Esa triste costumbre de acusar a la ligera, amparándose en la impunidad que otorga pertenecer a alguna estructura de poder difícilmente cuestionable; esa costumbre de ofender y desacreditar mientras se acusa, asumiendo la actitud -en apariencias digna y valiente- de quien defiende algo justo contra un adversario peligroso e inmoral; esa costumbre, que los inquisidores […]
Esa triste costumbre de acusar a la ligera, amparándose en la impunidad que otorga pertenecer a alguna estructura de poder difícilmente cuestionable; esa costumbre de ofender y desacreditar mientras se acusa, asumiendo la actitud -en apariencias digna y valiente- de quien defiende algo justo contra un adversario peligroso e inmoral; esa costumbre, que los inquisidores católicos tornaron práctica frecuente y universal, no murió con la Edad Media. No es un mal propio de una época ni de un sistema político, es un uso aberrado de la autoridad que puede afectar a cualquier grupo humano, en cualquier lugar o época, y no es tan raro como suele creerse.
Desde hace mucho, en todos los rincones del mundo, sucede que alguien, revestido de cierta jerarquía, apelando a evidencias poco probatorias, calzadas mediante argumentos y/o falacias ad hominem, arremete contra un supuesto enemigo con diatribas que encuentran resonancia y apoyo unánime, sin que el acusado pueda ejercer el derecho de expresarse en igualdad de condiciones. Casos célebres se vieron en la Alemania nazi, en la Unión Soviética bajo el gobierno de Stalin, y en los Estados Unidos durante los procesos conducidos por Joseph McCarthy. Casos menos célebres pero de igual naturaleza se vieron también en Cuba, en el llamado «quinquenio gris». Pero hay casos casi desconocidos, demasiado frecuentes, que ocurren a diario en todas partes.
En uno de esos casos lamentables me vi implicado hace apenas unos días, cuando el guatemalteco Percy Francisco Alvarado Godoy, ex agente de la Seguridad del Estado cubana y autor de varios libros sobre temas de espionaje y contraespionaje, publicó la última parte de su artículo «Obama centraliza su guerra mediática contra Cuba». El artículo en cuestión apareció el 29 de junio en el periódico digital Rebelión, de España, y fue reproducido el 12 de julio en el número 56 del boletín Por Cuba, que edita el portal Cubarte del Ministerio de Cultura cubano. Casi inmediatamente, los editores del boletín ofrecieron disculpas a cinco de los acusados por el autor: Lina de Feria, Reina María Rodríguez, Desiderio Navarro, Víctor Fowler y yo. El propio autor, después, ofreció también disculpas a través de su blog: «Por un error, enteramente mío, incluí dentro [sic] de las personas que participaban en este proyecto a un valioso grupo de intelectuales, cuya posición política e ideológica puse en entredicho. Me lamento por ello y me disculpo ante ellos, y ante mis lectores, por ese impensado error.»
Más útil que perdonar, con la misma ligereza con que fuimos acusados y absueltos, es tratar de comprender el error, o la serie de errores, cometidos por Alvarado Godoy en sus artículos. Ignorarlos sería cuando menos ser cómplices de una posible injusticia (tal vez involuntaria) contra otros de los acusados y, lo que es peor, ayudar a que esos errores sigan sucediendo. Conviene exponer sus causas y la ilegalidad que encubren, mostrar sus consecuencias no solo para quienes las sufren directamente, sino para todos. Porque acusaciones de esta naturaleza no son aisladas y sus efectos suelen ser devastadores para la cultura y la sociedad.
Lo primero que salta a la vista es que el autor no ofrece pruebas, sino que se apoya en fuentes cuya veracidad toma por incuestionable, algo que en el léxico de la jurisprudencia se conoce como argumentum ad verecundiam. Es significativo, sin embargo, que para apoyar su credibilidad el autor no considera necesario decir siquiera cuáles son esas fuentes, sino que acude a frases tales como «ha llegado hasta mis oídos que», «hemos conocido que», etcétera, o a una sospechosa (ambigua) primera persona del plural: «quienes nos dedicamos a monitorear la actividad enemiga contra Cuba». Un entramado de epítetos, cuyo uso es frecuente en el discurso político del gobierno, se emplea para desacreditar a los acusados: mercenarios, contrarrevolucionarios, asalariados de la CIA, anticubanos, oportunistas, intelectualoides de pacotilla… y con ellos se engloba a un grupo heterogéneo de actores sociales cuyas propuestas son relegadas en bloque mediante una vaga forma de culpabilidad por asociación: «solo pueden ser creídas por ingenuos o malintencionados». Esos calificativos, y la afirmación -repetida de diversas maneras a lo largo del artículo- de que conspiran y reciben financiamiento de una potencia enemiga para subvertir el orden interno del país, equivalen a decir que son culpables de traición, un crimen bastante serio y con consecuencias drásticas en la vida de las personas para ser tomado a la ligera. Difamar es un delito penado por la ley en todos los países, y resulta más grave aún cuando en ello se implica a instituciones cuya credibilidad se ve afectada.
Pero no se trata de una acusación formal ante autoridades competentes, sino que se hace a través de los medios masivos, insertándose en una densa red de textos similares, con una marcada intención acusativa; abundancia de adjetivos denigrantes y amenazas/advertencias (Percy F. Alvarado Godoy hace algunas advertencias en su artículo: «contamos con los recursos y elementos necesarios para conocer cada uno de sus pasos, así como las fuentes de su financiamiento»; «nuestros órganos de enfrentamiento conocen detalle a detalle la actividad injerencista de la SINA»; «Advierto que sabemos más, mucho más»); informaciones incompletas, parciales, y argumentos falaces cuyo fin -más que mostrar la verdad- es provocar respuestas emocionales, disuadir, persuadir, crear un estado de opinión… un tipo de discurso que se conoce con el nombre de propaganda.
Que la propaganda se utiliza en todo el mundo no es un secreto, aunque pocas veces un emisor admite que su mensaje es de tal índole, lo que valdría a decir que es tendencioso, poco confiable. El desarrollo de los medios masivos en el siglo XX y de las tecnologías informáticas más actuales intensifica este fenómeno. El propósito es convencer al mayor número posible de personas, y no interesa tanto si en el afán de lograrlo la realidad pierde aristas y el individuo opciones. Se trata -afirman Alvarado Godoy et al.- de una «guerra mediática» y aquí -para seguir con su metáfora bélica- la propaganda es un arma de persuasión masiva cuyo peligro mayor radica en esa mezcla de verdades y mentiras, de prejuicios y razones, de sentimientos exaltados que lanza sobre el lector.
Frente a tales influencias, el mejor recurso sigue siendo el pensamiento crítico: analizar, interpretar, intentar comprender en su complejidad el mundo y los discursos que sobre él nos llegan, ser prudentes a la hora de juzgar. Nada de esto encontramos en el artículo de Alvarado Godoy, muy al contrario, por eso me siento poco inclinado a disculparlo: ¿Comprende acaso la naturaleza y la magnitud de su error, sus efectos? No sé. Errores similares hundieron en el ostracismo durante años a autores como José Lezama Lima, Virgilio Piñera y otros; trajeron dolor innecesario a muchos y causaron un daño irreparable a la cultura y a la sociedad cubanas, privándonos de tanta sabiduría y belleza. La intolerancia y el odio a lo diferente, la incapacidad para entender las sutilezas y la pluralidad del intelecto, el simplismo paranoico y pendenciero, la arrogancia, no han desaparecido. Y actitudes como la suya solo sirven para revivir a los viejos fantasmas del miedo y el fanatismo.
Algo hemos aprendido del pasado y recordamos hoy: el individuo no es tan frágil ni se encuentra tan aislado como suele creerse. Tiene recursos, leyes, instrumentos que la sociedad ha ido perfeccionando y cuyo fin es proteger al ciudadano de los abusos del poder. Si renuncia a estos recursos, si el miedo u otro obstáculo impiden su acceso a la ley, pierde libertad y -simultáneamente- la perdemos todos.