Desde el pasado octubre, las detenciones y la represión contra manifestantes aumentan en Bahréin, donde se desarrolla desde febrero de 2011 una de las revoluciones más olvidadas. Penas como la de Nabil Rajab, uno de los más importantes defensores de Derechos Humanos del reino condenado a dos años de prisión por sus comentarios en Twitter, […]
Desde el pasado octubre, las detenciones y la represión contra manifestantes aumentan en Bahréin, donde se desarrolla desde febrero de 2011 una de las revoluciones más olvidadas. Penas como la de Nabil Rajab, uno de los más importantes defensores de Derechos Humanos del reino condenado a dos años de prisión por sus comentarios en Twitter, lleva a muchos a desdeñar la vía pacífica como motor de cambio. Los activistas temen que el sectarismo, promovido por el régimen para presentar el levantamiento como una maniobra de Irán, envenene a la sociedad bahreiní.
Mohamed al Tajer, elegante abogado bahreiní y presidente de la Organización Bahreiní para la Anti-Violencia y la Rehabilitación (BRAVO), sólo titubea cuando se le plantea la última pregunta. Tras media hora de ágil conversación en un conocido hotel de Beirut, donde se celebra un foro sobre las violaciones de Derechos Humanos en Bahréin -de las que él es testigo y también víctima- el letrado sólo guarda silencio por unos segundos cuando se compara su país con Siria, donde otra revolución movida por las mismas aspiraciones de justicia terminó en guerra civil.
¿Encuentran los bahreiníes solidaridad por parte de los activistas sirios, cuya legitimidad también les es negada por algunos? ¿Muestran los manifestantes del reino del Golfo empatía por los manifestantes sirios? El abogado se revuelve en el asiento. «Bueno, es que el caso de Siria no es como el de Bahréin. Estamos deacuerdo con el hecho de que Bashar Assad es un dictador, pero también hay un juego internacional para aislar a Irán y al Hizbulá libanés. La comunidad internacional quiere acabar con el régimen no porque viole los Derechos Humanos, sino para sustituirlo por alguien de su conveniencia».
Hace sólo un año, era muy difícil obtener una respuesta similar entre los activistas de Bahréin, que comenzaron oficialmente su revolución el 14 de febrero de 2011 -al tiempo que sirios, yemeníes y libios y semanas después de los levantamientos en Túnez y Egipto- y que ven su movimiento, que exige igualdad social y reformas democráticas, negado por la clase política y los medios de comunicación internacionales. La empatía entre bahreiníes y sirios, o libios o yemeníes, era absoluta en cuanto compartían un espíritu y un arrojo insospechado.
Ahora el sectarismo, azuzado por los regímenes chiíes y suníes, desde Irán a Arabia Saudí o desde Siria a Bahréin, está envenenando las relaciones sociales entre musulmanes y dividiendo a la comunidad islámica o, lo que es lo mismo, debilitándola. Pasó en Irak, tras la invasión angloamericana y las maniobras que provocaron una guerra civil entre chiíes y suníes, y ocurrió en Palestina (de mayoría suní) entre las facciones apoyadas por Teherán y las apoyadas por EEUU y sus socios regionales, que terminaron dirimiendo sus diferencias a tiros en un amago de guerra civil en 2007 del que sólo se puede considerar ganador a Israel.
Entre la tolerante sociedad de Bahréin, el sectarismo imperante es toda una novedad a la que es imposible abstraerse. «Al principio, esta revuelta no era sectaria. En las manifestaciones participábamos suníes y chiíes, todos con la aspiración de obtener reformas. El régimen trabajó duro para aumentar la discriminación. No son los suníes los que demolen nuestros templos, sino el régimen de los Hamad. Es el régimen el que permite a los fanáticos que hablen contra la mayoría chií», recuerda el abogado.
El caso de las husseiniyas o templos chiíes derruídos por las autoridades bajo la más peregrina excusa -ya son 35 las mezquitas que han sucumbido a las excavadoras enviadas por el régimen- es el ejemplo más gráfico de ese esfuerzo por dividir a la sociedad, pero no el único. Los manifestantes, en algunos medios, son descritos como «terroristas chiíes».
«El régimen está usando la carta sectaria de forma vastísima. Lo hizo desde el principio en los medios de comunicación oficiales, porque las protestas unían a suníes y chiíes, y el mensaje ha calado hasta el punto de que los suníes boicotean negocios dirigidos por chiíes», explica Ahlam al Khouzaie, responsable de Asuntos Femeninos del Consejo Ejecutivo del partido chií Wefaq, el más grande del archipiélago y también el que ocupaba todos los escaños no designados por la familia real (sometidos a escrutinio) hasta que la represión de la revolución le hizo retirarse del Parlamento en febrero de 2011. El responsable de la Sociedad Juvenil para los Derechos Humanos, Mohamed al Maskati, arroja un nombre como ejemplo. «En uno de los Café Costa más céntricos, por ejemplo, ya no se ve a ni un solo suní. La franquicia la tiene un empresario chií», dice con cierta desolación.
La división social ha sido una de las tácticas del régimen del rey Hamad bin Khalifa (su familia, suní, lleva más de dos siglos en el poder) para intentar superar la insurrección social que comenzó hace 22 meses. Pero la estrategia se remonta a años atrás. «Desde que llegó el rey Hamad al poder, la discriminación entre chiíes y suníes es mayor», sostiene Tajer. Esa flagrante desigualdad -los chiíes son excluidos de los altos cargos, no pueden alistarse en el Ejército (y, por ese motivo, las Fuerzas de Seguridad son nutridas con paquistaníes, egipcios, jordanos, sirios o saudíes a quienes se concede la nacionalidad: ya son 50.000 los suníes atraídos por los Khalifa en lo que la comunidad chií considera un intento de cambio demográfico) y tienen dificultades incluso para tener propiedades a su nombre- resulta incompatible con la realidad del archipiélago, donde el 70% de la población, chií, es controlada por una dinastía suní que representa sólo al 30%. Para los activistas, esa es la clave por la que el mundo ha vuelto la cara a los acontecimientos en el reino.
Los intereses de Occidente -el reino es la sede de la V Flota norteamericana- pasan por proteger a la dinastía wahabi suní de Arabia Saudí y por debilitar a su archienemigo chií Irán, no importa cuántos derechos humanos se violen por el camino. Y Bahréin es una pieza destacada en ese puzzle. «La forma más simple para engañar al mundo es con el sectarismo. El régimen presenta nuestra protesta como levantamiento de chiíes contra suníes, como un intento de Irán de controlar Bahréin en el futuro. Por supuesto, a Washington no le resulta cómodo justificar la represión en Bahréin, pero la posibilidad de que los Hamad sean sustituidos por un régimen pro-iraní le lleva a guardar silencio», continúa Al Tajer. «La comunidad internacional está cansada del régimen, pero pone sus intereses están en peligro con su inacción. En Kuwait o Arabia Saudí ya hay manifestaciones diarias. Mantener vivo el levantamiento en Bahréin encenderá la mecha de todo Oriente Próximo», prosigue el letrado.
Casi dos años después del inicio de la revolución bahreiní, y a pesar de haber sido prohibidas por el Ministerio del Interior el pasado octubre, las manifestaciones siguen siendo periódicas (un centenar desde la prohibición) si bien ahora son más frecuentes en localidades del extra radio, que suelen estar rodeadas por las fuerzas de Seguridad. Por ello, algunas poblaciones llevan semanas cercadas. El hecho de que los uniformados no sean originarios de Bahréin facilita los abusos contra los manifestantes, y el largo centenar de muertes -por fuego real, pelotas de goma o inhalación de gases lacrimógenos, que suelen ser lanzados a corta distancia y contra el interior casas particulares- ha llevado a la radicalización de las protestas, que cada vez terminan de forma violenta con más frecuencia.
Según los activistas, se trata de una estrategia de los Hamad para manchar la imagen del movimiento no violento mediante una represión combinada con torturas y con las detenciones de los activistas más conocidos y comprometidos con la lucha pacífica. En la reciente revisión del juicio de Nabil Rajab, en cuya defensa han salido algunos de los más conocidos defensores de los Derechos Humanos del mundo, su pena se redujo a dos años de prisión por haber criticado a la familia real en un tweet y haber participado en manifestaciones pacíficas. «En muchos casos no se puede hablar de detenciones sino de secuestros de ciudadanos», denuncia Baqr Darwish, miembro del Foro de Bahréin para los Derechos Humanos.
«La situación está empeorando, hasta el punto de que los mercenarios de las fuerzas de Seguridad [tachados como tales por no ser bahreiníes, y acusados por ello de tratar con total desconsideración a la población] entran en las casas a medianoche sin orden de arresto. Eso es ilegal en cualquier país. Si se reacciona con violencia, se hace como legítima defensa. La violencia viene del régimen: nosotros no tenemos otra opción que mantenernos pacíficos», prosigue Ahlam al Khouzaie.
«Nos empujan a la violencia para poder retratarnos como terroristas en el exterior y así justificar su represión», apunta el abogado Tajer. «Hay una frustración ante la ausencia de logros que está haciendo que se pierda el control de la calle. Los manifestantes se sienten abandonados: no hay apoyo internacional, aumenta el número de muertos, crece la represión, incluso se está revocando la ciudadanía de algunos ciudadanos, crecen los arrestos sin cargos y a los abogados no se nos permite defender a nuestros clientes. Muy al contrario, somos intimidados y amenazados».
También son detenidos y extorsionados. En el caso de Mohamed al Tajer, no sólo fue arrestado cuatro meses por ‘concentración ilegal’ -terminaría en la misma celda que varios de sus defendidos- sino que incluso le grabaron un vídeo sexual con su esposa, en su propia casa, que amenazaron con difundir si seguía participando en el levantamiento contra el régimen. Finalmente, tras su intervención en una conferencia internacional sobre Derechos Humanos, el vídeo fue filtrado en Internet. «Es más grave el asunto de los 31 bahreiníes a los que han arrebatado la nacionalidad», explica quitando hierro a su caso. «No sólo no tienen a dónde ir, sino que quedan sin derecho a asistencia sanitaria, a educación, a cualquier tipo de servicio social. De ellos, 19 no tienen una segunda nacionalidad».
Sólo hay un precedente histórico -que terminaría siendo anulado- de revocación de la ciudadanía en Bahréin. De ahí que los casos de 31 activistas hayan chocado a la opinión pública. Con la experiencia siria viva, es lógico temer que en Bahréin -donde la ausencia de armas en manos de la población marca la diferencia- se produzca algún tipo de enfrentamiento sectario entre chiíes y suníes, aunque Ahlam al Khouzaie lo duda. «Algunos se han dejado envenenar por el sectarismo, pero en Bahréin gozamos de una base firme de convivencia que está por encima de las sectas. Pero nos asusta la división sectaria promovida por el régimen. Afortunadamente, la Comisión Internacional para Bahrein confirmó que Irán no había tenido ningún papel en las protestas. Pero ahora, entre los naturalizados, hay miedo a acudir a zonas chiíes, por ejemplo».
La Comisión Independiente de Investigación sobre Bahréin, encargada por el régimen, fue una de las grandes puestas en escena destinada a parar el aluvión de críticas internacionales. Un año después de que emitiera sus conclusiones -en las que recomendaba al régimen de los Khalifa investigar las muertes, poner fin a las torturas y liberar a cientos de presos políticos– sólo tres de las 26 recomendaciones han sido cumplidas, según ONG internacionales. La mera Comisión y sus resultados «son de puro consumo mediático», justifica Al Tajer. Es más, la represión se ha recrudecido en los últimos tiempos, especialmente desde octubre, cuando acontecimientos internacionales como las elecciones presidenciales en Estados Unidos aliviaron la presión mediática -nunca especialmente agresiva- sobre Manama.
Antes de octubre, las agencias de relaciones públicas contratadas por el régimen habían hecho un buen trabajo. Poco se escribió sobre el largo centenar de personas que han perdido un ojo en la represión de protestas en las que, según los activistas, los uniformados tienen órdenes precisas de disparar. Unas 120 personas han muerto en las manifestaciones en 22 meses de protestas.
Tras el nombramiento de dos rostros internacionales -el ex jefe de Policía de Miame John Timoney y su homólogo británico John Yates- la violencia, según las ONG locales, habría empeorado en todo caso. «Ahora se puede hablar de intento de asesinato de algunos activistas. Se dispara con fuego real, se disparan botes de humo contra las personas, se lanzan contra las casas… Se han documentado al menos 30 casos de fallecimientos por gas lacrimógeno, entre ellos muchos niños nonatos. Hay un porcentaje de abortos durante las represiones policiales. Por supuesto, no hay estadísticas porque los hospitales (controlados por el régimen) no reconocen que sea a causa del gas inhalado», añade Khouzaie.
«Los crímenes son deliberados. No podemos pedir a la gente que se queden en sus casas esperando a ser agredidos», continúa Al Tajer. Según las cifras del abogado, 1800 han sido arrestadas desde el inicio de la revolución bahreiní. «Puede que la cifra se haya doblado desde octubre. Ahora se detiene a un ritmo de 50 personas por semana», explica. Además, casi 2000 personas han denunciado haber sido objeto de torturas, tres personas han sido condenadas a muerte y 600 trabajadores chiíes, según cifras manejadas por Al Wefaq, siguen desempleados tras haber sido cesados por su confesión religiosa. «Eso, a pesar de que en el último año, ni un agente de policía ha muerto en las manifestaciones».
Los exiliados se cuentan por miles. El caso de Ibrahim al Madhoon resulta muy significativo. Este miembro de Wefaq, ex director general de una compañía de transportes, había intervenido en medios de comunicación regionales criticando a los Khalifa. Estaba en Beirut cuando las fuerzas de Seguridad entraron en su casa en su busca y arrestaron a 11 miembros de su familia. «Mi mujer estaba en camisón, y la insultaron de todas las formas, le decían vamos a joderte». Dos de sus hijos fueron condenados a 20 años de cárcel, aunque las penas serían rebajadas posteriormente. En cualquier caso, Madhoon no ha vuelto a ver a su familia, salvo a uno de sus hijos, ya que al resto le quitaron sus respectivos pasaportes. «No les dejan salir del país y a mí no me dejan regresar», dice.
Cuando se inquiere a Madhoon sobre la radicalización de las manifestaciones, se pone a la defensiva. «Póngase en su lugar. Si yo hubiese estado en casa cuando llegaron las fuerzas de Seguridad, hubiera defendido a mi esposa con todos los medios. No somos los enemigos de los Khalifa, somos los enemigos de la Justicia», afirma. «Antes el sectarismo no existía: son los regímenes los que han construido esas diferencias entre nosotros. Yo estoy contra el régimen de los Khalifa por lo que hacen a la gente, no por ser suníes».
«Es, básicamente, lo mismo que ha hecho Bashar Assad en Siria», reflexiona Maskati, uno de los más comprometidos defensores de Derechos Humanos de toda la región. «Presenta el levantamiento como un problema sectario, y lo triste es que, como ocurre con Assad, algunos creen más en lo que dice el régimen que en las denuncias de represión elaboradas por las ONG independientes», lamenta el presidente de la Sociedad Juvenil para los Derechos Humanos. «El problema es que cuanta más represión y más muertos, más aumenta el odio y más se asocia a toda la familia Khalifa y a su comunidad religiosa con los malos». Sin embargo, Maskati considera lejano aún el escenario de una confrontación sectaria. «Hay un problema sectario pero aún no tiene la importancia necesaria para ello», aduce.