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Un señor muy importante

Fuentes: Rebelión

Este artículo fue enviado al diario El País con el ruego de que lo publicaran en desagravio a la ofensa, que a mi me parecía gravísima, de equiparar a un torturador con un gran poeta como Foix a la hora de dar noticia de la muerte de ambos. El País, como es natural, ni tan siquiera se dignó contestar la carta. Ahora, pasados casi veinte años, considero importante -por aquello de la memoria histórica- insistir en dejar las cosas en su sitio.

Leyendo las notas necrológicas de «El País Internacional», que llega aquí con bastante retraso, me entero de que quien un día fuera jefe superior de Policía de Bilbo, José Sainz, ha muerto en Reinosa, a los setenta años de edad. La reseña es bastante extensa, se refiere a los cargos que ostentó, a las condecoraciones que tuvo, al papel político que jugó en el difícil momento de la «transición», siendo ministro del Interior Martín Villa… He de reconocer que la noticia me ha cogido desprevenida, un poco de sopetón; tan lejos y a tantos años de distancia de la última vez que le vi, en la penumbra de aquel despacho fantasmagórico… Qué raro me parece: muerto ahora, trece años después de aquella cena a la que por mi culpa llegó con un poco de retraso…

Siempre he sentido una cierta extrañeza al leer esas secciones necrológicas en las que aparecen las gentes importantes -afortunadamente la mayoría de las muertes no se recogen en ninguna parte- y en las que con unas breves y esquemáticas líneas se despacha la gran complejidad de una vida. Pero en este caso la extrañeza es mucho mayor porque la nota que resume esta vida, a la que le ha llegado la muerte, está junto a la del gran poeta catalán J.V. Foix, que murió también los últimos días de enero, ocupando así las dos notas un espacio similar. Y es precisamente esa equiparación de importancias lo que me ha dejado un tanto desconcertada; no porque el señor Sainz no fuera importante -que sí lo fue y mucho, y bien lo recuerdan algunos- sino porque la verdadera dimensión de esa importancia está deliberadamente oculta, haciendo resaltar de su biografía sólo aquellos aspectos que más le convienen al político cuya imagen se pretende fijar para la Historia: consiguiendo con ello, además, que las abismales distancias que en vida separaran a hombres tan dispares queden borradas y niveladas en las muerte por la común respetabilidad que se les confiere: distintos en sus quehaceres pero respetables ambos. Tal es el mensaje que recibe el lector ingenuo ante la consternación de quienes conservamos la memoria. Uno piensa que si ahora es así, el investigador que dentro de cincuenta años acuda a la hemeroteca a consultar la Prensa de la época, tendrá que ser muy sagaz para averiguar quién fue ese hombre «ilustre» y cuál su inconfesable y siniestra relación con los luchadores vascos en la trastienda de sus dominios; tendrá que esmerarse mucho para dar con esa realidad que en ninguna parte se cuenta -ni tan siquiera en esos archivos policiales que con tanto énfasis se han puesto a disposición de los estudiosos-, con ese vergonzante pasado que el finado, como tantos otros «ilustres» que le precedieron, se ha llevado a la tumba con la colaboración, siempre contemporizadora, de los «demócratas». No, no le será fácil a nuestro investigador trabajar con esas reseñas, escritas a más de dos lustros de la muerte de Franco, en donde todavía se sigue diciendo del que fue torturador que su muerte constituye una irreparable pérdida para la sociedad y ha sido hondamente sentida por quienes le conocieron.

Yo también le conocí. Fue en septiembre de 74, cuando ya era director general de la Policía y quedaban atrás los días en que tenía que mancharse las manos torturando en la Comisaría de Bilbao. Ahora dirigía la represión a distancia. Pero yo no sabía nada de esto, lo supe después, mucho más tarde. En aquellos momentos para mí sólo era «un señor muy importante». Lo vi una sola vez, en su despacho de la DGS: era alto, fuerte, corpulento; desde el encogimiento de mi condición de detenida, me pareció inmenso, como algunos deben de ver al patrón cuando les manda llamar para el despido: poderoso, implacable. Iba pulcramente vestido: traje claro de verano, sin una arruga, camisa finísima, cuello y puños impecables, corbata a tono. Realmente, «un señor muy importante», tal y como me lo había anunciado el comisario Conesa mientras me daba un café para que me repusiera del desvanecimiento… Pero yo tampoco sabía que era Conesa; sólo meses después lo identifiqué; entonces era el «tío Roberto», así lo llamaban. Es un momento complicado que no merece la pena esforzarse en recordar ahora, ya en otra parte lo he contado con detalle, pero sí quiero decir algo sobre los preludios de aquel inolvidable encuentro.

El cansancio infinito después de doce, quince interrogatorios. Todo son idas y venidas, trajín de llaves, de cerrojos, de órdenes y gritos, de esposas que me quitan, que me ponen. Me traen, me llevan: del sótano al tercer piso, del tercer piso al calabozo. Era como estar en las tripas de un monstruo que me acababa de engullir y que no podía digerirme. Pasábamos corriendo por estrechos pasillos, por angostas escaleras, por destartalados salones: un laberinto de corredores, de puertas. Era una situación chocante porque estaban en obras, ampliando las oficinas y nosotros por allí, a empujones. Crujían las maderas del suelo, los escalones, los muebles; todo era viejo, sucio, por todas partes trastos abandonados, rotos; había que saltar por entre archivos polvorientos, sobre bloques de legajos mal atados y carpetas que derramaban sus folios al pie de armarios vacíos. Todo era ruinoso e irreal bajo la mortecina luz de las pálidas bombillas que paralizaba el tiempo: aquel tiempo sin día y sin noche, sin horas, siempre igual, en una monotonía de infierno, desorientadora y gélida. Y en medio de esa confusión: la espera. Eso sí que lo recuerdo bien.

Estoy contra la pared, mirando al muro, en un despachito. Alguien -¿un robot?- escribe a máquina, indiferente, detrás de mí. Tengo mucho frío, la ropa está empapada y tiemblo. En algún momento, lejos de allí, me han echado agua para que recuperara el conocimiento y, al poco, el «tío Roberto» ha venido con el café… Luego me han traído allí. Estoy contra la pared, mojada, tiritando sin parar. Hay una mano de hierro que me atenaza el brazo, que me sujeta cuando me tambaleo. Se que estoy en la antesala. «Vas a ver a un señor muy importante. No creas que recibe a todo el mundo», el tío Roberto lo ha repetido varias veces. Espero; una espera inconmensurable. Y, de pronto, se abre la puerta y la mano de hierro me conduce, me empuja y me deja allí, en el umbral.

Recuerdo aquella oleada de bienestar físico que me envuelve y en la que floto sobre un suelo alfombrado que mitiga los sonidos y la tenue luz que cae sobre el mobiliario en el que hay mullidos asientos… Y la lamparita encendida sobre la gran mesa de despacho, al fondo, y detrás, él, solemne, inmenso, ya lo he dicho, diciendo con educación que me acerque, que tome asiento, que si quiero fumar. Es tan grande el contraste que dan ganas de relajarse y llorar, son cosas que pasan en estas situaciones, pero me contengo. Hay gente que se mueve en la penumbra. El «tío Roberto» se sienta en el otro butacón, junto a mí. Va a empezar algo. Todos aguardan respetuosos. A partir de aquí lo veo como una escena teatral. El señor levanta el teléfono y habla con su madre. Le anuncia que tiene una visita y que irá un poco más tarde a cenar, pero que le esperen. «Estoy con una visita». Siento una infinita extrañeza. Me veo sucia, desgreñada, en el centro de aquella fantasmagórica reunión: «una visita impresentable»… Lo que luego siguió tampoco merece la pena contarlo, son escenas grotescas, amenazas, pistolas que me apuntan, golpes. El seguía detrás de la mesa, observando, interviniendo a veces en el juego: «Cálmate, Roberto. No seas violento», impasible y lejano, como si se tratara de una aburrida escena muy repetida.

Quedé tan colgada de aquella situación que no he podida olvidarla. Y no me pesa. Estoy contenta de tener memoria: perderla sería caer en la noche y el vacío. Que nadie piense que hay rencor en este artículo. Se trata, sencillamente, de no caer en la trampa del «aquello ya pasó» y el «ahora somos todos demócratas»… Los hombres, como los pueblos, sólo pueden mejorar el mundo si tienen muy vivo el recuerdo de los horrores que no deben repetirse.

California, marzo de 1987