La renuncia de Pablo Iglesias, líder de Unidas Podemos (y sus aliados), a participar en el futuro Consejo de ministros permite superar el ‘escollo’ impuesto por Pedro Sánchez, presidente socialista del gobierno en funciones, para negociar un Gobierno de coalición entre ambas fuerzas políticas. Es una salida realista y digna al bloqueo existente y ante […]
La renuncia de Pablo Iglesias, líder de Unidas Podemos (y sus aliados), a participar en el futuro Consejo de ministros permite superar el ‘escollo’ impuesto por Pedro Sánchez, presidente socialista del gobierno en funciones, para negociar un Gobierno de coalición entre ambas fuerzas políticas.
Es una salida realista y digna al bloqueo existente y ante unas relaciones de poder desigual. Facilita el avance en la demanda principal de las fuerzas del cambio, un Gobierno compartido y equilibrado que garantice un proyecto democrático y de progreso. Lejos de debilitar su estatus político, su concesión contribuye a crear una dinámica unitaria beneficiosa para la mayoría ciudadana, que neutraliza la amenaza de nuevas elecciones, con los riesgos evidentes, y contiene la derechización institucional y la involución social y democrática. Además, refuerza su legitimidad pública, evita su aislamiento mediático y político y deja en evidencia la imposición gubernamental.
Veamos este último proceso y las consecuencias para su liderazgo que, frente a los intentos del poder establecido, puede salir fortalecido en la nueva etapa.
Irrealismo y prepotencia socialistas
El candidato a la investidura, el socialista Pedro Sánchez, acababa de romper el diálogo con el líder de Unidas Podemos, Pablo Iglesias, e imponía para reanudarlo una condición poco democrática: la aceptación de su exclusión del futuro gobierno compartido. Los argumentos principales, todavía vigentes, son las diferencias políticas, particularmente ante el conflicto catalán, la falta de garantías de su lealtad al defender la ‘democracia’ y otras políticas de Estado, y su capacidad política y mediática para representar su proyecto político con elementos diferenciadores. Sobredimensiona los tres factores para justificar su objetivo central: doblegar a Unidas Podemos y deslegitimar su dirección. Dicho de otra forma: exigía el monopolio de las decisiones estratégicas y de gestión más importantes y la subordinación y obediencia debida de su representación institucional.
El motivo implícito es ampliar su margen de maniobra para ensanchar su campo electoral en detrimento de esa formación política y consolidar la hegemonía de su nueva élite gobernante. Son reflejo de la limitada cultura pluralista en la dirección socialista ante la evidencia de un amplio espacio sociopolítico y electoral a su izquierda, así como de una actitud prepotente para tratar de imponer su proyecto político y programático y sus ventajas hegemonistas en la gestión del poder.
Su ambición de recuperar la dinámica del bipartidismo, ser el eje político central y hegemónico, achicar el espacio alternativo a su izquierda (y por el centro) y, en particular, debilitar el liderazgo de Pablo Iglesias es un hilo conductor de su estrategia. Si se realiza con ventajas adicionales desde el poder deja de ser legítima. Esa pretensión está modulada por el mínimo realismo de reconocer la persistencia de la relevante representatividad de todo el espacio de las fuerzas del cambio y la firmeza, no exenta de errores, de su coordinación, aunque sin valorar sus fundamentos históricos-estructurales. Reconocimiento socialista siempre dependiente de su prioridad por ampliar su propio poder.
Cuesta modificar la inercia bipartidista y las ventajas que le reporta al Partido socialista; solo que en la nueva situación sociopolítica de mayor diversidad hay que practicar más el reconocimiento mutuo, la negociación y el acuerdo, sin imposiciones ni ventajas de poder ajenas a la representatividad y los métodos democráticos. En la nueva realidad de pluralidad institucional son criterios básicos para encarar la inmediata negociación programática, dilucidar de forma consensuada la composición de la estructura gubernamental e iniciar la nueva experiencia progresista de gestión compartida.
Una apuesta democrática y de progreso
Los resultados de las elecciones generales del 28 de abril constataron la victoria del campo progresista que sacó más de un millón de votos por encima del bloque de las derechas. Supuso el freno a la involución política e institucional y expresó el deseo cívico mayoritario de un nuevo ciclo de reformas sociales y democráticas con un gobierno compartido. Era clara la reafirmación de las bases socialistas al NO a su alianza con Ciudadanos (que ha insistido en su oposición a Sánchez) y por un proyecto de izquierdas.
Sin embargo, desde el mismo día siguiente, dirigentes socialistas apostaban por su monopolio programático e institucional: un gobierno monocolor con indeterminación de su programa y su predisposición a pactar, desde su supuesta centralidad, a las dos bandas, con las derechas (en las políticas de Estado, incluido Cataluña, y los fundamentos de las políticas europeas y económicas) y con Unidas Podemos (las llamadas políticas sociales, más bien algunas medidas ‘sectoriales’).
Pero ese deficiente cálculo estratégico, aparte de su limitada calidad democrática, está basado en la sobrevaloración de su fuerza política y representativa, relativizando tres hechos evidentes: su insuficiente representatividad para gobernar, con solo 123 diputados; la persistencia de una fuerza significativa a su izquierda, con 42 diputados, y la presión y el desafío de las tres derechas que no asumen su gobernabilidad y configuran una posibilidad de alternancia en caso de nuevas elecciones. Es decir, ambas formaciones, Partido Socialista y Unidas Podemos, estaban condenadas a entenderse, con la necesidad de priorizar un programa social y democrático de progreso y caminar hacia un Gobierno compartido, tal como he pronosticado en un reciente artículo titulado «El Gobierno de cooperación» (https://blogs.publico.es/dominiopublico/29067/el-gobierno-de-cooperacion/).
Los riesgos para ambas del no acuerdo, con la posibilidad de la recomposición de las derechas, son muy superiores respecto del desacuerdo, aunque con un impacto asimétrico en cada una de ellas. Pero, sobre todo, podrían conllevar un retroceso para el país, una oportunidad perdida para implementar avances concretos para la mayoría social, una desactivación de la gente progresista y el cierre de esta posibilidad de cambio de progreso, referencia para los países europeos y aunque sea levemente reformista.
Pero la apuesta estratégica de las fuerzas del cambio era realista y, sobre todo, justa y democrática: un gobierno de coalición con un programa para impulsar la justicia social y la democracia. El precedente de la moción de censura anterior que hizo Presidente a Pedro Sánchez, sin contrapartida partidista alguna, el acuerdo presupuestario de progreso y la relevancia social de demandas concretas beneficiosas para la gente (salario mínimo, revalorización de las pensiones, regulación de los alquileres, control del precio de la luz, reversión de los recortes en derechos laborales, acción contra la precariedad, justicia fiscal, políticas de igualdad de género, medidas energéticas y sostenibilidad medioambiental…) demostraban su compromiso inequívoco con un cambio democrático y de progreso.
Las conversaciones, que no negociaciones reales, enseguida se vieron condicionadas por el planteamiento socialista inicial: gobierno en solitario… y hasta que Unidas Podemos no lo acepte no se habla de políticas públicas. Era una trampa que dejaba a esta última en desventaja para defender su proyecto político diferenciado, sus principales demandas sociales y democráticas y, en ese sentido, fortalecer su legitimidad para representarlas y exigir el reconocimiento público e institucional sobre la necesidad de su participación gubernamental. No se ha superado suficientemente.
El emplazamiento socialista fue contestado rápidamente por la alternativa: gobierno de coalición. Pero el para qué, claro para los más comprometidos, ha quedado más diluido en la opinión pública, restando capacidad legitimadora de su función mediadora en beneficio de la gente. El diálogo a trompicones y el emplazamiento público ha consistido en la persistencia del forcejeo sobre la composición gubernamental: en solitario, de cooperación con solo presencia de personas ‘afines’ de UP en segundos escalones y luego en el Ejecutivo, primero con independientes y técnicos, y al final de coalición con representantes políticos -cualificados-, pero con la exclusión de Iglesias.
Hasta, prácticamente, el final y de forma instrumental, la dirección socialista no ha resucitado la relevancia del para qué compartir el Gobierno, primero con su programa electoral y luego con el pasado acuerdo programático y presupuestario de ambos como base, sobre todo, para las políticas socioeconómicas. Eso sí, estaba acompañado de su exigencia de lealtad a las políticas de Estado -incluido sobre Cataluña- que se consideran las propias (o las negociadas con las derechas o que vengan de Bruselas), junto con la prevalencia de su programa y la ambivalencia de su proyecto. Pero era otra excusa para impedir un gobierno de coalición, proporcional y sin vetos.
El último pretexto y desencadenante del ultimátum rupturista ha sido la consulta interna en Podemos. Como se sabe, ha sido un ejercicio democrático en el que el 70% de cerca de ciento cuarenta mil votantes, cifra relevante que para sí quisieran los demás partidos, incluso para sus primarias, ha reafirmado la demanda de gobierno de coalición. Dicha consulta es legítima y no ha frenado la negociación, a pesar de la crispación socialista; solo la ha desatascado con un nuevo reequilibrio. Por una parte, hay una nueva amenaza socialista, prepotente pero con otra concesión en la aceptación del gobierno de coalición (que podía ser retórica y pasa a ser real aun con la exclusión de su Secretario general); por otra parte, se produce la renuncia de Pablo Iglesias a estar en el Ejecutivo, pero con un avance sustantivo y final en su reclamación de Gobierno compartido.
La reacción airada socialista estaba motivada por ser la consulta y sus previsibles resultados un mecanismo de legitimación del liderazgo de Iglesias, con la consecuencia buscada de frenar la presión gubernamental para doblegarlo. Ha sido una excusa de la dirección socialista para formalizar la ruptura, con la culpabilización de Pablo Iglesias. Pero el objetivo era reforzar su liderazgo para reequilibrar la negociación y avanzar hacia el Gobierno de coalición. Es lo que Unidas Podemos ha conseguido. La participación democrática y el aval mayoritario, incluido las reacciones y contra reacciones consiguientes, han permitido desatascar la situación.
El proceso tiene un defecto de origen. Se produce un sesgo institucionalista al priorizar ambos la discusión sobre la distribución del poder, dando por supuesto (erróneamente) el menor desacuerdo con las políticas públicas… hasta que estas (Cataluña…) se utilizan de pretexto por Sánchez para justificar la nula distribución de este y la ruptura del diálogo. Este giro socialista pretende la correspondiente deslegitimación de Unidas Podemos y la culpabilización de la supuesta intransigencia de Iglesias y su objetivo personalista de tener un papel destacado en el Gobierno. Pedro Sánchez (y sus asesores), con su prejuicio y obsesión, cae en su propia trampa: centrar todo su ataque en el liderazgo de Pablo Iglesias, asociándolo a su presencia gubernamental, en la creencia de neutralizar así la consolidación del conjunto del espacio del cambio.
El reforzamiento del liderazgo de Pablo Iglesias
La decisión del líder de Unidas Podemos de echarse a un lado a pesar del legítimo derecho colectivo de un candidato a la Presidencia del Gobierno, avalado por cerca de cuatro millones de personas, es una respuesta justa ante el bloqueo impuesto por Pedro Sánchez. La política no se atiene solo a los criterios democráticos, de procedimientos y representatividad. Debe tener en cuenta las relaciones de poder real, no solo de los grandes grupos de poder sino de los intereses y demandas de las estructuras sociales y económicas ‘intermedias’. El resultado es doble: ético y práctico. Obedece a la finalidad democrático-igualitaria y a las mejoras inmediatas para la gente. Y en un contexto determinado establece prioridades y coherencia entre los objetivos a corto y medio-largo plazo.
En resumen, la concesión realista de Pablo Iglesias tiene enormes ventajas colectivas para las fuerzas del cambio al sortear los principales obstáculos socialistas y favorecer una dinámica progresista más unitaria y estable que permita un camino favorable para la gente, aunque sea lento y limitado.
Pero también es una oportunidad para fortalecer su liderazgo. Sin estar en el Gobierno puede desarrollar mejor otras tareas fundamentales. Por una parte, desarrollar la dirección política y estratégica y, en particular, el seguimiento y coordinación con la dirección socialista de los planes del gobierno compartido y toda la gestión institucional. Por otra parte, contribuir (junto con otros dirigentes) a articular el conjunto de las fuerzas del cambio, necesitado de un nuevo impulso renovador y unitario. Además, le facilita mantener un perfil propio como agrupación política con un proyecto diferenciado en determinados aspectos, incluso con mayor libertad de crítica cuando sea necesario y conveniente.
Si el objetivo socialista y del poder establecido es debilitar el liderazgo de Iglesias, quitándole la plataforma de estar en el Gobierno, pensando que así se debilita la capacidad política y representativa del conjunto de las fuerzas del cambio, el resultado final puede ser el contrario: consolidar una gestión progresista y compartida beneficiosa para la gente, ensanchar el espacio del cambio (también el socialista) en perjuicio de las derechas, y renovar y fortalecer un nuevo liderazgo colectivo más firme, plural y legítimo.
Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
@antonioantonUAM
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