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Una reflexión sobre el 15-M

Fuentes: Rebelión

No hace ni siete años, en febrero de 2005, los españoles ratificamos en referendum el Tratado Constitucional europeo con un rotundo 77% de voto afirmativo (frente a un 17% de noes), aunque con una participación del 42%. Como es sabido, si el referéndum hubiera sido vinculante -y no meramente consultivo- la baja participación lo habría […]

No hace ni siete años, en febrero de 2005, los españoles ratificamos en referendum el Tratado Constitucional europeo con un rotundo 77% de voto afirmativo (frente a un 17% de noes), aunque con una participación del 42%. Como es sabido, si el referéndum hubiera sido vinculante -y no meramente consultivo- la baja participación lo habría invalidado. Que ello no ocurriera no elimina el dato crudo: a más de la mitad del electorado -el 58%- aquello ni le iba ni le venía. Estaba en otra cosa, miraba para otro lado. Otro dato relevante de aquel referendum fue la baja información con la que en general se votó. De hecho, los grandes medios de comunicación estaban a favor del «Sí» y no les costó gran esfuerzo -hurtándonos un verdadero debate, equilibrado y plural- atraerse a una buena parte de los votantes. La propaganda institucional, tal vez lo recuerde el lector, recurrió a un crío regordete de una afamada serie de televisión («Aquí no hay quién viva») y a un conocido futbolista (Emilio Butragueño) para pedir el voto a favor de la ratificación. Sin duda alguna, hubo mejor análisis y más información en las filas del «No», en gran medida -es fácil de entender- porque se produjo fuera de los grandes medios de comunicación de masas. No obstante, y como era de esperar, el «No» perdió sin alcanzar ni un quinto del voto emitido. Un escenario doloroso. Pero explicable.

En 2005 la economía española iba viento en popa -el PIB crecía en casi un 4%- y la población todavía soñaba el sueño de la abundancia. El Ibex-35 superaba los 10.000 puntos con tendencia alcista, el precio de la vivienda seguía subiendo, con una tasa de crecimiento interanual todavía por encima del 10%, la tasa de desempleo -que llegó a casi un 8%- era de las más bajas desde hacía tres décadas, las cuentas públicas reflejaban un superávit del 1%, pese a que el gasto público no había dejado de crecer desde 2000 y seguía haciéndolo en 2005. Con una macroeconomía tan lozana, pocos estaban atentos al mar de fondo de los desequilibrios estructurales de la sociedad española y mucho menos a las directrices que pudieran venir de Bruselas. Una rápida comparación entre el barómetro del CIS de febrero de 2005 -fecha del referéndum sobre la Constitución europea- y el de octubre de 2011 resulta reveladora. En 2005, los problemas económicos sólo preocupan sobremanera a un 9.9 % de la población, mientras que en 2011 ya son problema principal para el 51.3%. Los partidos políticos y la clase política son en 2011 un problema mayor para el 23.6% de los españoles cuando seis años atrás lo eran sólo para el 7.6%. El problema de la corrupción también sube en estos años de un exiguo 0.5% a un 5.5%. Es verdad que el paro es la principal preocupación de los españoles en ambas fechas, pero en febrero de 2005 lo es para el 56.8%, mientras que en octubre de 2011 lo es ya para el 80.9%. El cambio de percepción de la realidad socio-económica y política es notable en estos seis años. Todos sabemos lo que pasó entremedias: la crisis del 2008 equidista de ambas fechas, y explica las diferencias.

Pero todavía en 2005, como decía, los larvados desequilibrios estructurales de la sociedad española se mantenían tapados bajo la alfombra de una «saludable» macroeconomía. En efecto, su déficit social, su creciente desigualdad de renta y riqueza, su fiscalidad inequitativa, su modelo de desarrollo tímido en I+D, la segmentación de su mercado laboral, con elevadas tasas de precariedad y de desempleo juvenil y femenino, la decreciente presencia relativa de la masa salarial en el PIB, la intensidad de la explotación de la fuerza de trabajo, la sub-representación parlamentaria de determinados grupos de votantes, la corrupción, los elevadísimos índices de evasión fiscal, la hiper-financiarización de la economía, el riesgo moral de la ingeniería especulativa del capitalismo de casino. Etcétera: toda esa realidad objetiva quedó oculta tras un velo de irresponsable desatención mientras duró la fiebre del oro, mientras fluyó el crédito y el consumo agregado se mantuvo a tono con la confianza generalizada en el futuro.

Un espejismo que se desvaneció en pocas semanas allá por el 2008, cuando todos empezamos a conocer vocablos nuevos como las hipotecas subprime, las titulizaciones, las MBS, los conduits o fondos de inversión, las CDOs, las CDS1, las agencias de rating, etc., intrigante nomenclatura de un mercado de derivados completamente desregulado años atrás, que fue bombeando a base de riesgo, especulación y engaño una tremenda burbuja inmobiliaria y financiera hasta su explosión en 2008.

Medio centenar de bancos y entidades financieras quiebran entonces, y en septiembre se produce la bancarrota del principal banco americano de inversión, Lehman Brothers. El crash prende rápidamente, se globaliza y en poco tiempo la crisis es sistémica. Pronto se le vieron las vergüenzas al sistema financiero del capitalismo internacional. El corazón del modelo global de acumulación estaba infartado. Como fichas de dominó iban cayendo un banco detrás del otro. La economía entró en barrena, cundió el pánico en «los mercados», el desempleo se disparó, el déficit se hizo insostenible y las deudas soberanas perdieron sus garantías de solvencia. Ahora bien, mientras los bancos eran rescatados con dineros públicos, mientras se imponían durísimas políticas de austeridad a la población y los agentes económicos se quedaban sin crédito, al mismo tiempo la deuda era atacada por esos mismos bancos rescatados. Nadie rindió cuentas, los altos ejecutivos que se forraron con la ruina que ellos mismos causaron fueron revalidados en sus cargos o se fueron a sus casas con indemnizaciones millonarias. Quedó claro que el coste de la crisis lo iban a pagar -lo están pagando- en su integridad las clases más vulnerables y menos responsables del desastre. Quedó asimismo claro que la oligarquía político-financiera mundial seguía intacta o incluso salía más enriquecida aún que antes de la crisis. La pleamar de la burbuja inmobiliaria y el frenesí especulativo taparon muchas cosas, pero cuando las aguas cedieron y bajó la marea, en la orilla de esta globalización grancapitalista quedaron al descubierto las numerosas inmundicias de un sistema falso, cleptomaníaco e indecente. El robo a escala masiva de los ricos a los pobres había sido pertrechado con impunidad. El asalto a la democracia había sido un éxito.

Tan exitoso había sido, que la ofensiva continuó. En efecto, la codicia de esos grupos de poder y privilegio es inagotable, tanto que no han tardado en ver que la crisis por ellos mismos provocada es una excelente oportunidad para llevar su reacción señorial un paso más allá y utilizarla como excusa para acabar con las últimas constricciones democráticas a su insaciable ambición de dominio: las «rigideces» que aún quedan en el mercado laboral, los medios de protección del factor trabajo aún vigentes, los bienes públicos asistenciales aún suministrados a la población. Todos esos mecanismos institucionales históricamente decantados tras siglos de lucha política e ideológica son obstáculos y/u oportunidades para el avance del modelo de acumulación capitalista y para la recuperación de la tasa de ganancia del capital; es decir, obstáculos y/u oportunidades para la reproducción de la misma oligarquía corporativo-financiera y su dominio sobre los pueblos. Lejos de refundarse tras el crash del 2008, el capitalismo globalizado se insolenta y envalentona a lomos de la crisis.

Ahora bien, desde 2008 al 15-M de 2011 hay un proceso paralelo de aprendizaje político y moral de la sociedad española. Unas voces se fueron sumando a las otras, los argumentos convergieron en discursos coherentes, las redes sociales se activaron, la información fluyó con sus datos inapelables, las emociones morales cobraron forma en el crisol de la inteligencia democrática, la sociedad civil despertó de un largo letargo. Y un concepto destacó entre todos los demás: indignación. Nacía el movimiento del 15-M.

A principios de 2005, cuando fue aprobado el referéndum constitucional europeo, tres años antes de la crisis del 2008, la sociedad española era más bien apática. La apatheia es la ausencia de pasiones, la atonía emocional, la indiferencia, el desinterés. Una sociedad apática es normalmente una sociedad individualista y atomizada, donde cada cual va a la suya, llena de vicios privados y huérfana de virtudes públicas, cínica e insolidaria. Es por lo que apatheia e idioteia, apatía y privatismo, suelen ir de la mano. La sociedad-masa es apática e individualista; la sociedad civil reacciona emocionalmente. No es indiferente.

El 15-M la sociedad-masa española se hizo más cívica, maduró como sociedad civil, cuando y porque se indignó; cuando y porque dejó de ser emocionalmente indiferente. La indignación no es una emoción cualquiera. Es una emoción eminente moral. Una sociedad que se indigna es una sociedad que se moraliza. Y entonces, necesariamente, surge la acción política, el ciudadano cuelga el traje de burgués -de individuo privado- y sale a la calle como agente con principios morales. La política se desmoraliza cuando se convierte en puro cálculo económico y pura racionalidad instrumental de una maquinaria estatal. Pero un ciudadano indignado se rige por principios morales de razón práctica. Un ciudadano indignado tiene un ideal de justicia. Y es la quiebra de la justicia, así como la inmoralidad resultante, la que le provoca esa reacción emocional, y no otra. Y hay injusticia cuando hay privilegio. La injusticia es aún mayor cuando ese privilegio se basa en el robo. La injusticia crece todavía más cuando el robo lo perpetra una minoría de privilegiados contra pueblos enteros despotenciados y empobrecidos por el mismo robo. Y esa injusticia es ya intolerable cuando la minoría privilegiada de ladrones insaciables queda impune. La intensidad de la indignación crece con la magnitud de la injusticia y con su impunidad. Indignada, la sociedad-masa española de 2005 se ha hecho más sociedad civil el 15 de mayo de 2011.

Y entre la indignación y la cólera hay una fina línea fácil de cruzar. Porque nos encolerizamos cuando nos sentimos inmerecidamente ofendidos.2 Y en esta crisis creo que no sólo se trata de que millones de ahorradores hayan perdido sus ahorros, de que millones de trabajadores hayan perdido su trabajo, de que millones de ciudadanos vean cercenados sus derechos sociales. A esto hay que añadir la ofensa de tomar por estúpida a esa misma ciudadanía, intentándola convencer de que la única salida a la crisis es suicidarse como tal ciudadanía, renunciar a sus derechos adquiridos, re-mercantilizar la sociedad, privatizar sus comunes, desmantelar lo que queda de su Estado (el social), convertir su comunidad en una jungla de supervivencia. Así, indignada ante los privilegios de una élite insaciable, ante su inmunidad anti-democrática, ante el servilismo de los representantes políticos y el alto funcionariado, la sociedad civil española está a punto de romper en cólera. Y la cólera pide venganza y puede llevar a la violencia.

Sin embargo, este movimiento de los indignados ha sido todo menos violento. A diferencia del gran Mayo del 68,3 el mayo del 2011 ha sido eminentemente pacífico. Pese a su indignación explícita y su cólera contenida, su pacifismo ha sido intachable. Porque ha sido -y es- un movimiento exquisitamente decente en las formas, por momentos festivo, ligado a la palabra y la deliberación en vez de a la acciones de fuerza, que ha ganado presencia por medio de la persuasión y la razón. El 15-M ha sido -y es- un movimiento cívico en toda la extensión de la palabra.

No sólo sus formas lo demuestran, sino también su contenido, sus demandas. Y por las demandas se conoce a un movimiento. Si hubiera sido un movimiento campesino, por ejemplo, sus demandas hubieran estado ceñidas a intereses de clase: reforma agraria, reparto de tierras, autogestión cooperativa, política arancelaria, etc. Nada de eso hay en el 15-M. Si hubiera sido un movimiento obrero, sus demandas se habrían centrado en la relación capital/trabajo: derechos laborales, jornada de trabajo, política salarial, subsidios al desempleo, etc. Pese a la polarización creciente de la riqueza, pese a los niveles de explotación de la fuerza de trabajo, tampoco hay reivindicaciones obreristas en el movimiento de los indignados.

La razón es sencilla: el 15-M no es ni un movimiento obrero ni un movimiento campesino. En realidad no es un movimiento de clase. Es un movimiento urbano y cívico. Doblemente ligado, pues a la ciudad: por su geografía y por su carácter interclasista. Y de ese doble carácter nacen los ejes de su discurso, eminentemente político, dirigido a las instituciones del Estado y al sistema de representación política. Lo que el movimiento dice es que ya no valen las instituciones de las que la comunidad política se ha dotado para su autogobierno. Ya no se gobierna la ciudad a sí misma sino que es gobernada -y dominada- por agentes externos a su espacio público, a saber: los bancos, las corporaciones, los grupos de inversión; es decir, la otra ciudad -la city-, no la de Dios sino la de la bolsa. Naturalmente con la aquiescencia, la cooperación activa o la impotente contemplación de una clase política que ya no representa a esa ciudadanía acosada, expoliada y potencialmente destruida. De ahí la importancia que el movimiento 15-M da a la reforma de la ley electoral, a la democracia participativa y real, a la corrupción política o a la separación de poderes. De ahí su permanente queja ante sus sedicentes representantes. De ahí, también, su forma extraparlamentaria y antiparlamentaria –asamblearia– de organización no institucionalizada y espontáneamente autogenerada. De ahí, finalmente, la amplia aceptación -en torno al 80%- que el movimiento ha tenido entre la población en su conjunto. Lo que no quita para que en las últimas elecciones del 20-N haya ocurrido lo que todos sabemos. El PP -esto es, el partido con menos afinidades electivas con el 15-M- obtiene una rotunda mayoría absoluta. No es que las cifras no cuadren -que no cuadran- sino que la sociedad española vive en esa paradoja: la indignación la lleva a simpatizar con este movimiento cívico, pero el miedo -que a menudo impide ver con claridad- la hace confiar en un partido que, cargado ahora con toda la legitimidad de las urnas, dará un nuevo giro anti-democrático a la gestión de la crisis.

Se ha utilizado la metáfora del enjambre para explicar la idiosincrasia de este movimiento, su creatividad y su dinamismo. Su acción política, así, sería una acción «dispersa pero terriblemente efectiva como un imparable ataque de abejas».4 Es la misma metáfora que otrora utilizó Ortega para calificar a Europa. «Europa -dijo- es, en efecto, enjambre: muchas abejas y un solo vuelo»5. Yo tengo dudas sobre la «terrible efectividad» de este movimiento, y también sobre que tenga un solo vuelo. Ojalá. Pero para ello este movimiento asambleario tendrá que aprovechar la oportunidad que su propia inercia le brinda y asumir un reto decisivo, a saber: dotarse de estructuras permanentes. De hecho, ya ha empezado a avanzar en esa dirección por la vía de la descentralización, auto-replicándose a escala reducida en las asambleas de barrio. De la consolidación de esas estructuras descentralizadas de poder popular de deliberación, decisión y acción, dependerá no sólo el éxito futuro del movimiento sino la realización de una oportunidad para la propia sociedad civil: la de construir una contrahegemonía político-cultural de raíz democrática capaz de hacer frente a los ideologemas del discurso impuesto por la oligarquía dominante. Ahora bien, bueno sería que el movimiento comunitario del 15-M, si realmente se consolida, trazara puentes con los partidos de la izquierda atentos a sus demandas, con los debilitados sindicatos de clase y con las asociaciones vecinales y agrupaciones no gubernamentales. La respuesta a la reacción señorial asilvestrada de los intereses del dinero y el capital ha de ser una respuesta de la democracia, por lo tanto, basada en un modelo cívico, plural e incluyente, de los pueblos.