Situando el problema No es ninguna novedad que las mujeres gozan de menos derechos que los varones en prácticamente todos los rincones del mundo. Eso está comenzando a cambiar, muy lentamente quizá, pero sin vuelta atrás. Ya hay transformaciones importantes en curso, aunque todavía resta muchísimo por avanzar. Lo cierto es que el patriarcado, con […]
Situando el problema
No es ninguna novedad que las mujeres gozan de menos derechos que los varones en prácticamente todos los rincones del mundo. Eso está comenzando a cambiar, muy lentamente quizá, pero sin vuelta atrás. Ya hay transformaciones importantes en curso, aunque todavía resta muchísimo por avanzar. Lo cierto es que el patriarcado, con mayor o menor virulencia, sigue siendo aún una cruel realidad en todo el planeta. No puede precisarse cómo seguirán esos cambios, con qué velocidad, cuál será el producto de todo ello. El aporte aquí presentado pretende ser un elemento más para esa gran transformación ya en marcha. Lo más importante a destacar es que algo comenzó a moverse y debemos seguir impulsando esa tendencia.
Amparados en la pseudo explicación de «ancestrales motivos culturales», puede entenderse -jamás justificarse- la lógica que hay en juego en el patriarcado. A partir de descifrar eso, puede entenderse una retahíla de atrocidades: los arreglos matrimoniales hechos por los varones a espaldas de las mujeres, el papel sumiso jugado por éstas en la historia, el harem, la ablación clitoridiana; puede entenderse que una comadrona en las comunidades rurales de Latinoamérica cobre más por atender el nacimiento de un niño que el de una niña, o puede entenderse la lógica que lleva a la lapidación de una mujer adúltera en el África.
En ese orden -y es lo que tratará de explicitarse en este escrito- puede verse cómo esa matriz fundamenta nuestras sociedades basadas en clases sociales, asimétricas, y por tanto, violentas. Propiedad privada, familia, dominación y patriarcado son elementos de un mismo conjunto. Es imposible -quimérico, podría agregarse- pretender establecer un orden cronológico en todo ello. Lo cierto es que, desde sus orígenes hasta la fecha, funcionan indisolublemente. El pensamiento dominante de una época, la ideología -también las religiones, con la importancia toral que han tenido y continúan teniendo en la actualidad en todos los asuntos que podrían llamarse sociales, o éticos-, certifican esta unión entre los elementos mencionados. Nuestras sociedades se basan indistintamente en todo eso: propiedad privada, su defensa violenta (léase: guerras, entre otras cosas, represión de toda protesta social, de todo intento de cambio), y patriarcado son una misma cosa.
En toda relación interhumana, la ideología dominante parte de la base (errónea por cierto) de una situación » natural » , que interesadamente podría tomarse por » normal » . Pero sucede que en la dimensión humana no hay precisamente » buenos » y » malos » , ángeles y demonios, una normalidad dada de antemano, genética. Menos aún, una pretendida normalidad determinada por los dioses (dicho sea de paso: ¿cuáles?, visto que existen tantos). Hay, en todo caso, conflictos ( » La violencia es la partera de la historia » , anunciaba Marx con una clara inspiración hegeliana). El paraíso libre de conflictos es un mito, está irremediablemente perdido.
Quizá en un arrebato de modernidad podríamos llegar a estar tentados de decir que las religiones más antiguas, o los albores de las actuales grandes religiones monoteístas, son explícitas en su expresión abiertamente patriarcal, consecuencia de sociedades mucho más «atrasadas», sociedades donde hoy ya se comienza a establecer la agenda de los derechos humanos, incluidos los de las mujeres, sociedades que van dejando atrás la nebulosa del así llamado «sub-desarrollo». Así, no nos sorprende, por ejemplo, que dos milenios y medio atrás, Confucio, el gran pensador chino, pudiera decir que «La mujer es lo más corruptor y lo más corruptible que hay en el mundo», o que el fundador del budismo, Sidhartha Gautama, aproximadamente para la misma época expresara que «La mujer es mala. Cada vez que se le presente la ocasión, toda mujer pecará».
Tampoco nos sorprende hoy, en una serena lectura historiográfica y sociológica de las Sagradas Escrituras de la tradición católica, que en el Eclesiastés 22:3 pueda encontrarse que «El nacimiento de una hija es una pérdida», o en el mismo libro, 7:26-28, que «El hombre que agrada a Dios debe escapar de la mujer, pero el pecador en ella habrá de enredarse». O que el Génesis enseñe a la mujer que «parirás tus hijos con dolor. Tu deseo será el de tu marido y él tendrá autoridad sobre ti», o el Timoteo 2:11-14 nos diga que «La mujer debe aprender a estar en calma y en plena sumisión. Yo no permito a una mujer enseñar o tener autoridad sobre un hombre; debe estar en silencio».
Reconociendo que los prejuicios culturales, racistas y machistas, siguen estando aún presentes en la humanidad pese al gran progreso de los últimos siglos, desde una noción occidental (eurocentrista), podría pensarse que son religiones «primitivas» las que consagran el patriarcado y la supremacía masculina. Así, ente la población africana, es común que en nombre de preceptos religiosos (de «religiones paganas» se decía no hace mucho tiempo) más de 100 millones de mujeres y niñas son actualmente víctimas de la mutilación genital femenina, practicada por parteras tradicionales o ancianas experimentadas al compás de oraciones religiosas a partir del concepto, tremendamente machista, que la mujer no debe gozar sexualmente, privilegio que sólo le está consagrado a los varones, mientras que eso por cierto no sucede en sociedades «evolucionadas».
Incluso podría decirse que si la religión católica consagró el machismo, eso fue en tiempos ya idos, pretéritos, muy lejanos, y no es vergonzante hoy que uno de sus más conspicuos padres teológicos como San Agustín dijera hace más de 1,500 años: «Vosotras, las mujeres, sois la puerta del Diablo: sois las transgresoras del árbol prohibido: sois las primeras transgresoras de la ley divina: vosotras sois las que persuadisteis al hombre de que el diablo no era lo bastante valiente para atacarle». Es decir: la mujer siempre como objeto, y más aún: objeto peligroso.
En esa línea, tampoco llama la atención que hace ocho siglos Santo Tomás de Aquino, quizá el más notorio de todos los teólogos del cristianismo, y presente entre nosotros en nuestra ideología cotidiana aunque no se lo cite textualmente, expresara: «Yo no veo la utilidad que puede tener la mujer para el hombre, con excepción de la función de parir a los hijos».
Las religiones, y por tanto el sentido común dominante, ven en la sexualidad un «pecado», un tema problemático. Sin dudas, ese es un campo problemático. Pero no porque lleve a la «perdición» (¿qué será eso?) sino porque es la patencia más absoluta de los límites de lo humano: la sexualidad fuerza, desde su misma condición anatómica, a «optar» por una de dos posibilidades: «macho» o «hembra».
La constatación de esa diferencia real no es poca cosa: a partir de ella se construyen nuestros mundos culturales, simbólicos, de lo masculino y lo femenino, yendo más allá de la anatómica realidad de nacimiento. Esa construcción es, definitivamente, la más problemática de las construcciones humanas, y siempre lista para el desliz, para el «problema», para el síntoma (o, dicho de otra manera, para el goce, que es inconsciente. ¿Cómo entender desde la lógica «normal» que un impotente o una frígida gocen con su síntoma?). A partir de esa construcción simbólica, se «construyó» masculinamente la debilidad femenina. Así, la mujer es incitación al pecado, a la decadencia. Su sola presencia es ya sinónimo de malignidad; su sexualidad es una invitación a la perdición, a la locura.
De ahí al moralismo condenatorio, un paso. «Adán y Eva y ¡no Adán y Esteban!» , vociferaba un predicador evangélico, Biblia en mano. No caben dudas que el campo de la sexualidad y las relaciones afectivas en su sentido amplio siguen siendo -no hay otra alternativa parece- el doloroso talón de Aquiles de lo humano. ¿Por qué, indefectiblemente, en toda cultura y todo momento histórico, se ocultan las «zonas pudendas»? Pero, ¿por qué son pudendas?, justamente. ¿Por qué toda la construcción en torno a esto es tan, pero tan problemática?
El psicoanálisis nos da la pista: no queremos saber nada de la incompletud, de la falta, por eso tapamos los órganos que nos ¿avergüenzan?, porque descubren que estamos en una carencia original: no podemos ser al mismo tiempo todo, machos y hembras. Por eso se prefiere una psicología de la felicidad que nos otorgue manuales y fórmulas de autoayuda para ¿triunfar en la vida? y asegurar el «amor eterno» (que, en realidad, no dura mucho), y nos exime de esta angustiante tarea de reconocer la incompletud. Resaltar la misma no es muy grato, hiere nuestro narcisismo; mantener la ilusión de la completud obviando el conflicto a la base, es mucho más gratificante. Las religiones, en general, no dicen algo muy distinto a esta psicología de la buena voluntad, de la felicidad. Por eso todavía siguen ocupando un importante lugar en la dinámica humana.
Como un dato con algo de «perturbador» (al menos para la conciencia tradicionalista y reaccionaria) que no puede dejarse pasar inadvertido, valga considerar este ejemplo que debería cuestionar radicalmente esta ideología de la virilidad, del «macho»: en la ciudad de Guatemala, (capital de un país conservador desde el punto de vista ético, declaradamente cristiano -pero con un porcentaje de abortos de los más altos de Latinoamérica, por supuesto clandestinos-), en la última década la cantidad de travestis que ofrecen sus servicios en las calles aumentó en un 1,000%.
¿Cómo leer el fenómeno? ¿Se vuelve más «degenerada» la sociedad, o se permite externar más algo que estaba latente desde siempre? Considérese que quienes demandan el servicio son siempre varones (¿oficialmente heterosexuales y monogámicos?). Si subió tanto la oferta, es porque hay demanda, nos podrían decir los mercadólogos. Esto de ser ¡puro macho! habría que empezar a ponerlo en cuestión. Lo cual ayudaría a repensar críticamente -para buscarle alternativas, claro está- a la ideología patriarcal.
Toda esta misoginia que nos envuelve, este machismo que marca tanto a varones como a mujeres, tan condenable sin dudas, podría entenderse como el producto de la oscuridad de los tiempos, de la falta de desarrollo, del atraso que imperó siglos atrás en Occidente, o que impera aún en muchas sociedades contemporáneas que tendrían todavía que » madurar » (y que, por ejemplo, aún lapidan en forma pública a las mujeres que han cometido adulterio, como los musulmanes, o les obligan a cubrir su rostro ante otros varones que no sean de su círculo íntimo).
El Occidente «civilizado» ya no usa cinturón de castidad, pero es realmente para caerse de espaldas saber que hoy, entrado ya el siglo XXI, la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana sigue preparando a las parejas que habrán de contraer matrimonio con manuales como 20 minutos Madrid, del 15 de noviembre de 2004, año V., número 1.132, página 8, donde puede leerse que:
La profesión de la mujer seguirá siendo sus labores, su casa, y debería estar presente en los mil y un detalles de la vida de cada día. Le queda un campo inmenso para llegar a perfeccionarse para ser esposa. El sufrimiento y ellas son buenos amigos. En el amor desea ser conquistada; para ella amar es darse por completo y entregarse a alguien que la ha elegido. Hasta tal punto experimenta la necesidad de pertenecer a alguien que siente la tentación de recurrir a la comedia de las lágrimas o a ceder con toda facilidad a los requerimientos del hombre. La mujer es egoísta y quiere ser la única en amar al hombre y ser amada por él. Durante toda su vida tendrá que cuidarse y aparecer bella ante su esposo, de lo contrario, no se hará desear por su marido.
La idea de «pecado decadente» ligado a las mujeres, no sólo en el catolicismo, sigue estando presente en diversas cosmovisiones religiosas, todas de extracción patriarcal. Esta cita, que podría tomarse como una exageración, es lo que sigue alimentando la ideología dominante. No hay cinturón de castidad…, al menos en la realidad. Pero hay mucho que seguir trabajando aún en todo esto.
Patriarcado: ¿por qué?
Abrir una crítica contra el machismo dominante -que, por lo visto, atraviesa la historia humana y está presente en todas las latitudes- es imprescindible. Pero, ¿por qué? Podría comenzarse diciendo que por una cuestión de equidad mínima, por justicia universal y respeto por parte de los varones (dominadores hasta ahora) hacia las mujeres (las dominadas). Sin dudas si alguien sale perjudicado en esta asimétrica relación, es el género femenino. » Gracias dios mío por no haberme hecho mujer » , reza una oración hebrea. Abundar con ejemplos acerca de esta injusta situación no es el objetivo de este texto (sobran por demás en la vida cotidiana), pero partimos de saber que los mismos son el punto de partida de la presente reflexión.
Por razones de la más elemental ecuanimidad debería corregirse, de una vez por todas, esta aberración del patriarcado. ¿Con qué derecho un varón tendría más cuota de poder que una mujer? ¿Por qué lo que a uno de los géneros se le prohíbe ( » canas al aire » , por ejemplo) en otros se tolera, o se aplaude incluso? ¿Por qué la irracional, absurda y malintencionada visión de las mujeres como malas conductoras de automóviles si estadísticamente está más que demostrado que tienen menos accidentes que los varones? (porque no son tan irresponsables, cuidan más su vida y la de los otros, cumplen más fielmente los reglamentos de tránsito). ¿Por qué los golpes lo siguen recibiendo siempre ellas y no ellos?
Por supuesto que no hay ningún » derecho natural » , ninguna presunta determinación biológica que lo » justifique » . Es una pura construcción histórica, una ideología del poder masculino que se ha impuesto, una nefasta injusticia -una más de tantas- que pueblan la vida humana. No se trata, entonces, de hacer un mea culpa por parte de los varones » salvajes, malos y abusivos » para tornarse más » piadosos » , más » buenos » . Definitivamente, no va por allí la cuestión.
Por cierto, un cambio en la construcción de las relaciones humanas daría como resultado una equiparación en derechos y deberes por parte de ambos géneros. De eso se trata, y no de un » abuenamiento » de los machos violentos.
Pero se quiere poner ahora el acento en otra vertiente. ¿Dónde nos lleva el patriarcado? ¿Por qué no ser machistas? No sólo porque los varones no tienen ningún derecho sobre las mujeres (¡que no son su propiedad, aunque todavía las mujeres casadas utilizan el genitivo «Sra. «de» Fulano» !) sino -y quizá esto puede ser lo fundamental- porque el modelo de sociedades patriarcales que se ha venido construyendo desde que tenemos noticia, propiedad privada de por medio, ha estado centrado en la supremacía varonil.
El poder, hasta ahora, se ha venido concibiendo como un hecho » masculino » . La representación del poder es siempre un símbolo fálico (bastón de mando, cetro, báculo pastoral). Incluso los prelados católicos, que hicieron voto de castidad, representan su mandato con una evocación de aquello que no usan como órgano sexual y se une con lo fálico. El falocentrismo nos atraviesa.
Decir que la organización social es fálica apunta a concebir las relaciones interhumanas vertebradas en torno a un símbolo, un articulador que representa
la potencia soberana, la virilidad trascendente, mágica o sobrenatural y no la variedad puramente priápica del poder masculino, la esperanza de la resurrección y la potencia que puede producirla, el principio luminoso que no tolera sombras ni multiplicidad y mantiene la unidad que eternamente mana del ser (Lacan, 1958).
El falo, entonces, es el gozne que ordena una realidad de subjetividades, y si bien se inspira en el órgano sexual masculino, no es correlativo con él. El poder está concebido fálicamente; por tanto, tiene los atributos masculinos. Hoy por hoy, en nuestras patriarcales sociedades, una mujer que detente cuotas de poder, es considerada » masculina » . Una mujer dominante «las tiene bien puestas», es la Dama de Hierro. Imagen masculinizada sin ningún atenuante.
Las sociedades que se han tejido en torno a este resguardo de la propiedad privada han sido tremendamente masculinizadas, entendiendo por » masculino » todo lo que se liga con los atributos de un » macho » : fuerza, poderío, supremacía. La resistencia femenina ante el dolor de un parto, por ejemplo, ni siquiera se considera. Lo » importante » es lo varonil. Si se pregunta por el trabajo de una mujer, la ideología dominante sigue respondiendo: «no, no trabaja; es ama de casa». ¿No es importante ese trabajo acaso?
Si ese ha sido el molde con el que se edificaron las sociedades -machistas, basadas en la supremacía del más fuerte, competitivas y llevándose todo por delante, destruyendo al otro que termina siendo siempre adversario a vencer- los resultados están a la vista. Más allá de pomposas declaraciones de igualdad, justicia, paz y entendimiento (que nadie cree realmente, fuera de los actos protocolarios), la historia se sigue definiendo por quién detenta el garrote más grande (hoy día podría decirse: mayor cantidad de misiles nucleares intercontinentales).
Lo varonil: sinónimo de violencia
La » conquista » -que es siempre agresiva, impositiva, muy de machos– sigue siendo lo dominante. Se » conquistan » mujeres, territorios, incluso el espacio sideral. También en el campo del saber se habla de » conquistas » científicas. Si esa es la matriz que nos constituye (¿machista, patriarcal, centrada en el garrote más grande como definición última de nuestra dinámica?), el resultado habla por sí solo. Ese es el mundo que tenemos: se gasta más en armas que en satisfacer las necesidades básicas de la humanidad. Y aunque se habla hasta el cansancio de paz y desarrollo equitativo, deciden los destinos del mundo los que tienen poder de veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, los que tienen el garrote más grande (¿el tamaño sí importa?).
Si el mundo que, propiedad privada de los medios de producción mediante, hemos construido se basa en esa sed de » conquista » (machista), evidentemente ser machistas no nos depara lo mejor. Al menos como especie, como humanidad. Una rápida mirada al asunto podría hacer concluir que, sin dudas para los varones, sí hay beneficios. ¡Por supuesto que en un sentido los hay!, pues las desiguales cuotas de poder estipulan prebendas para unos (los varones, los machos) allí donde para la otra mitad (las mujeres) hay penurias. Habría que ser ciego para no reconocer que los golpes los reciben las mujeres y que los varones son los » beneficiados».
Pero pretendemos ir más lejos en el análisis: las sociedades erigidas a partir de ese modelo de dominación y competitividad (la abrumadora mayoría de las que se conocen), si bien otorgan injustos e injustificados privilegios a los varones a costa de las mujeres (más disfrute, menos trabajo, más ejercicio de poderes, más licencias para todo), sirven en definitiva para erigir construcciones sociales violentas e inequitativas que terminan por ser dañinas para todos los integrantes por igual. La posible guerra nuclear o el ecocidio que se vive tocan a toda la humanidad, no olvidarlo.
Las sociedades basadas en la explotación económica de una clase sobre otra, que hacen de la guerra de conquista (¿acaso alguna guerra no es de conquista?) una clave de su desarrollo, las sociedades militarizadas y con patrones autoritarios; en otros términos: prácticamente todas las sociedades que conocemos desde el surgimiento de la propiedad privada cuando nuestros ancestros llegaron a la agricultura y se hicieron sedentarios, todas siguen ese patrón machista. Por tanto, ese modelo dominante no sólo a las mujeres -las principales desposeídas, golpeadas y vejadas- sino a la totalidad del cuerpo social no le depara un mundo de rosas.
En todo caso, debe admitirse que cualquier varón, no importando su ubicación socio-económica ni adscripción étnica, se beneficia infinitamente más que cualquier mujer por el solo hecho de su estructura anatómica, que dado el contexto social le permite ser un » macho » con todas las prerrogativas concomitantes.
Para un mundo patriarcal, tal como el que sigue habiendo más allá de los primeros cambios que se empiezan a ver con una crítica a estos paradigmas, los varones ¿por qué querrían renunciar a esos privilegios? Eso implicaría comenzar a compartir cuotas de poder con el género femenino, y definitivamente nadie está dispuesto a ceder su sitial de honor. ¿Acaso algún cambio en las relaciones de poder en nuestra historia como especie fue pacífico alguna vez? Recordemos aquella sentencia citada más arriba, que ahora podrá dimensionarse más acabadamente después de todo lo dicho: «La violencia es la partera de la historia».
La cuestión básica por la que se abre esta crítica no es sólo por el desarrollo de una nueva masculinidad no violenta que podría pretenderse más ¿civilizada?, más ¿ » buena onda » ? Bienvenida ella, por supuesto. Pero hay que ir más allá aún.
En todo caso, la apuesta es reemplazar esos patrones machistas, patriarcales, masculinizantes, por nuevas formas de concebir las relaciones humanas; o si se quiere decir de otra manera: para plantearnos una crítica a la forma en que nos vertebra el poder.
¿Qué hacer entonces?
Quizá puede enfocarse la tarea no pensando en una nueva masculinidad más » humanizada «, más «suave» , sino, siendo más amplios, considerando y proponiendo nuevas relaciones humanas. Ello no sólo porque los varones deben ser » bondadosos » y no maltratar a las mujeres (aunque suene cínico, o absurdo, dicho así).
Se trata de construir una nueva sociedad que replantee la idea de poder. ¿O habrá que pensar que estamos condenados al bastón de mando masculino? De hecho, si bien son muy contados casos en el mundo, también hay sociedades donde el género masculino no detenta el poder (los Minangkabau en Indonesia, los Mosuo en el Tíbet, etc.), donde hay otras formas de » armar » la sociedad.
Si el poder masculinizante dio como resultado en el mundo esta catástrofe que tenemos actualmente, con sus interminables » conquistas » y violencia generalizada llevándose todo por delante, es hora de empezar a pensar en una crítica radical de ese paradigma machista y patriarcal que está a su base.
De continuar por ese lado, tenemos la destrucción de la especie asegurada, y seguramente también del planeta. Dato interesante: de activarse simultáneamente todo el potencial nuclear bélico que hay sobre el planeta en estos momentos, la Tierra estallaría, no quedaría ni rastro alguno de forma viva y la onda expansiva que provocaría la explosión llegaría hasta la órbita de Plutón. Proeza técnica, sin dudas (si es que así se le puede llamar). Pero ese ímpetu destructivo, esa arrogancia arrolladora (¡muy machista!) no sirve para lograr un mundo más equilibrado, no pudiendo resolver problemas ancestrales como el hambre, o la conflictividad entre pares (continúa el racismo, el machismo, la competencia descarnada). El «éxito» sigue concibiéndose como destrucción del otro, ser más que el otro. Es evidente que, falocentrismo por medio, «el tamaño sí importa».
¿Se terminarían todas esas aberraciones, injusticias y mezquindades con un planteamiento alternativo, no machista? ¿Cómo encaja ahí lo de » nuevas masculinidades » ? No lo sabemos, pero vale la pena intentarlo. Aunque, siendo rigurosos, no es sólo una nueva masculinidad sino una nueva forma de establecer las relaciones entre seres humanos. Decía Gabriel García Márquez (The Time Magazine Special Issue Millennium, Octubre de 1992, Vol. 140 N° 27):
Lo único realmente nuevo que podría intentarse para salvar la humanidad en el Siglo XXI es que las mujeres asuman el manejo del mundo. La humanidad está condenada a desaparecer en el Siglo XXI por la degradación del medio ambiente. El poder masculino ha demostrado que no podrá impedirlo, por su incapacidad para sobreponerse a sus intereses. Para la mujer, en cambio, la preservación del medio ambiente es una vocación genética. Es apenas un ejemplo. Pero aunque sólo fuera por eso, la inversión de poderes es de vida o muerte.
En sentido estricto, quizá no se trate de invertir los poderes, tal como reclama el insigne colombiano, sino de plantear una nueva forma de relacionamiento. O si se quiere decir de otro modo: es necesario reformular la noción misma de poder, de ejercicio de poder.
¿Por qué no ser machistas? No porque la llamada nueva masculinidad invite a los varones a » ser buenos » con las mujeres. O, al menos, no sólo por eso. ¡No debemos ser machistas por una elemental necesidad de preservar la vida!…, aunque para los varones aparentemente resulte un beneficio ser servidos. El modelo violento, arrasador, conquistador a que da lugar ese esquema viril, si bien pueda deparar presuntos beneficios para el macho atendido servilmente por » sus » mujeres, en definitiva es el preámbulo de otras formas de violencia, es decir: de nuestro actual mundo basado en la injusticia, la impunidad, la corrupción, el chantaje y, cuando sea necesario, la eliminación del otro.
Mientras no se considere seriamente el tema de las exclusiones -todas, no sólo las económicas, también las de género al igual que las étnicas- no habrá posibilidades de construir un mundo más equilibrado.
Dicho en otros términos: el falocentrismo del que todos somos representantes, el modelo de desarrollo social que en torno a él se ha edificado -bélico, autoritario, centrado en el ganador y marginador del perdedor- no ofrece mayores posibilidades de justicia.
Trabajar en pro de los derechos de género es una forma de apuntalar la construcción de la equidad, de la justicia. Eso no es sólo una tarea de las mujeres. ¡Es un trabajo político-social-ideológico de todas y todos por igual! Y sin justicia no puede haber paz ni desarrollo, aunque se ganen guerras y se conquiste la naturaleza.
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Trabajo presentado en el Pre-Congreso ALAS «Ciencias Sociales en movimiento: desafíos para un mundo en transformación», el 16 de julio de 2015, Guatemala, Universidad de San Carlos y aparecido en la Revista Análisis de la Realidad Nacional , del IPNUSAC, año 4, edición digital No. 77, julio de 2015 .
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.