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Dentro de la Knesset israelí

Una turba parlamentaria

Fuentes: Counterpunch

Traducido para Rebelión por LB.

Cuando fui elegido por primera vez diputado de la Knesset [Parlamento israelí], quedé consternado a la vista de lo que encontré allí. Descubrí que salvo raras excepciones el nivel intelectual de los debates era cercano a cero. Los debates consistían principalmente en ristras de clichés de la variedad más trillada. Durante la mayor parte de los debates el pleno estaba casi vacío. La mayoría de los participantes hablaban en un hebreo vulgar. Llegado el momento de la votación muchos diputados no tenían la más mínima idea de sobre qué estaban votando, fuera a favor o en contra: simplemente se limitaban a obedecer el látigo del partido.

Eso era en 1967, cuando la Knesset contaba entre sus miembros con gente como Levy Eshkol y Pinchas Sapir, David Ben-Gurion y Moshe Dayan, Menachem Begin y Bader Yohanan, Yaari Yaakov Meir y Chazan, personas que dan hoy nombre a calles, carreteras y barrios.

Comparada con la Knesset de hoy la de entonces parece la Academia de Platón.

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Lo que más me asustó fue la predisposición de los diputados a promulgar leyes irresponsables simplemente para granjearse una popularidad pasajera, especialmente en momentos de histeria colectiva. Una de mis primeras iniciativas en la Knesset fue presentar un proyecto de ley para crear una segunda cámara, una especie de Senado, integrado por destacadas personalidades y con poder para paralizar la aprobación de nuevas leyes, obligando a la Knesset a reconsiderarlas tras cierto tiempo. Confiaba en que con ello se impediría que las leyes fueran aprobadas a toda prisa en un ambiente de excitación.

Mi proyecto de ley no fue tomado en serio ni por la Knesset ni por el público en general. La Knesset lo rechazó prácticamente por unanimidad (al cabo de algunos años varios de los diputados de entonces me han confesado que están arrepentidos de su voto). Los periódicos apodaron a la cámara que propuse como «la Cámara de los Lores» y la ridiculizaron a conciencia. Haaretz llenó una página entera con caricaturas de la propuesta en las que yo aparecía vestido como un par británico.

Así pues, no existe ningún freno. La promulgación de leyes irresponsables -la mayoría de ellas racistas y antidemocráticas- es hoy una actividad en pleno auge. En la medida en que el gobierno israelí se va convirtiendo progresivamente en una asamblea de politicastros, va disminuyendo la probabilidad de que impida ponga coto a la promulgación de ese tipo de leyes. El actual gobierno, el más grande, más vil y más despreciado de toda la historia de Israel, no solo está cooperando con los miembros de la Knesset que presentan esos proyectos de ley, sino que incluso los promueve él mismo.

El único obstáculo para frenar esta deriva temeraria es el Tribunal Supremo. A falta de una constitución escrita, el Tribunal Supremo ha asumido la facultad de anular leyes escandalosas que vulneren la democracia y los derechos humanos. Pero el propio Tribunal Supremo está siendo asediado por derechistas que desean destruirlo y por ello actúa con suma cautela, interviniendo únicamente en los casos más extremos.

Así pues, ha surgido una situación paradójica: el Parlamento, la más alta expresión de la democracia, representa hoy por sí mismo una grave amenaza para la democracia israelí.

* * *

El hombre que personifica este fenómeno más que nadie es el diputado Michael Ben-Ari, del partido «Unión Nacional», el heredero de Meir Kahane, cuya organización «Kach» («Así») fue prohibida hace muchos años por su carácter abiertamente fascista.

El propio Kahane resultó elegido diputado de la Knesset sólo una vez. La reacción de los demás diputados fue inequívoca: cuando se levantaba para hablar casi todos los demás miembros abandonaban la sala. El rabino Kahane se veía obligado a soltar sus discursos ante un puñado de colegas ultraderechistas.

Hace unas semanas visité la Knesset actual por primera vez desde su elección. Fui allí para escuchar un debate sobre un tema que también me concierne: la decisión de la Autoridad Palestina de boicotear los productos procedentes de los asentamientos, una docena de años después de que Gush Shalom iniciara ese boicot. Pasé algunas horas en el edificio, y a medida el tiempo pasaba mi repugnancia iba en aumento.

La causa principal fue una circunstancia de la que no me había percatado: el diputado Ben-Ari, el discípulo y admirador de Kahane, es el amo del lugar. No sólo no es un personaje extraño aislado en la periferia de la vida parlamentaria, como lo fue su mentor, sino que, por el contrario, está instalado en el mismo centro de la institución. Vi a los miembros de casi todos los demás partidos apretujándose a su alrededor en la cafetería de diputados y escuchando embelesados sus peroratas en el pleno. No hay duda de que el Kahanismo -la versión israelí del fascismo- se ha movido de los márgenes hasta el centro del escenario.

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Hace poco el país ha sido testigo de una escena que recordaba a las que se ven en el parlamento de Corea del Sur o de Japón.

A la tribuna de oradores de la Knesset subió la diputada Hanín Zombi, del partido nacionalista árabe Balad, y trató de explicar por qué se había unido a la flotilla de ayuda Gaza que había sido atacada por la armada israelí. La diputada Anastasia Michaeli, del partido de Lieberman, saltó de su asiento y se abalanzó hacia la tribuna soltando alaridos espeluznantes y agitando sus brazos para sacar a Hanín Zoabi de la tribuna a empellones. Otros diputados se levantaron de sus asientos para ayudar a Michaeli. Una amenazadora multitud de diputados de la Knesset se congregó en torno a la parlamentaria árabe. Sólo con mucha dificultad consiguieron los ujieres impedir que Zoabi resultara agredida físicamente. Uno de los diputados varones le gritó, con una típica mezcla de racismo y sexismo: «¡Vete a Gaza y verás lo que le hacen allí a una solterona de 41 años!«

Es imposible imaginarse un contraste mayor que el que existe entre esas dos diputadas. Mientras que Hanín Zoabi pertenece a una familia cuyas raíces se hunden en la región de Nazaret hasta varios siglos atrás, tal vez hasta la época de Jesús, Anastasia Michaeli nació en (la entonces) Leningrado. Fue elegida «Miss San Petersburgo» y luego se convirtió en modelo, se casó con un israelí, se convirtió al judaísmo y con 24 años de edad emigró a Israel, aunque conserva su nombre de pila quintaesencialmente ruso. Es madre de ocho niños. Podría ser perfectamente la Sarah Palin israelí, pues no en vano la estadounidense también fue en su día reina de belleza.

Por lo que pude ver, durante el altercado ningún diputado judío levantó un solo dedo para defender a Zoabi. Solo hubo alguna tibia protesta del Presidente de la Cámara, Reuven Rivlin, y de un miembro de Meretz, Chaim Oron.

En los 61 años de su existencia jamás se había visto en la Knesset un espectáculo semejante. En un minuto la asamblea soberana se convirtió en una horda de linchamiento parlamentaria.

Uno no tiene que apoyar la ideología de Balad para respetar la impresionante personalidad de Hanín Zoabi. Habla con fluidez y de forma persuasiva, tiene títulos de dos universidades israelíes, lucha por los derechos de las mujeres dentro de la comunidad árabe-israelí y es la primera mujer miembro de un partido árabe elegida como diputada de la Knesset. La democracia israelí podría estar orgullosa de ella. Pertenece a una gran familia árabe. El hermano de su abuelo fue alcalde de Nazaret, un tío suyo fue viceministro y otro fue juez del Tribunal Supremo (de hecho, en mi primer día como diputado propuse que un miembro de la familia Zoabi fuera elegido como Presidente.)

Esta semana la Knesset decidió por amplia mayoría aprobar una propuesta de Michael Ben-Ari, apoyada por los diputados de Likud y Kadima, para despojar a Hanín Zoabi de sus privilegios parlamentarios. Incluso antes, el ministro del Interior Eli Yishai había solicitado al Asesor Jurídico del Gobierno autorización para aprobar su plan de despojar a Zoabi de la ciudadanía israelí por traición a la patria. Uno de los diputados de la Knesset le gritó: «¡No hay sitio para ti en la Knesset israelí! ¡No tienes derecho a tener un documento de identidad israelí!«

El mismo día, la Knesset emprendió acciones contra el fundador del partido de Zoabi, Azmi Bishara. En una audiencia preliminar aprobó un proyecto de ley -éste también apoyado por diputados de Likud y de Kadima- para privar a Bishara de su pensión, que debe percibir cuando renuncie a su puesto en la Knesset (en estos momentos Bishara permanece en el extranjero tras haber sido amenazado con ser procesado por espionaje.)

Los orgullosos padres de estas iniciativas, que cuentan con el apoyo masivo de Likud, de Kadima, del partido de Lieberman y de todos los partidos religiosos, no ocultan su intención de expulsar del Parlamento a todos los árabes y establecer por fin una Knesset puramente judía. Las últimas decisiones de la Knesset no son sino parte de una campaña prolongada que casi todas las semanas da lugar a nuevas iniciativas impulsadas por diputados ávidos de publicidad que saben que cuanto más racistas y antidemocráticos sean sus proyectos de ley mayor será su popularidad entre el electorado.

Tal fue la decisión adoptada por la Knesset la semana pasada para imponer como requisito para la obtención de la ciudadanía israelí la prestación de un juramento de lealtad a Israel como «Estado judío y democrático», lo que equivale a exigir a los árabes (especialmente a l@s cónyuges extranjer@s árabes de ciudadan@s árabes) su adhesión a la ideología sionista. El equivalente sería exigir a los candidatos a la ciudadanía estadounidense juramento de lealtad a los EEUU como «Estado blanco anglosajón y protestante».

Parece que esta irresponsabilidad parlamentaria no tiene límites. Hace ya mucho tiempo que se cruzaron todas las líneas rojas. Esto no afecta solo a la representación parlamentaria de más del 20% de los ciudadanos de Israel, pues existe una creciente tendencia a privar de la ciudadanía a todos los ciudadanos árabes en bloque.

* * *

Esta tendencia está relacionada con el ataque que en estos momentos se está desarrollando contra el status de los árabes de Jerusalén Oriental.

Esta semana asistí a una audiencia celebrada en el tribunal de magistrados de Jerusalén por la detención de Muhammed Abu Ter, uno de los cuatro miembros de Hamás que forman parte del Parlamento palestino de Jerusalén. La audiencia se celebró en una pequeña habitación con capacidad para solo una docena de espectadores. Conseguí entrar con grandes dificultades.

Tras haber sido elegidos en elecciones democráticas en cumplimiento de la obligación explícita aceptada por Israel en el marco del acuerdo de Oslo de permitir a los árabes de Jerusalén Este participar en las elecciones, el gobierno israelí anunció que el status de «residencia permanente» del señor Abu Ter había sido revocado.

¿Qué significa eso? Cuando en 1967 Israel se «anexionó» Jerusalén Este, lo último que quería el gobierno israelí era otorgar la ciudadanía israelí a los habitantes [árabes de la Jerusalén anexionada], pues tal cosa habría aumentado significativamente el porcentaje de votantes árabes en Israel. Tampoco se tomaron la molestia de inventarse un nuevo status para ellos. A falta de otras alternativas, los habitantes [de la Jerusalén ocupada] se convirtieron en «residentes permanentes», un estatuto pensado originalmente para los extranjeros que desean permanecer en Israel. El Ministro del Interior tiene la facultad de revocar esta situación y de deportar a esas personas a sus países de origen.

Evidentemente, esta definición de «residentes permanentes» no debería aplicarse a los habitantes de Jerusalén Oriental. Ellos y sus padres nacieron en Jerusalén, no tienen otra nacionalidad ni otro lugar de residencia. Si se les revoca su condición se los convierte políticamente en personas sin hogar y carentes de toda protección.

Los abogados del Estado israelí argumentaron ante el tribunal que al cancelársele su estatuto de «residencia permanente» Abu Ter se había convertido en una «persona ilegal» cuya negativa a abandonar la ciudad es motivo suficiente para someterlo a detención ilimitada.

(Unas horas antes el Tribunal Supremo resolvió sobre nuestra petición relativa a la investigación del incidente de la flotilla de Gaza. Ganamos una victoria parcial pero significativa: por primera vez en su historia el Tribunal Supremo accedió a intervenir en un asunto relativo a una comisión de investigación. El tribunal decidió que si la comisión requiere el testimonio de oficiales militares y el gobierno trata de impedir la comparecencia de éstos, el tribunal intervendrá.)

 

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Quien pretenda engañarse a sí mismo creyendo que la turba parlamentaria va a perjudicar «sólo a árabes», está muy equivocado. La única pregunta es: ¿quién será el siguiente?

Esta semana la Knesset dio la primera lectura a un proyecto de ley destinado a imponer severas sanciones a cualquier israelí que propugne un boicot a Israel en general, y a empresas, universidades y otras instituciones israelíes -asentamientos incluidos- en particular. Cualquier institución [de las mencionadas que haya sido objeto de un llamamiento al boicot] tendrá derecho a una indemnización de 5.000 dólares de parte de cada uno de los convocantes al boicot.

Un llamamiento al boicot es una forma de expresión democrática. Personalmente estoy en contra de un boicot generalizado contra Israel, pero (siguiendo a Voltaire) estoy dispuesto a luchar para que todo el mundo tenga derecho a propugnarlo. El verdadero objetivo del proyecto de ley es, por supuesto, proteger los asentamientos: está diseñado para disuadir a aquellos que llaman a boicotear los productos procedentes de los asentamientos construidos en los territorios palestinos ocupados, fuera de las fronteras del Estado israelí. Eso me hace a mí a mí y a mi amigos posibles víctimas [de las sanciones derivadas de la aplicación de esa ley].

Desde su fundación Israel no ha cesado de proclamar con jactancia ser la «única democracia de Oriente Medio». Esa es la joya de la corona de la propaganda israelí. La Knesset es el símbolo de esa democracia.

Parece que la horda parlamentaria que se ha hecho con el control de la Knesset está resuelta a destruir esa imagen de una vez por todas para que Israel encuentre por fin su propio sitio entre Libia, Yemen y Arabia Saudita.

 

Fuente: http://www.counterpunch.org/avnery07202010.html