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Una marcha negra sobre nuestras conciencias

Fuentes: Rebelión

Sin miramiento, sin piedad, sin pudor grandes y altas murallas en torno mío levantaron. Y ahora estoy aquí sin esperanza. Constantine Kavafys En poco menos de una semana, el gobierno del PSOE se ha dejado a jirones en las vallas de Ceuta y Melilla buena parte la legitimidad moral que le otorgó la retirada de […]

Sin miramiento, sin piedad, sin pudor
grandes y altas murallas en torno mío levantaron.
Y ahora estoy aquí sin esperanza.
Constantine Kavafys

En poco menos de una semana, el gobierno del PSOE se ha dejado a jirones en las vallas de Ceuta y Melilla buena parte la legitimidad moral que le otorgó la retirada de las tropas españolas de Iraq.

El Gobierno, que ha actuado «desde la razón y el corazón», como explica la Vicepresidenta del Gobierno, Maria Teresa Fernández, en el diario de su visita a Melilla (El Pais, 9 de octubre de 2005), ha priorizado evidentemente «la razón para entender que debemos garantizar nuestra seguridad».

Esa «seguridad» de la que se habla es el rechazo de unas decenas de miles de emigrantes subsaharianos, que huyen desesperados del hambre, de la miseria y de la guerra en Africa. Hacen una travesía por desiertos y bosques, viviendo sobre el terreno como una plaga de langostas. Son tan pobres, que no tienen ya ni dinero para pagar a las mafias de las pateras. Su mejor opción, es lanzarse en masa contra la valla de alambre de espino, dejarse literalmente la piel y ser apaleados. La suerte consiste en ser uno de los que consiguen ser detenidos por la guardia civil ante testigos y no ser arrojados inmediatamente al otro lado de la valla en violación de la Ley de Extranjería. Todo el mundo lo ha visto en televisión y no merece la pena insistir en la descripción ni hacer comparaciones con otras imágenes de otras épocas ya pasadas. La valla entre la sensiblería y la demagogia es mucho más estrecha que la de Ceuta y Melilla.

Muertos aplastados, a tiros, de hambre y de sed, sin que ni siquiera se sepa el numero exacto, porque ya se sabe que las estadísticas no son fiables en África.

Tras el segundo asalto y la decisión del Gobierno de desplegar a los soldados en la frontera en apoyo de una guardia civil desbordada, el periódico El Mundo y algún instituto de estudios estratégicos han lamentado la orden de no disparar. Convencidos de haber encontrado una línea de ataque contra el Gobierno del PSOE, parecían exigir una veintena de muertos, fusilados por las tropas en las vallas, como el mejor efecto disuasorio. «Nuestra seguridad» en este caso exigía la aplicación inmediata de la pena de muerte sin juicio ni consejo de guerra en los lindes mismos del territorio nacional. El extremismo descarnado de esta sugerencia indirecta permitió al Gobierno situarse en el terreno de la razón: no se trataba de militarizar la frontera, sino de asegurar unos recursos humanos indispensables ante la falta de guardia civil (carente de efectivos por la política de privatizar la seguridad de los gobiernos del PP) que permitiesen un tratamiento antidisturbios de los asaltos para salvaguardar la frontera.

«Los Gobiernos tienen por definición que aplicar la ley». Este cliché de defensa del estado de derecho, que hemos oído hasta la saciedad estos días, ha servido para justificarlo todo desde que existe la pretensión del estado de derecho, obviando los pequeños problemas de si las leyes son justas, si son aplicables a las circunstancias y la responsabilidad moral y política de quienes toman la decisión de aplicarlas. De hecho fue uno de los argumentos más utilizados por la defensa ante el tribunal de Nuremberg. A pesar del peligro de cruzar en este caso la valla entre la moralina y la demagogia, la cuestión no es baladí.

Existe un consenso de estado para convencer a los españoles de que deben sentir miedo ante estas decenas de miles de emigrantes subsaharianos. Rajoy ha estado naturalmente a la cabeza de la denuncia de los peligros que acechan a nuestra rica sociedad de consumo por la amenazante presencia de estas bandas de negros famélicos, desarrapados y malolientes. Pero también ha sido seguido por toda una legión de bienpensantes que defienden una política de emigración legalizada y controlada, sometida científicamente a los ciclos del mercado de trabajo. Para no hablar de los aplausos de las mafias de empresarios que contratan mano de obra clandestina al por mayor y que prefieren eslavos con educación media o ecuatorianos con educación primaria que moros o negros. Nuestras fiables estadísticas nos dicen que este país de países destila racismo por los poros.

Debemos por lo tanto tener miedo a que estos negros famélicos salten la valla y puedan llegar a nuestras ciudades, encontrarnos con ellos y con su miseria. No porque evidentemente quieran asaltarnos, poner en peligro nuestra seguridad, o pretendan exigir algo más que las migajas que caen de nuestras mesas repletas. Nuestros servicios de seguridad, públicos o privados, están perfectamente preparados para disuadir a nadie de semejante pretensión o para reprimir con toda eficacia cualquier desmadre individual o colectivo de unas decenas de miles de emigrantes, cualquiera que sea su status legal. Son bastante menos peligrosos que los «Ultrasur».

Nuestro miedo es a descubrir lo que en realidad somos detrás de ese lenguaje de buena conciencia colectiva -superado el «lado oscuro» que fue el aznarismo- que empieza por el «como aquí no se vive en ninguna parte», «to er mundo e güeno» y acaba en la Alianza de Civilizaciones, la Alianza contra el Hambre y la Pobreza y los llamamientos al talante.

¿Tan imposible e inconcebible era haber tratado el problema de los emigrantes subsaharianos como un problema de asilo? ¿Es suficiente con tratar de manera humanitaria a los que han conseguido saltar para reenviarlos posteriormente a las inhumanas condiciones de las que huyen? ¿Es ese el «corazón» del que habla Maria Teresa Fernández?

La combinación del discurso sobre la seguridad de la frontera, el miedo a los negros-mierda y la exigencia de no romper el «buen rollito» de nuestras conciencias autocomplacientes, ha servido para desarrollar una nueva y prometedora fase de nuestra política exterior hacia Marruecos. Se le exige a Marruecos que haga lo que nosotros no queremos hacer, aunque al mismo tiempo se denuncie que lo haga con los escasos medios que tiene y que, inevitablemente, conllevan violaciones de los derechos humanos. Exigimos a la Unión Europea inmediatos desembolsos de ayuda para que Marruecos pueda controlar la frontera, en una cadena de deportaciones lo suficientemente lejana para que ya nadie pueda percibir las violaciones de los derechos humanos de los emigrantes subsaharianos, hasta llegar a la causa primera de esas violaciones en sus países de origen, que es donde deben esperar en la miseria hasta que les llegue nuestra cooperación para el desarrollo.

En fin. Me doy cuenta que he atravesado las vallas de la sensiblería y de la moralina y solo me falta rematar esta caída en la demagogia añadiendo que hay que priorizar no la razón sino el corazón.

Y que además es lo único sensato. Porque si damos asilo no ya a 2.000, sino a 50.000 subsaharianos, quizás nos veamos obligados de verdad a tratar el drama de África de una manera eficaz, de obligar a la Unión Europea a volcar una centésima parte de sus recursos en aliviar la suerte de unas excolonias que hoy siguen explotando económica y comercialmente, a asumir que esta es una prioridad real para nuestra seguridad estratégica, como lo es para todo el Magreb.

Hasta es posible que conservemos la esperanza de no habernos convertido en unos miserables detrás de la valla.