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Daños colaterales de la ocupación israelí: la miserable existencia de un palestino acusado de colaboracionismo

Una existencia en el límite

Fuentes: Haaretz

Traducido para Rebelión por LB

Tom Hanks vivía en un aeropuerto. Mahmoud Shaniq vive en un puesto de control. Hanks actuaba en una película, la experiencia de Shaniq es real como la vida misma. Sin embargo, cuando la necesidad apremia resulta más cómodo vivir en una moderna terminal de aeropuerto que en un puesto de control del ejército israelí en los territorios palestinos ocupados. No está claro por qué razón el personaje interpretado por Hanks eligió vivir en el aeropuerto en la película «La Terminal», pero no hay ninguna duda sobre las razones que llevaron a Shariq a optar por vivir en el checkpoint: simplemente, no tenía elección –desea seguir vivo. Tiene prohibido pasar a la parte occidental del puesto de control, que es territorio israelí, y está convencido de que apenas camine unos pasos en dirección Este y penetre en territorio de Cisjordania será liquidado. En Cisjordania a Shariq lo consideran un colaborador de Israel.

Shaniq lleva viviendo un mes en el puesto de control de Jabara, situado en la carretera principal de Tul Karem a Nablús. Después de su última excarcelación de un prisión israelí, donde estuvo detenido por cargos de estancia ilegal en Israel, fue depositado en el puesto de control y no se atreve a franquearlo. Sabe a ciencia cierta que la distancia que le separa de la muerte es tan sólo de unos pasos. Vive sobre el filo de una navaja.

Mientras tanto, los soldados del puesto de control han adoptado a Shaniq: es su colaborador-mascota, su perrillo faldero. En Cisjordania hay puestos de control donde los soldados adoptan a perros extraviados: aquí han adoptado a un buen árabe. Le proporcionan agua y comida, protección las 24 horas del día y un rincón donde recostar su cabeza, como si fuera un inquilino protegido.

Su hogar es su prisión. Shaniq vive en el calabozo del puesto de control, una hermética celda de metal de 2 por 2 metros destinada a los palestinos que entran ilegalmente en Israel (conocidos por su acrónimo hebreo de shabahim) y que son interceptados en el puesto de control. Los soldados le llaman «bro» y él a su vez les llama «bro» a ellos. «Bro, saca a esos ratones de aquí», le dijo uno de los soldados esta semana cuando vio a los infortunados shabahim escrutando el interior de su casa-prisión. Los shabahim, un grupo de hombres de aspecto adusto vestidos con harapos y que trataban de buscarse un día de jornal en Israel, deben ahora pasarse horas al sol. Shaniq se ha adueñado de su celda. Les teme como a la muerte. Uno de ellos ya le ha hecho un gesto amenazador con la mano, como diciendo: «Trata de salir de ahí y verás lo que te pasa…»

Convertido en ratón de checkpoint, vive presa del pánico. De vez en cuando echa una mirada al exterior de su celda, aterrado, sus ojos revoloteando de un lado a otro, se abalanza sobre el grifo para beber agua y se vuelve a escurrir precipitadamente al interior de su espacio protegido, de su guarida. Sobre el piso de metal de la celda yacen todas sus posesiones: dos bolsas de mano, sandalias y zapatillas deportivas, una botella de agua y una toalla blanca que ha puesto a secar colgándola de la ventana sellada. Una voluntaria de la organización Machsom Watch, un grupo de mujeres que se dedican a supervisar los puestos de control para impedir violaciones de derechos humanos, le organizó un delgado camastro de campaña a partir de un saco de dormir y una sábana: su cama. Las moscas zumban alrededor de su voluntaria celda, que es tórrida y asfixiante. Cuando el último de los miserables shabahim sea liberado al final del día, tras soportar durante horas todo tipo de pullas y humillaciones, Shaniq se quedará. Día y noche en el puesto de control: éste es su hogar. Ya lleva aquí un mes y no se atisba ninguna salida para su situación.

Una vida en el arroyo.

Esta semana, mientras permanecíamos sentados en su hogar-celda, nos contó su historia, la historia de una vida de dudosa colaboración con Israel –una imputación que él rechaza– y de un maltrato espeluznante que ha sido su destino durante años. Shaniq ha pasado la mayor parte de su vida en el arroyo. Todo su cuerpo, desde la enorme cicatriz que atraviesa su cráneo hasta las numerosos cortes que le zigzaguean por pies y manos, narran una historia de abusos padecidos a manos de su gente, convencida de que había vendido su alma al diablo desde su temprana juventud. Allí donde su piel no aparece lacerada por cortes, está cubierta de tatuajes. Incluso su familia más inmediata ha roto con él, como tratando de liberarse de la marca de Caín que ha recaído sobre ella por su culpa. Hace unos pocos años, dice, cuando llamó a casa, su madre le colgó el auricular bruscamente: «Vete. Tienes a Dios y Él te protegerá. No queremos saber nada más de ti» dijo, y colgó violentamente, cortando así el lazo que le unía al último cálido contacto humano que le quedaba en su vida de perseguido.

Nacido hace 36 años en el barrio Yasmin de la ciudad vieja de Nablús, en el seno de una familia de 13 hermanos, fue a la escuela hasta cuarto curso, tras lo cual tuvo que ponerse a trabajar ayudando a su padre, vendedor en el de ropas usadas en el mercado, para contribuir a la economía familiar. Lo arrestaron por primera vez a los 16 años, acusado de lanzar piedras. Él dice que era inocente: «Era joven y confesé». Tres meses y medio de cárcel. Pocos meses después lo volvieron a arrestar bajo una acusación similar. En la cárcel de Hebrón, cuenta, una vez miró a la torre de vigilancia y sus compañeros lo acusaron por primera vez de colaborar con las autoridades de la cárcel, una acusación de la que no ha logrado desprenderse desde entonces.

Primer castigo: por la noche los prisioneros le propinaron una terrible paliza. «Me apalearon hasta dejarme al borde de la muerte». Lo golpearon en la cabeza con el mango de un fregona. Las cicatrices son visibles en su cabeza y en todo su cuerpo. Le dijeron: «Vamos a enterrarte ahí». Él les dijo: «`Sí , trabajé para el Shin Bet’. Les conté patrañas». Shaniq admitió haber colaborado con el servicio secreto israelí Shin Beit. Dice que lo hizo bajo tortura. Le vertieron café sobre la cabeza para detener la hemorragia.

La marca de Caín siguió acompañándole cuando, tras ser puesto en libertad, regresó a casa, en la parte vieja de Nablús. Toda la ciudad estaba al corriente de su condición de colaborador. «Ya sabes cómo son los presos. Hablaron de mí. `Mahmoud estaba allá, nos dijo que trabajaba para el Shin Bet’. Historias de ese tipo». Enumera los nombres de las personas que informaron sobre él.

Los sonidos del puesto de control resuenan al fondo de la escena: ¡levántate!, ¡siéntate!, ¡acércate!, ¡aléjate!, ¡tienes permiso!, ¡no tienes permiso!. Las amenazas comenzaron a llegar a su casa de Nablús. Una noche se presentaron unos hombres enmascarados, se lo llevaron de casa y le advirtieron: eres un colaborador. Nos estás entregando. Te vamos a dar una lección. «Comenzaron a maltratarme en Nablús. Nadie me daba los buenos días o las buenas tardes. Estaba sólo, no hablaba con la gente».

Una noche, durante la primera Intifada, cuando su fama ya se había extendido, unos individuos enmascarados entraron en su casa armados con hachas. En otra ocasión, activistas de Al Fatah de la ciudad lo apresaron y se lo llevaron para ser interrogado. En realidad, recuerda, lo interrogaron y maltrataron miembros de todas las organizaciones de Nablús. «`Dinos con quién trabajabas’. Mira, me cortaron las manos. Me rompieron la nariz, me hicieron cortes en la cara cerca del ojo y me rasgaron la oreja». Su cuerpo y su rostro corroboran sus palabras. Tiene la oreja pegada a la cabeza y presenta una cicatriz cerca del ojo. «Yo les dije: `Sí, trabajaba un poco por aquí, ayudaba un poco por allá’. Me ataron las manos y los pies y supe que había llegado mi hora. Pero conseguí escabullirme. Conseguí escaparme de ellos unas cuantas veces. Dios veló por mí e impidió que me mataran».

Entonces comprendió que tenía que salir de la ciudad inmediatamente. Huyó a Jordania y pasó allá dos años trabajando con su hermano, que se dedicaba a instalar tejados. Pero tampoco allí halló descanso. Otro colaborador, dice, fue arrestado en Jordania e informó sobre él. El servicio de seguridad jordano lo arrestó e interrogó. «El interrogador me dijo: `Dinos cómo trabajabas con el Shin Bet. Samar ha dicho que trabajabas para ellos’. Yo les dije: `Yo no trabajaba para ellos’. Él dijo: `Escucha, dínoslo y acorta tu estancia aquí, de lo contrario vas a saber lo que es bueno’. Yo le dije: `¿Prefiere oír una historia inventada?’ Dijo: ‘Tenemos información sobre ti'».

Durante dos días lo encerraron en régimen de confinamiento aislado. Los interrogadores jordanos arrojaron aguas residuales al interior de su celda y tuvo que dormir sobre la basura. Le preguntaban sin cesar si estaba listo para hablar. Al segundo día, el interrogador jordano le obligó a ponerse en cuclillas sobre sus talones y cada vez que se caía le golpeaban con un palo que debía elegir de entre una panoplia que le presentaban. Es posible que exista algún tipo de intercambio de información entre los servicios de seguridad israelíes y jordanos.

Tras 20 días de maltratos se derrumbó: «Le conté toda una sarta de cuentos. Me acusé sin ningún motivo». Les dijo lo que les dijo y al día siguiente lo expulsaron de Jordania.

«Búscate otro lugar». De vuelta en Nablús Shaniq trató de recomenzar su vida partiendo de cero, según su palabras. Pero no consiguió liberarse de las sospechas. Al cabo de un tiempo se vio obligado a escapar de nuevo, esta vez a Turquía. Dice que pidió ayuda al Shin Bet para salir de Nablús, aunque no era un colaborador. «Un oficial llamado `Ibrahim’, el hombre del Shin Bet encargado del barrio de Yasmin, me dijo: `Estás quemado’. Yo le dije: `Si me están acusando estoy dispuesto a ayudaros. No tengo elección’. `Ibrahim’ me dijo: `Vete y búscate otro sitio. Lo sé todo sobre ti. Si te dejo regresar a Nablús eres hombre muerto. Una pena. Todavía eres joven. Escápate a alguna parte y vive. Pídele un permiso a la Administración Civil’. Me ayudó a llegar a Turquía. Así pues, resulta que un judío me ayuda y que mi propia gente, que es estúpida, trata de matarme». Se pasó cuatro días en Estambul sin conocer a nadie y sin hablar el idioma del país, y al cabo de ese tiempo regresó.

Regresó a Nablús y de nuevo le obligaron a huir. Su siguiente refugio fue Rumania. Allí pasó unos cuantos días y después regresó. Entonces estuvo año y medio en Nablús sin moverse de su casa. «Solían venir terroristas: `Queremos a Mahmoud’. Sentía que no podía permanecer en la casa». Oyó hablar de un amigo de Nablús que vivía en Rumania y su familia le persuadió de que volviera a probar suerte en aquel país. «Me fui a Rumania a ciegas. Trabajé dos años allí. Compraba y vendía mercancías. Mi visa caducó. `Tienes que regresar’, me dijeron».

Para cuando regresó, la Autoridad Palestina controlaba Nablús. Tomó un taxi en el aeropuerto de Ramallah pero el conductor del taxi lo reconoció y se lo llevó derecho al cuartel general de la Seguridad Preventiva Palestina de Ramallah.

«¡Deja en paz el poste!», ladra por el altavoz un soldado israelí a un shabahnik exhausto que se ha apoyado contra un poste. Shaniq fue transferido a Nablús, donde fue arrestado por la Seguridad Preventiva. «Decían: `Ahalan (Bienvenido) Mahmoud, ahalan colaborador, ahalan colaboracionista'». Sus ojos se agitan nerviosamente. Todas las personas que pasan al lado de su ventana le inspiran terror. «Dinos con quién trabajabas, lo sabemos todo sobre ti. Hay gente enmascarada que te interrogó y nosotros lo tenemos todo. No tienes necesidad de mentir. Debes hablar». Shaniq trató de defenderse: «Ellos [las personas enmascaradas] no me comprendían. ¿Existe algún modo de que me entendáis?», relata en hebreo recurriendo a la jerga de los soldados. «Me dijeron: `¡Habla!’. Yo les dije: `Yo no he trabajado para el servicio de seguridad israelí. Durante toda mi vida sólo he ayudado a mi padre. No tengo relación con nadie’. Me dijeron: `Echa esa basura por la ventana y comienza a desembuchar de una vez.’ Yo les dije: `No es basura'».

Los interrogadores de la Seguridad Preventiva de Nablús, dos de los cuales eran antiguos compañeros suyos de clase, comenzaron a maltratarlo. De nuevo volvió a dormir sobre la basura durante tres días, de nuevo lo apalizaron, lo amarraron y lo colgaron cabeza abajo en el armario de una oficina. De nuevo, dice, confesó cosas que no había hecho. Le acusaban de haber asesinado a un activista de las Panteras Negras, la organización más militante de Nablús durante la primera Intifada. Él les dijo que en aquella época se encontraba en Jordania. Su hermano se trasladó a Jordania en busca de pruebas que apoyaran su coartada, sin las cuales habría sido ejecutado.

Pasó año y medio encerrado en una prisión palestina y logró salir con vida. «Me dijeron: `No vas a vivir aquí entre nosotros. Debes irte de aquí’. Yo les dije: `No tengo a dónde ir’. Ellos me respondieron: `No nos importa. Que te ayude el servicio de seguridad israelí. No tienes nada que hacer aquí’. Me llevaron donde el gobernador y me dijo: `Estás expulsado. Vete a Israel, que es tu país. Nosotros no somos tu país'». Uno de sus hermanos lo condujo hasta el puesto de control de Taibeh y allí se despidió de él: «Mahmoud, tienes a Dios. Saldrás adelante».

Shaniq comenzó a vivir en Israel ilegalmente. Primero lo hizo en Taibeh, luego en Tel Aviv. Su universo se reducía a la vieja Estación Central de Autobuses de Tel Aviv. Desempeñó diversos trabajos y vivió en varios apartamentos. Durante un tiempo vivió con una mujer originaria de Rusia que, según dice, padecía una enfermedad mental. Shaniq cuidaba de ella a cambio de alojamiento. Durante aproximadamente dos años vivió en los márgenes de la ciudad, en las lindes de sus márgenes, hasta que un día agentes de la policía se presentaron en su último apartamento, situado en el nº 18 de la calle Peretz, al sur de la ciudad. «Les dije: `No tengo dónde vivir. No puedo ir a Cisjordania y no puedo ir a Jordania. No tengo país. No tengo bandera. No tengo ningún lugar a donde ir. La gente dice que soy un colaborador. No lo soy, pero estoy quemado'».

Ése fue el comienzo de su colaboración con «Eran», un inspector de Jaffa. Shaniq admite que ayudó a la policía. Le proporcionaron un documento que le autorizaba a permanecer en Israel y, a cambio, él proporcionó a la policía información sobre pequeños narcotraficantes y carteristas, pero también sobre shabahim, es decir, sobre compatriotas palestinos, especialmente en la temporada álgida de los ataques suicidas. «Todos me conocían: el Shin Bet, la unidad antiterrorista de la policía, los detectives, todos». Tras una pelea en la que se vio envuelto cancelaron el acuerdo que tenían con él y le retiraron el permiso de residencia en Israel. «Me encontré de nuevo como al principio. No hay un sólo puesto de control donde no me conozcan. Cada vez que la policía me atrapaba me depositaban en un checkpoint y allí yo les contaba a los soldados mi historia». En el 2003 fue condenado a seis meses de cárcel por estancia ilegal en Israel. Tras su liberación lo volvieron a apresar y otra vez fue condenado. En la cárcel siempre fue considerado como recluso «necesitado de protección». El 18 de septiembre fue excarcelado por última vez de la cárcel de Ashmoret y llegó aquí, al puesto de control de Jabara. Aquí sigue desde entonces.

http://www.haaretz.com/hasen/objects/pages/PrintArticleEn.jhtml?itemNo=634556