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¿Una primavera catalana?

Fuentes: Rebelión

La cadena humana que el miércoles pasado tuvo lugar en Cataluña en defensa de su independencia política constituye, sin lugar a dudas, un acontecimiento histórico. No sólo porque figurará en los libros, sino precisamente porque basta repasar las iniciativas populares que esos libros destacan para constatar que lo que otorga el poder a quien lo […]

La cadena humana que el miércoles pasado tuvo lugar en Cataluña en defensa de su independencia política constituye, sin lugar a dudas, un acontecimiento histórico. No sólo porque figurará en los libros, sino precisamente porque basta repasar las iniciativas populares que esos libros destacan para constatar que lo que otorga el poder a quien lo detenta es el indominable deseo de alcanzar una meta, mientras que lo que permite reunir a una gran cantidad de individuos en una masa es precisamente la renuncia a su deseo individual. Es decir, un no querer. Por eso, generalmente, los grandes colectivos no se movilizan por algo, sino en contra. A diferencia del líder, cuyos rechazos se rigen por un proyecto para cuya realización hay que eliminar todo obstáculo, cuando la masa no quiere esto o aquello, no deriva este rechazo de algo que sí quiere (pues cada uno ha renunciado a ello en beneficio de la acción común), sino que es un no querer sin más, un mero rechazo. Que este no querer sin deseo sea condición de la acción colectiva se desprende que su condición es la de que el no querer de la masa tenga que acabar por transformarse en una renuncia final a saber lo que se quiere. Movilizarse contra deja entonces de ser una opción estratégica para convertirse en la única posibilidad.

Que no quieren seguir formando parte de una España económica y moralmente derrumbada, eso lo saben cada vez más ciudadanos en Cataluña. Qué forma de participación de los ciudadanos en la gestión del hipotético nuevo estado catalán podría evitar que resultara ser una mera copia del que se abandona, eso, por ahora, no parece planteárselo demasiada gente: los líderes, porque aspiran precisamente a eso, a que nada cambie menos quién se reparte el botín. La masa, porque eso ya exige querer, desear, pensar, posicionarse, crear algo nuevo, estar en desacuerdo, no ser masa y tener menos fuerza.

Y aquí se encuentra la clave de ese mecanismo de uso inmemorial. El líder no es un individuo reflexivo, sino esencialmente activo, movido por un deseo que no pone en cuestión. Posee, pues, gran energía, pero carece por sí mismo de la fuerza necesaria para imponer sus objetivos a los demás. Esa fuerza sólo puede obtenerla de la masa, pero ésta, a diferencia del individuo, solo resulta fuerte precisamente cuando actúa sin deseo. La masa sólo puede destruir para ofrecer el solar y los escombros con los que hará real el sueño del líder. Y su perplejidad ante lo así conseguido, la certeza de que el resultado de su empuje colectivo ha sido tan contrario a sus intereses (intereses que sólo aparecen precisamente cuando son contrariados por el nuevo régimen) le confirma la inutilidad de todo esfuerzo y garantiza su docilidad ante un estado de cosas que ha cambiado, pero no mejorado.

El ejemplo más moderno de ello lo tenemos en las llamadas «Primaveras árabes», de entre las cuales el caso más actual y dramático es, sin duda, el sirio. ¿No se han apropiado de la Revolución fuerzas bien distintas a aquellas que la iniciaron? Pero la propia Cataluña escoge, como fecha simbólica, el 11 de septiembre de 1714, día de la trágica entrada de las tropas borbónicas en Barcelona. ¿Por qué causa ofrecieron su vida los barceloneses durante meses de resistencia al sitio? Digámoslo: por un rey (Carlos III -de los Austria-) que desconocía tanto el castellano como el catalán, así como por un fuero que defendía los derechos de una incipiente burguesía (que, por cierto, se hizo borbónica cuando Inglaterra se retiró de la guerra, como después en la Guerra Civil) y los de la rancia nobleza aragonesa que se resistía a renunciar, como había hecho la castellana, a disponer incluso de la vida de un campesinado al que mantenía en condiciones de esclavitud.

¿Tiene que repetirse la Historia? Por supuesto que no. Pero toda esa fuerza pacífica desplegada sólo para decir que no se quiere ser español puede fácilmente (si no lo está haciendo ya) caer en muy malas manos. Es necesario que esa fuerza sepa, además, que no quiere tampoco una democracia representativa, sin separación de poderes, tutelada por la banca y con los servicios públicos en venta, es decir, un calco del fruto de la transición continuista que por algo ponen como ejemplo en EEUU. Que su no querer ser español puede ser también un querer un estado con participación real de los ciudadanos en las instituciones, con una justicia independiente, medios de comunicación independientes y un Estado propiedad de todos. Que ser catalán o español sea lo de menos o, al menos, que ser catalán no sea no ser español, sino demócrata y solidario. Que las revoluciones dejen de serlo de las masas y por los pueblos para serlo de y por los ciudadanos.

Y en la tele no sale nadie que esté por la labor.

Blog del autor: www.filosofiapractica.com