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Una desesperación invencible

Fuentes: La Jornada

«Cómo es que sigo vivo. Les diría que estoy vivo porque hay una escasez temporal de muerte». Esto se dice con un dejo de sonrisa que proviene del lado remoto de un anhelo de normalidad y vida ordinaria. Aun en las áreas rurales, a donde quiera que vaya uno en Palestina se encuentra entre el […]

«Cómo es que sigo vivo. Les diría que estoy vivo porque hay una escasez temporal de muerte». Esto se dice con un dejo de sonrisa que proviene del lado remoto de un anhelo de normalidad y vida ordinaria.

Aun en las áreas rurales, a donde quiera que vaya uno en Palestina se encuentra entre el escombro, buscando un camino que lo cruce, le dé la vuelta o lo remonte. En un puesto de revisión, alrededor de unos invernaderos a los que ya no pueden llegar los camiones de carga, por cualquier calle, rumbo a cualquier encuentro.

El escombro proviene de las casas, los caminos y los detritos de la vida cotidiana. Casi no hay familia palestina a la que no hayan forzado a huir de alguna parte durante los últimos 50 años, como tampoco hay pueblos cuyos edificios no sean regularmente derruidos con trascavos por el ejército de ocupación.

Está también el escombro de las palabras, palabras hechas ruinas que no alojan nada más, pues su sentido está destruido. Por ejemplo la Fuerza de Defensa Israelí (IDF, por sus siglas en inglés), como le dicen al ejército de Tel Aviv, se ha convertido de facto en un ejército de conquista. Sergio Yahni, uno de los valerosos y alentadores refusniks israelíes (así llamados porque se rehúsan a servir en el ejército), escribe: «Este ejército no existe para brindarle seguridad a los ciudadanos de Israel: existe para garantizar la continuación del despojo de la tierra palestina».

También está el escombro de los términos sobrios y plenos de principios que son ignorados. Las resoluciones de Naciones Unidas y la Corte Internacional de Justicia en La Haya han condenado la ilegalidad de la construcción de los asentamientos israelíes en territorio palestino (hay ahora casi medio millón de «colonos») y de la construcción de una «valla de separación» que en realidad es un muro de concreto de ocho metros de alto. Y no obstante la OCUPACION y el MURO continúan. El estrangulamiento que el IDF tiende sobre los territorios se aprieta mes tras mes. Es un estrangulamiento geográfico, económico, cívico y militar.

Todo esto es claro; no ocurre en algún remoto rincón del globo trabado por la guerra, todas las oficinas de Relaciones Exteriores de cada una de las naciones ricas observan y nadie toma medidas para desalentar las ilegalidades. «Para nosotros», dice una madre palestina en un punto de revisión después de que un soldado de la IDF lanzara una granada de gas lacrimógeno tras ella, «el silencio de Occidente es peor» -y con su rostro señala el carro artillado- «que sus balas».

Tal vez, a lo largo de la historia, sea una constante la brecha entre los principios declarados y la realpolitik. Es frecuente que las declaraciones sean grandilocuentes. Aquí, sin embargo, ocurre lo contrario. Las palabras son mucho más chiquitas que los acontecimientos. Lo que ocurre es la destrucción detallada de un pueblo y una nación prometida. Y en torno a esta destrucción hay palabritas y un silencio evasivo.

Para los palestinos, permanece sin merma la palabra «nakbah», que significa «catástrofe», y se refiere al éxodo forzado de 700 mil palestinos, en 1948. «El nuestro es un país de palabras. Hablar. Hablar. Déjenme descansar mi camino contra una piedra», escribió el poeta Mahmoud Darwish. Nakbah se volvió un nombre que comparten cuatro generaciones, y perdura tan remachón porque la operación de limpieza étnica que nombra sigue sin ser reconocida por Israel y Occidente.

El valiente trabajo de los sobresalientes (y perseguidos) nuevos historiadores israelíes -como Ilan Pappe- es de vital importancia en este contexto porque puede conducir eventualmente a un reconocimiento oficial, y esto retornaría el nombre fatal a su ser de palabra, por más trágica que ésta sea.

Aquí hay una familiaridad con toda suerte de escombros, incluido el escombro de las palabras.

Uno tiende a olvidar la escala geográfica de la tragedia en cuestión, su escala se ha vuelto parte de la tragedia. Las franjas de Cisjordania y Gaza juntas son más pequeñas que Creta (la isla de la que pudieron haber llegado los palestinos en la prehistoria). Tres millones de personas, seis veces más que en Creta, viven aquí. Y es sistemático que a diario resulte reducida el área. Los poblados se colman más y más y el campo queda más cercado e inaccesible dentro de las alambradas.

Los asentamientos se extienden o se emprenden nuevos. Las autopistas especiales para los colonos, prohibidas para los palestinos, transforman los antiguos caminos en callejones sin salida. Los puntos de revisión y los tortuosos controles de identificación han reducido seriamente la posibilidad de que los palestinos viajen o inclusive planeen viajar dentro de lo que aún queda de sus propios territorios. Muchos no pueden ir más allá de 20 kilómetros en cualquier dirección.

El muro encierra, corta rincones (cuando se termine habrá escamoteado cerca de 10 por ciento de lo que queda de la tierra palestina), fragmenta el ámbito rural y separa a los palestinos de los palestinos. Su propósito es partir Creta en unas 12 isletas. El propósito del marro lo llevan a cabo los trascavos.

«No queda nada para nosotros en la espesura sino lo que la espesura conservó para sí misma.» (Mahmoud Darwish)

Aquí, la desesperación sin miedo, sin resignación, sin sentido de la derrota, logra una postura moral hacia el mundo, como yo no había visto antes. Puede expresarse de alguna forma en el joven que se une a la jihad islamita, en la vieja que recuerda y balbucea entre los huecos de sus pocos dientes, o en la sonrisa de una niña de 11 años que envuelve en un pañuelo una promesa para esconderla de la desesperanza…

Y esta postura moral, como usted la llama, cómo funciona.

Escuchen…

Tres niños se acuclillan y juegan canicas en una rinconada de algún callejón dentro del campamento de refugiados. En este campamento muchos vinieron de Haifa. La destreza con que los niños tiran la canica con el pulgar, mientras el resto de su cuerpo permanece inmóvil, no deja de tener conexiones con la familiaridad que tienen de los espacios apretujados.

Tres metros más allá en el callejón, que es más angosto que el corredor de algún hotel, hay una tienda que vende partes usadas de bicicleta. Todos los manubrios cuelgan de un tubo, todas las ruedas traseras de otro, los asientos de un tercero. Si no fuera por este arreglo, las piezas parecerían basura invendible. Pero así, se venden.

En la pared de un edificio bajo, con puerta de metal, al otro lado de la tienda de bicicletas, se lee: «Del vientre del campamento nace una revolución todos los días». Un maestro de escuela vive ahí, tras la puerta de metal, con su hermana. Señala el piso de otro cuarto que tiene las dimensiones de dos tinas de baño. El techo y las paredes están derrumbadas. «Ese es el cuarto donde yo nací», dice.

Regresamos a su sala de estar. El profesor señala una foto con marco dorado que cuelga del muro junto al retrato oficial de Yasser Arafat envuelto en su keffiya. «La foto enmarcada que está ahí es mi padre, de joven, y la tomaron en Haifa. Un colega me dijo alguna vez que se parece a Pasternak, el poeta ruso, ¿qué piensan ustedes?» (Se parece.) «Tuvo una afección cardiaca y la nakbah lo mató. Murió en este mismo cuarto cuando yo tenía 12 años».

En el extremo distante del edificio con puerta metálica, justo enfrente de la tienda de partes usadas de bicicleta, a ocho pasos de donde los niños juegan canicas en un rincón, hay un metro cuadrado de tierra abierta donde crece una mata de jazmines. Tiene tan sólo dos flores blancas, porque es noviembre. Rodeando la raíz, se alinean unas 12 botellas de plástico, de agua mineral, vacías, desperdicio del callejón. Por lo menos 60 por ciento de los habitantes del campamento son desempleados. Estos campos son verdaderas favelas.

Cuando algunos tienen la oportunidad de abandonar el campamento y cruzar los escombros hacia algún acomodo un poquito mejor, puede ocurrir que lo rechazan y deciden quedarse. En el campamento son un miembro, como los dedos, de un cuerpo interminable. Salirse es como una amputación. La postura moral de estar desesperados pero no rendirse funciona así.

Escuchen…

Los olivos situados en la terraza más alta parecen desgreñados; los enveses plateados de sus hojas son más visibles que de costumbre. Es porque ayer recogieron las aceitunas. El año pasado la cosecha fue pobre, los árboles se cansaron. Este año es mejor. A juzgar por su diámetro los árboles deben tener tres o cuatro siglos de antigüedad. Las terrazas de piedra caliza seca son tal vez más viejas.

Unos dos kilómetros más hacia el oeste y el sur hay dos asentamientos construidos recientemente. De dimensiones regulares, compactos, urbanos, son impenetrables (los colonos viajan diario a trabajar en Israel). Ninguno de estos asentamientos parece una comunidad, son más como un enorme jeep, tan grandes en su piso que pueden alojar confortablemente a 200 colonos armados. Ambos asentamientos son ilegales, están construidos sobre colinas, tienen torretas de vigilancia más esbeltas que el minarete de una mezquita. Su mensaje virtual al medio rural circundante es: «Manos arriba de la cabeza, sobre la cabeza, les digo, y caminen despacio hacia atrás».

Levantar el asentamiento hacia el oeste y el camino que conduce a él, implicó derribar varios cientos de olivos. Los hombres que trabajaron en el sitio eran en su mayoría palestinos sin empleo. La postura moral de estar desesperados pero no rendirse funciona también así.

Las familias, que ayer pizcaron aceitunas, vienen de una comunidad dispersa en el valle, entre los dos asentamientos, y su población es de unos 3 mil habitantes. Veinte hombres de la comunidad están en prisiones israelíes. A uno lo soltaron hace dos días. Varios de los jóvenes acaban de unirse a Hamas. Muchos más votarán por Hamas en enero. Todos los niños tienen pistolas de juguete. Todas las abuelas jóvenes, pese a preguntarse qué quedó de las promesas que alguna vez albergaron, asienten con aprobación lo que hacen sus hijos, sus nueras, sus sobrinos y se preocupan todas las noches. La postura moral de estar desesperados pero no rendirse funciona así.

La Muqata, los cuarteles generales de Arafat en la capital palestina de Ramallah, era un gigantesco erial de escombros hace tres años cuando los tanques y la artillería del IDF lo mantenían en rehén. Hoy, a un año de su muerte, los palestinos limpiaron el escombro -algunos arguyen que debieron dejarlo así, como monumento histórico- y el cuadrilátero interior está ahora tan parejo como una plancha de cemento para maniobras y ejercicio. En su lado poniente, a ras del suelo, hay una austera lápida que marca la tumba de Arafat. Sobre ella hay un techo parecido al de la plataforma de una pequeña estación de trenes.

Cualquiera puede llegar hasta ahí, cruzando los muros descarapelados bajo las guirnaldas de alambre de púas. Dos centinelas están de guardia junto a la lápida. Fuera de ellos, ningún jefe de Estado (de uno posible) ha tenido un último lugar de descanso tan reticente -que simplemente se declara ahí contra todos los nomios.

Si uno se para a la altura de sus pies en la puesta del sol, su radiantez es aquella de un silencio. Se le apodaba la Catástrofe Andante. ¿Son siempre puros los líderes amados? ¿No están siempre llenos de fallas, no debilidades sino fallas flagrantes? ¿Será esta una condición para ser un líder amado? Bajo su liderazgo, la Organización de Liberación de Palestina contribuyó también, en ocasiones, al escombro de palabras. Pero a las fallas de Arafat le metían, cual si fueran notas en un bolsillo, todos los males que su país sufriera. Y él asumió y cargó con todos eso males, y el dolor encontró un hogar, un hogar doloroso, en sus fallas. No es la pureza ni la fuerza lo que logra una lealtad siempre viva, sino lo imperfecto- como cada uno de nosotros es imperfecto. La postura moral de estar desesperados sin rendirse funciona así.

El poblado de Qalqilya, al noroeste (con una población de 50 mil personas) está totalmente cercado por 17 kilómetros de muro, con una sola salida. La que alguna vez fuera la bulliciosa calle principal termina ahora en la tierra de nadie del muro. Consecuentemente, la magra economía del poblado está en ruinas. Un jardinero del mercado empuja su carretilla con plantas que distribuye antes del próximo invierno. Hasta antes que se alzara el muro tenía doce trabajadores. (95 por ciento de los negocios palestinos tienen cuando mucho cinco.) Hoy no emplea a nadie. Las ventas de sus plantas -toda vez que el poblado está cercenado de todo- se han reducido 90 por ciento. Hoy tira las semillas de sus flores de licnis en vez de colectarlas. Sus grandes manos se vuelven pesadas al admitir que tal vez ya no tienen nada que hacer aquí.

Es difícil transmitir cómo se mira el muro en los sitios en que cruza la tierra donde no hay nadie. Pero es lo opuesto al escombro. Es burocrático -cuidadosamente planeado mediante mapas electrónicos, prefabricado y preventivo. Su propósito es evitar la creación de un Estado palestino. Es el propósito del marro. Desde que comenzó a construirse hace tres años, no ha habido una reducción en el número de ataques kamikaze. Parados frente a él, hay la sensación de ser tan pequeños como una colilla de cigarro. (Excepto durante el Ramadán, los palestinos fuman mucho.) Y no obstante, no parece algo definitivo, tan sólo irremontable.

Cuando esté terminado tendrá 640 kilómetros, y será la cara larga de la inequidad que se tiende entre aquellos que cuentan con todo el arsenal de la más nueva tecnología militar para defender lo que creen que son sus intereses (helicópteros Apache, F16, tanques Merkava, etcétera) y aquellos que no tienen nada salvo sus nombres y una convicción compartida de que la justicia es axiomática. La postura moral de estar desesperados y no rendirse funciona así.

Podría decirse que el muro pertenece a esa misma lógica represiva miope que impulsa el «buum sónico», un bombardeo al que los habitantes de Gaza son sometidos todas las noches, aun mientras escribo esto. Los jets de combate se lanzan a muy baja altura y a toda velocidad, rompiendo la barrera del sonido y los nervios de aquellos que se acurrucan sin poder dormir bajo la cobija de su axioma. Pero esa lógica no funcionará.

Tal superioridad en la capacidad de fuego desalienta cualquier estrategia inteligente: pensar estratégicamente es ser capaces de imaginarnos en el lugar de nuestros oponentes, y el sentido de superioridad habitual impide hacer esto.

Trépense a uno de los jabals y miren abajo, hacia el muro, más allá de las burdas divisiones geométricas que se tienen al horizonte sur. ¿Vieron el pájaro abubilla? En el largo plazo el muro parece provisional.

Hay 8 mil prisioneros políticos en las cárceles de Israel, 350 de los cuales tienen menos de dieciocho años de edad. Un periodo en prisión se ha vuelto una fase normal que tiene que sufrirse, una o muchas veces, en la vida de un hombre. Arrojar piedras puede conducir a una sentencia de dos años y medio o más.

«La prisión para nosotros es una suerte de educación, una extraña suerte de universidad.» El hombre que habla usa lentes, tiene como cincuenta años y está vestido con un traje propio de un almuerzo de negocios. «Uno aprende cómo aprender ahí dentro». Es el más joven de cinco hermanos e importa máquinas para preparar café. «Uno aprende cómo luchar juntos y volvernos inseparables. Ciertas condiciones han mejorado en los últimos cuarenta años, mejoraron gracias a nosotros y nuestras huelgas de hambre. Lo más que yo aguanté fueron veinte días. Obtuvimos un cuarto de hora más de tiempo para hacer ejercicio diario. En las prisiones de sentencias largas, solían tapar las ventanas para que no hubiera luz de sol en las celdas. Obtuvimos que nos regresaran el sol. Hicimos que nos quitaran un cateo corporal en la rutina diaria. Aparte de eso leemos y discutimos lo que leemos, nos enseñamos unos a otros diferentes lenguajes. Y llegamos a conocer a ciertos soldados y a ciertos guardias. En las calles es el lenguaje de las balas y las piedras lo que intercambiamos. Adentro es diferente. Ellos están en prisión tanto como nosotros. La diferencia es que nosotros creemos en lo que nos llevó ahí dentro, y ellos, casi ninguno cree, únicamente están ahí para ganarse la vida. Sé de algunas amistades que comenzaron así.»

La postura moral de estar desesperados y no rendirse funciona así.

El desierto de Judea entre Jerusalén y Jericó es de piedra arenisca, no de arena, y abunda en precipicios, no es plano. En la primavera, algunas partes se cubren de pasto silvestre y las cabras de los beduinos se alimentan de éste. Después en el año sólo hay amontonamientos de arbustos de cambronera.

Si uno contempla este desierto descubre rápidamente que es un paisaje cuya mirada se dirige totalmente hacia el cielo. Es una cuestión de geología, no de historia bíblica. Y es así porque cuelga del cielo como una hamaca, y cuando hay mucho viento se tuerce como una sábana ondulante. El resultado es que el cielo parece más sustancial, más urgente, que la tierra. Una espina de puerco espín aterriza a mis pies traída por el viento. No sorprende que cientos de profetas, incluidos los más grandes, nutrieran sus visiones aquí.

La luz agoniza y un rebaño de doscientas cabras, con su pastor beduino montado en una mula y su perro, hacen su descenso vespertino al campamento donde hay agua potable y algo de grano extra qué comer. Los cardos y las raíces rizomáticas ofrecen poco nutrimento en esta época del año.

La dificultad con los profetas y sus profecías finales es que tienden a ignorar lo que sigue inmediatamente a las acciones, ignoran las consecuencias. Para ellos, las acciones, en vez de ser instrumentales, se vuelven simbólicas. Puede ocurrir que las profecías ocasionen que la gente ya no mire lo que el tiempo contiene.

La familia beduina de allá abajo vive en dos edificios abandonados, no lejos de un acueducto romano. En esta hora del día la madre estará cociendo pan plano, pan diario, en una piedra caliente. Siete de sus hijos, que nacieron aquí, trabajan con el rebaño. Recientemente, el IDF informó a la familia que se tienen que ir para la primavera. «Manos arriba de la cabeza y caminen hacia atrás.» Todas las cabras hembras están preñadas. Es un periodo de cinco meses de gestación. «Ya veremos qué hacer llegado el momento», dice uno de los hijos. La postura moral de estar desesperados sin rendirse funciona así.

Una renuencia a ver las consecuencias inmediatas. Por ejemplo, el muro y la anexión de más tierra palestina no puede prometer seguridad al Estado de Israel, pues recluta mártires.

Por ejemplo, si un mártir kamikaze pudiera ver con sus propios ojos, antes de morir, él o ella, las consecuencias inmediatas de su explosión, tal vez reconsideraría la pertinencia de su decisión heroica.

El maldito futuro de las profecías que lo ignora todo salvo el momento final.

En la postura moral que insisto en referir, hay algo especial, una cualidad para la que ningún vocabulario posmoderno o político puede hallar un término. Es la cualidad de una forma de compartir que desarma la crucial pregunta de: ¿por qué nacimos a esta vida?

Esta manera de compartir desarma y responde a la cuestión no con una promesa, o con un consuelo o un juramento de venganza -estas son formas de la retórica propias de los lidercitos o los grandes líderes que hacen la historia-. Responde y desarma la cuestión pese a la historia. Su respuesta es breve, breve pero perpetua. Uno nació a esta vida para compartir el tiempo que reiteradamente existe entre los momentos: el tiempo del devenir antes que el ser se arriesgue a confrontarse una vez más, estando desesperado pero sin rendirse.

Traducción: Ramón Vera Herrera

© John Berger

* John Berger acaba de publicar su más reciente libro de relatos, Here is where we meet, Pantheon Books, 2005, que dio pie a un homenaje internacional por su trayectoria como escritor, pintor, guionista, pensador, dramaturgo y crítico de arte durante abril y mayo de este año en Londres.