-enero de 1991). En la cumbre de su gloria Osama Bin Laden propuso al rey Fahd de Arabia sacar a los iraquíes de Kuwait solo con los muyahidines, pero la propuesta del vencedor del ejército rojo en Afganistán fue acogida sin entusiasmo por los dirigentes saudíes, asustados de que uno de sus elementos dispusiera de la capacidad de levantar a las tropas como para combatir a un Irak en la cima de su poder.
El rey Fahd declinó el ofrecimiento de Bin Laden y prefirió una propuesta estadounidense, más cara y exigente al final, pero que tenía la apreciable ventaja de salvar la cara de los saudíes en la medida en que la presencia de las tropas occidentales tenía también la función de enmascarar la impericia y la corrupción del ejército saudí, presentando la guerra contra Irak como una operación de policía internacional llevada a cabo por una coalición con el aval de las Naciones Unidas. Pero, por un efecto de péndulo, la presencia masiva de 500.000 soldados occidentales en suelo saudí, de ellos 60.000 soldados estadounidenses de religión judía, en la proximidad de los lugares santos del islam, hecho sin precedente en la historia, fue percibido por una amplia fracción de la población árabe y musulmana como la profanación de un santuario que la dinastía wahabí tenía, en principio, el deber de custodiar y proteger.
También resonó como la señal de la colusión del «guardián de los lugares santos» con los opresores de los musulmanes y sirvió de justificación a la ruptura de un buen número de formaciones islamistas con el rey saudí, su proveedor de fondos. Como pago de la presencia estadounidense Arabia Saudí desembolsó la bonita suma de 50.000 millones de dólares a título de contribución al esfuerzo de la guerra, de los que 17.000 millones de dólares eran en concepto de prima del desembarco en el suelo saudí previo a los golpes contra Irak… Es decir, la monarquía saudí pagó 50.000 millones de dólares a Estados Unidos para autorizarle a reforzar su influencia sobre el reino y camuflar la corrupción reinante.
El general Khaled Ben Sultán, de 57 años, hijo del ministro de Defensa y autoproclamado abusivamente comandante en jefe de la coalición internacional contra Irak, mientras que en realidad solo era la conexión saudí del verdadero comandante estadounidense, el general Norman Schwarzkopf, consiguió en esas circunstancias dramáticas para su país la hazaña de embolsarse unos 3.000 millones de dólares a título de comisión de las transacciones de equipamiento y avituallamiento de las tropas de la coalición, estimadas en la época en 500.000 soldados de 26 nacionalidades. Esa comisión exorbitante, y desde algunos puntos de vista indecente con respecto a la época y la contribución que reclamaban los terceros para la defensa del territorio nacional, habría sido condenable en todas partes y habría obligado a una comparecencia inmediata ante un tribunal militar. Pero no dio lugar a ningún llamamiento familiar al orden, sino simplemente a una discreta relegación provisional del implicado que se tradujo en un exilio milmillonario en Londres por la compra del periódico Al-Hayat. Una prima a la prevaricación, de alguna forma.
Ese reino de los tres silencios «no hablar, no ver, no oír» consagró a su magnificencia las plumas más reputadas del mundo árabe edificando en tiempo récord, con la ayuda de capitales occidentales, un complejo multimedia y elevándose en el espacio de un decenio a la categoría de gigante de la comunicación, a la altura de los conglomerados occidentales, con una estrategia ofensiva cuyo objetivo inconfesable era limpiar las ondas de cualquier polución antisaudí con el fin de hacer frente a la contaminación revolucionaria de la esfera musulmana, perjudicial para su liderazgo. El mayor mercado de consumo del mundo árabe con inversiones publicitarias del orden de 1.000 millones de dólares anuales (en 1995), Arabia Saudí, ha favorecido la liberalización del consumidor, en detrimento del ciudadano, y la uniformización de sus deseos y referencias institucionales por el consumo. Con consecuencias dramáticas sobre su demografía, que alcanza la cifra récord de un 10% de obesos y diabéticos y una alta tasa de acoso sexual del orden del 68% en los sectores cultivados de la población, del que un 17,32% es de naturaleza incestuosa y el 20% de pederastia.
Más allá de esta sobrecarga el imperio mediático saudí, por competente que fuese, ocultaba sin embargo serias grietas. El mayor difusor de sonido e imágenes del hemisferio sur, debido a su monopolio de hecho, se convirtió en su propio y más severo censor. La señal evidente del fracaso de la estrategia mediática saudí se pone de manifiesto en el éxito de sus jóvenes competidores, especialmente la cadena transfronteriza Al-Yazira y el periódico panárabe de Londres Al-Qods al-Arabi, cuyo prestigio bajo la dirección del periodista palestino Abdel Bari Atwane, dentro de la élite intelectual árabe, ha sobrepasado de lejos a todos los medios prosaudíes de cualquier tendencia y periodicidad.
Una mala idea, pues, el pacto de Quincy. Enfrentando a la dinastía wahabí a su impunidad y su falso sentimiento de quietud y superioridad, la hipotecó políticamente. Firmado en febrero de 1945 en el crucero estadounidense Quincy entre el presidente demócrata Franklin Roosevelt y el fundador de la dinastía saudí, el rey Abdel Aziz Al-Saud, el pacto de Quincy es una perfecta ilustración de la alianza contra natura entre una potencia que se proclama la mayor democracia liberal del mundo y una dinastía que se reivindica la más rigurosa monarquía teocrática del planeta. En contrapartida de la protección incondicional de Arabia Saudí, considerada reveladora de los «intereses vitales» de estados Unidos, los wahabíes garantizaron el suministro energético de EE.UU. a precio competitivo.
Ese pacto aseguró la estabilidad del suministro energético mundial y la prosperidad económica occidental, a veces en detrimento de los demás productores, sin por ello dar satisfacción a las legítimas reivindicaciones árabes, especialmente respecto a la cuestión palestina, y todavía menos a las aspiraciones democráticas de los pueblos árabes. En aplicación de ese pacto, que ha dado lugar a las más increíbles derivas, Estados Unidos asumió un papel etimológicamente retrógrado, en negación de los valores que profesa pero conforme a los deseos de su protegido saudí.
Parangón de la democracia y el liberalismo en el mundo, Estados Unidos se ubica como «padrino» del reino más cerrado del planeta oponiéndose a las experiencias de modernización y democratización del Tercer Mundo, como fue el caso en Irán en 1953, durante la nacionalización de las instalaciones petroleras por el dirigente nacionalista Mohammad Mossadegh; en Egipto en 1967 contra el líder del nacionalismo árabe Gamal Abdel Nasser e incluso en el coto de las potencias occidentales: África y América Latina.
En el paroxismo del conflicto israelí-árabe, mientras Israel emprendía el desvío de las aguas del Jordán para anticipar sus necesidades hidráulicas futuras, Arabia Saudí se entregaba a una operación de diversión intentando desestabilizar al joven equipo baasista de Siria que acababa de llegar al poder en 1966. Las revelaciones de uno de los conjurados, el coronel Salim Hatoum, sobre una contribución real saudí del orden de un millón de dólares a esta operación de desestabilización de Siria, en plena ebullición nacionalista consecutiva a la desviación de las aguas del Jordán, originó la evicción de Saud, en beneficio de su hermano menor Faisal, del trono de Arabia Saudí, sin que esta sanción pusiera fin a sus prácticas.
Embriagado por su promoción al rango de potencia regional tras la caída de la monarquía iraní el reino, reincidente, fundó en 1979 con Francia, Egipto y Marruecos el «Safari club», dándose así la ilusión de «jugar en la liga de los grandes», no en el campo de la confrontación israelí-árabe, sino a miles de kilómetros de allí; no por la recuperación de los santos lugares del islam, sino para el mantenimiento en el poder de los dictadores más corruptos del planeta como el zaireño Mobutu, agente de los estadounidenses en la zona central de África frente a la subversión interna.
Aunque el reino blandió «el arma del petróleo» en 1973 contra los países occidentales apoyando a Israel en guerra contra Egipto y Siria, sin embargo nunca ha podido privar a Estados Unidos, principal apoyo del Estado hebreo, del suministro petrolero necesario para cuerpo expedicionario estadounidense en sus operaciones de guerra contra el Vietnam del Norte comunista.
Más todavía. En los años 80, en lo más álgido de la rivalidad soviética-estadounidense consecutiva a la pérdida de Vietnam (1975) y de la invasión soviética de Afganistán, Arabia Saudí aportaría su apoyo material y financiero a la mayor operación de desestabilización de un régimen socialista situado más allá de los océanos, en la lejana América Latina, la Nicaragua del régimen sandinista de Daniel Ortega, con el único deseo de satisfacer a su cómplice estadounidense. El asunto de los «contras», que puso en marcha la mayor operación de toxicomanía masiva en la comunidad de Los Ángeles por culpa del tráfico de crack (droga de efectos demenciales) desembocaría en el mayor escándalo político financiero de la época de Reagan (1980-1988), el «Irangate», y el castigo de dos fusibles subalternos, un oficial superior estadounidense, el lugarteniente Oliver North y un rico intermediario saudí de nombre Adnan Kashoogi, arrojado como pasto para calmar la venganza popular.
Afganistán, Irak, Siria… las guerras asesinas de costes faraónicos del orden de tres billones de dólares, para borrar cualquier rastro de cooperación soterrada saudí-estadounidense en los puntos de percusión de la confrontación soviética-estadounidense en lo más álgido de la Guerra Fría, han llevado al final de un mundo unipolar, a la descalificación de Estados Unidos frente a China como primera potencia económica del mundo y al final del unilateralismo estadounidense poniendo de golpe a Arabia Saudí a la defensiva. Decididamente el pacto de Quincy no ha sido una buena idea en cuanto que Arabia Saudí, ese reino de tinieblas, ubicó al islam como rehén del wahabismo.
Fuente: http://www.renenaba.com/arabie-saoudite-un-royaume-en-plein-desarroi-en-pleine-convulsion/