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Utopías basadas en hechos reales

Fuentes: La Marea [Foto: Un trabajador de Navantia en el puente de Carranza durante una protesta en Cádiz (RAFEL MARCHANTE / REUTERS)]

La huelga del metal en Cádiz recordó (otra vez) la necesidad de la movilización social para luchar contra el progresivo deterioro de derechos laborales. ¿Es posible un empleo decente? ¿Es posible la renta básica? ¿Es posible un sistema basado en la economía social? ¿Es posible, en definitiva, vivir, tener una vida digna?

«Aunque me lo pongan difícil, trataré de ser feliz”, dice una pintada sobre una pared blanca en la barriada del Río San Pedro, en Puerto Real (Cádiz). Es lunes, Día de la Constitución, festivo. Hay ropa tendida en los balcones. Los comercios están cerrados. La frutería, la panadería, la guardería, el colegio… No se ve mucha clientela dentro de los bares. En la cafetería La Caleta hay, incluso, una mesa al sol vacía. En la calle paralela, al fondo, se alza un letrero de enormes dimensiones que pone Navantia. Apenas circulan coches. No hay rastro visible de la huelga del metal, ni de las pelotas de goma, ni de la tanqueta, la famosa tanqueta que se adentró en ese mismo vecindario de gente obrera dos semanas atrás. 

La mesa, el sol, esos últimos rayos cálidos de la tarde que se consumen como un azucarillo en el café, los pilla Raquel Rodríguez, con gafas oscuras, un jersey grueso de lana azul y un fular moteado. Cuando se toca el pelo, una melena larga, de color castaño, descubre una perla en su oreja izquierda. En la otra no lleva pendiente. “Arreglar no se puede arreglar nada. Eso es como lavarle la cabeza a un tiñoso. Lo que hay que hacer es destruir y construir. Porque el problema es el sistema. Si no acabamos con el sistema y las instituciones que lo marcan, no vamos a arreglar nada. Lo hemos visto. Partidos progresistas mandando una tanqueta a un barrio obrero por pedir derechos. Este sistema no funciona para la vida de las personas y, mucho menos, para las de la clase obrera. Hay que demolerlo y empezar de nuevo”, reflexiona esta mujer de mediana edad mientras apura un café calentito en vaso, mientras te cita a Chomsky y a Malcolm X, mientras te habla del TTIP, del CETA, de los “objetivos reales” de la OTAN. Lo dice, pese a todo, con calma, mientras resopla mencionando Suresnes y “la deriva del que llevaba chaqueta de pana”.

Raquel Rodríguez, en la barriada del Río San Pedro, en Puerto Real (Cádiz). O. CARBALLAR

Sus palabras, pronunciadas con la suavidad cantarina de las gentes de Cádiz, recuerdan a aquellos versos de Cohen en La energía de los esclavos: “Cualquier sistema que podáis concebir sin contar con nosotros será derribado. Os hemos avisado ya antes y nada de lo que habéis construido ha perdurado. Oídlo mientras os inclináis sobre vuestros planos. Oídlo mientras os subís las mangas. Escuchadlo una vez más. Cualquier sistema que podáis concebir sin contar con nosotros será derribado. Vosotros tenéis vuestras drogas, vosotros tenéis vuestras armas. Tenéis vuestras Pirámides, vuestros Pentágonos; a pesar de toda vuestra hierba y vuestras balas ya no podéis seguir cazándonos. Todo lo que revelaremos acerca de nosotros para siempre es esta advertencia. Nada de lo que habéis construido ha perdurado. Cualquier sistema que podéis concebir sin contar con nosotros será derribado”. 

Raquel considera que ser revolucionario es un don. Y hubo gente que a Raquel la llamó “diosa” por una intervención delante de la policía el día que las tanquetas “invadieron”, como dice ella, su barrio, un barrio obrero del sur de España cuya tasa de paro no ha bajado prácticamente del 30% desde 2010 hasta ahora. En 2012, superó el 40%. Estas fueron sus palabras, recogidas en un vídeo que se hizo viral: “¿Quieren que lo defendamos como Airbus? Que llevan las criaturas tres semanas en un rinconcito y no se les ha hecho ningún caso. No, no, no. ¡Si es necesario, que arda Troya, porque esto hay que defenderlo con uñas y dientes! ¡Con uñas y dientes! Y no voy a permitir que estos sicarios se metan en las zonas residenciales donde tenemos a nuestros hijos. Porque yo, si fuera obrera como ellos… ellos se han criado en el seno obrero… si fuera obrera, colgaría el uniforme. O si no, me uniría a ellos, como hicieron en Portugal. La Revolución de los Claveles. ¡En Portugal! Que se unieron a la clase trabajadora y consiguieron mejoras entre todos”. 

LA DIOSA DE CÁDIZ#Huelga #HuelgaMetal #HuelgaMetalCádiz pic.twitter.com/IX4HEEd7WI— Juan Miguel Garrido (@Juanmi_News) November 23, 2021

De alguna manera, aquella intervención llamaba a la revolución, pero a una revolución práctica, presente, a una posibilidad. A una, por qué no, utopía posible. “Me encanta como hablas, hija”, le dice una señora mayor que pasea por la acera un perrito. “Esto siempre ha estado igual. Aquí en la Bahía. Yo no sé el futuro que le espera a mi nieta”, continúa antes de despedirse siguiendo los pasos del animal. 

Lo que ha pasado en Cádiz, coinciden las personas entrevistadas para este reportaje, no es una protesta aislada, ni específica, ni sectorial. “Esto no es un tema económico de una subidita del IPC, es un tema político. Y saben que si ganaban, no ganaban solo los gaditanos, sino la clase obrera. Y eso es lo que no estaban dispuestos a permitir”, sigue analizando Raquel, que recuerda esta vez a aquella otra lucha de la clase obrera en la matanza de Vitoria, allá por el 76. La Policía volvió días después a la barriada a realizar detenciones.  ¿Era necesario de nuevo el despliegue?

Protesta en Izar, en una huelga en Cádiz en 2004. ANTÓN MERES/REUTERS

Lo que hay tras la huelga del metal es, en el fondo, el hartazgo de la ciudadanía ante la continua y sangrante degradación de los derechos laborales, los que te permiten comer y tener una vivienda digna. Los que te permiten tener vacaciones y descansos. Los que te permiten llegar a fin de mes y no mendigar una cita en la mermada sanidad pública para pedir ayuda psicológica. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Existe esperanza desde el punto de vista laboral en este contexto pandémico y precario? ¿Serán posibles, como decía Margaret Atwood, las utopías? “Las utopías van a volver porque tenemos que imaginar cómo salvar el mundo”, avisaba la autora del distópico El cuento de la criada en una entrevista en El País

Porque, de alguna manera, como también explicaba Eduardo Galeano en una anécdota con el director de cine argentino Fernando Birri, las utopías sirven para caminar. “La utopía está en el horizonte. Yo sé muy bien que nunca la alcanzaré. Si yo camino diez pasos, ella se alejará diez pasos. Cuanto más la busque, menos la encontraré. ¿Para qué sirve la utopía? Pues la utopía sirve para eso, la utopía sirve para caminar”. 

Una mujer observa a la policía desde su casa, durante la huelga del metal en Puerto Real.
JON NAZCA/REUTERS

Pues eso, asiente Raquel mirando hacia adelante, en el camino de la reconstrucción de los hechos de aquel día, en el que, se queja, no todos los medios contaron lo que estaba ocurriendo de verdad: “El movimiento se demuestra andando”. En este mismo diciembre que acaba de concluir, la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, disertaba sobre ello en las jornadas Transición digital y cambios en el mundo del trabajo, organizadas por la Fundación Espacio Público: “Es tiempo de hablar también de nuestro propio tiempo, de cómo percibimos nuestros cuerpos. Debemos detenernos, pensar en qué nos estamos convirtiendo. La digitalización es muy importante, no debemos tener miedo, pero hemos de estar preparadas. Van a desaparecer muchos puestos de trabajo pero aparecerán otros. Y el gran reto es disponer de la savia de los trabajadores con formación para poder nutrir los dos espectros. Debemos acercarnos a ella [a la digitalización] con mucha inteligencia, formación y sin miedo, porque a veces el miedo nos paraliza […] Abandonemos las distopías, soñemos. Si no tenemos futuro ni podemos pensarlo, no tenemos vida. […] Abandonemos las distopías y caminemos hacia las utopías”, insistió.

Díaz echó mano de dos leyes pioneras aprobadas esta legislatura por el Gobierno de coalición para sostener ese discurso de posibilidad al que, de todas formas, siempre es más fácil llegar en la teoría que en la práctica: la Ley del trabajo a distancia y la conocida como Ley Rider. “En ese texto, estuvimos seis meses trabajando con una intensa complejidad jurídica. Pero en él se contempla por primera vez el derecho de las personas trabajadoras a conocer cómo influye el uso de algoritmos en la relación laboral [si se han producido discriminaciones a la hora de contratar determinados perfiles, si se han propiciado despidos por usar determinados ítems que no valoran el trabajo real de la plantilla, etc.]. Y no solo para los riders, sino para todas las empresas que hagan uso de ello. Acceder a esa información es permitir que los trabajadores puedan defenderse de agresiones veladas, como con el algoritmo denominado Frank”. 

La justicia ha determinado que ese algoritmo que usaba Deliveroo generaba discriminación en las condiciones de acceso al trabajo por parte de los riders. Y ahora, tomando con referencia la legislación española, la Comisión Europea ha aprobado también una directiva en la que especifica, como han dicho ya numerosas sentencias, que quienes trabajan para plataformas digitales son trabajadores asalariados. En estos días, además, Just Eat y los sindicatos han acordado el primer convenio colectivo del reparto a domicilio.

Algoritmos y derechos

¿Qué ruta, entonces, es la adecuada para los tiempos que vienen? ¿Estamos ante una nueva reconversión? Según el catedrático de Economía Aplicada Juan Torres, nos encontramos ante una recolocación global del capital que había comenzado a ser necesaria antes de la pandemia: “La exuberancia del capital financiero aprisiona cada vez más a la economía productiva. China cambia de modelo y la Inteligencia Artificial y el Big Data que se abren paso estaban comenzando a cambiar las lógicas productivas en todo el planeta. La pandemia irrumpió provocando un fenómeno paradójico de paralización-aceleración. Por eso estamos viviendo ahora un desorden tan considerable a escala global que lógicamente nos afecta y que se ve agudizado por los efectos de la crisis intrínseca de la pandemia”.

Los robots, explicaba la presidenta de la Fundación Éticas, Gemma Galdón, en el mismo foro que la ministra, no nos iban a sustituir en cuatro días: “Lo que vemos es la consecuencia de 50 años de neoliberalismo, de incapacidad de los parlamentos para proteger a los trabajadores. Las tecnologías ayudan en ese proceso, reflejan las relaciones de poder, pero no hacen el poder”. 

De hecho, según Galdón, miembro de la Comisión Asesora del Ministerio de Trabajo y Economía Social en materia de Salario Mínimo Interprofesional (SMI), no hay un gran cambio estructural en términos tecnológicos en este siglo. “La tecnología no está cambiando las condiciones en la relación laboral. Seguimos vendiendo fuerza de trabajo a cambio de un salario. La base estructural del trabajo se mantiene inalterable. Las leyes que estamos utilizando son competencia, privacidad, seguridad, derechos que forman parte de nuestras constituciones. Hay que relativizar un poco la novedad del momento actual. No hay avances tecnológicos en este siglo y hablamos como si se estuvieran haciendo grandes inventos en los laboratorios, pero no es así. El gran cambio es el que nosotros estamos alimentando a través de nuestra vida. El gran cambio son los datos, no la tecnología que está detrás”, asevera. 

Y en el terreno laboral, donde se aplican los algoritmos es básicamente en la contratación, la valoración del desempeño y la organización del trabajo. “Si yo puedo entrar en el algoritmo –explica Galdón– sé cómo están valorando al trabajador. Lo bueno del algoritmo es que siempre es auditable si podemos acceder a él. Y ahí está la gran batalla: conseguir el acceso a esos datos”. En resumen, analiza la socióloga, tenemos puertas abiertas para mejorar los espacios laborales: “Pero si no nos ponemos a asegurar esos derechos vamos a acabar en espacios menos democráticos que ahora por esas relaciones de poder”. 

La profesora de Derecho del Trabajo Montserrat Agís Dasilva también insiste en la diferencia entre lo que es nuevo y lo que no es más que una forma distinta de hacer lo mismo o ejercer la misma clase de derecho o deber. Por ejemplo, el artículo 20 del Estatuto de los Trabajadores, en el que se habla del control y la vigilancia del trabajador por parte de la empresa –argumenta– debe cambiar. “Quién es el sujeto de la frase es muy importante. El Derecho del Trabajo tiene mucho que hacer en el ámbito de la aplicación correcta de los derechos fundamentales dentro de la empresa. Tengo colegas muy reputados que dicen que basta con que los trabajadores den su consentimiento para que todo fluya. Pero en contextos de dependencia económica, el consentimiento no debe valer”. 

Lo que está claro, coinciden las expertas, es que es necesario actuar. La investigadora Joana Bregolat, del Observatori del Deute en la Globalització (ODG) lo expresa así: “Necesitamos dar un giro, necesitamos plantear el trabajo –el tiempo, los derechos y la vida que implica– como algo compatible con la dignidad humana, la sostenibilidad de la vida y el planeta. Comprender que si no es digno para nosotres, no es digno para nadie; y que hablar en estos términos no es una utopía, es una defensa de la vida de quienes sostienen el sistema. Y, sobre todo, entender que el empleo no debe ser la llave para todos los derechos, que el acceso a la dignidad humana, a nuestros derechos y supervivencia no puede ni debe venir determinado por nuestra condición salarial”. 

Bregolat sí distingue un cambio de ciclo importante: “Estamos en un momento de reflujo organizativo que topa de frente con la emergencia de luchas de resistencia”. Desde su perspectiva, la principal ruta es ser conscientes de que hace falta dar la batalla: “Hace falta no dar las cosas por perdidas. Tensar en caso de conflicto, no podemos quedarnos en posiciones conformistas y pesimistas. Vienen cambios, y no van a venir dados de una forma porque sí. Cualquier proceso de reconversión o de transición es político y sus consecuencias –buenas y malas– vienen moldeadas por quién dirige la acción”. Recuerda que, crisis tras crisis, hemos visto los impactos en las economías, quién ha pagado las deudas, quiénes han salido beneficiados y quiénes se han dejado la piel. “No es un conflicto que nos venga de nuevo”, insiste. 

Tomar conciencia de clase

Argumentaba la recientemente fallecida y combativa Almudena Grandes, en una de sus columnas en El País, cuando gobernaba José Luis Rodríguez Zapatero, que ella iba a secundar la huelga general convocada el 29 de septiembre de 2010 por estos motivos: “Porque digan lo que digan Zapatero, Salgado o el sursuncorda, los trabajadores somos el motor de la economía. Porque ni los bancos, ni las multinacionales, ni las grandes cadenas pueden subsistir sin nosotros. Porque si nosotros paramos, se para todo. Porque hemos heredado, junto con nuestros apellidos, la experiencia de que no existe otra manera de proteger nuestros derechos”. Es lo que escribía Jorge Amado en Sudor, un alegato también de las posibilidades, de las utopías posibles, concentradas en este diálogo y centradas en la necesidad de creer en otras herramientas, las de clase: 

-¿Recuerda esas historias que usted conoce, tía?

-¿Qué historias?

-Esas historias de la esclavitud…

-¿Qué hay con ellas?

-Va a olvidarlas todas.

-¿Cuándo?

-El día que seamos dueños de todo esto…

-¿Dueños de qué?

-De todo esto… De Bahía… De Brasil…

-¿Cómo es eso, hijo?

-Dueños de los tranvías… de las casas… de la comida…

-¿Cuándo es eso, hijo?

-Cuando no queramos ser más esclavos de los ricos, tía, y terminemos con ellos…

-¿Quién va a hacer hechizo tan grande que los ricos queden pobres?

-Los pobres, por cierto, tía.

Pero las condiciones en las que nos encontramos, prosigue Bregolat –crisis sanitaria, ecológica, energética, de disponibilidad de materiales, etc; en definitiva, crisis civilizatoria–, nos sitúan en un contexto distinto al de hace 15, 20 o 40 años. “De ahí la necesidad de repensar, de proponer nuevas estrategias”, sostiene.

Raquel Rodríguez no tiene familiares en el metal. Ella ha trabajado en el sector servicios, en estética y ahora es limpiadora porque, según cuenta, no tiene otra cosa. “Aquí la gente malvive, aquí nadie vive bien. Somos trabajadores pobres. Te puedes matar a trabajar, que seguirás siendo pobre”. Recuerda que el día de la tanqueta estaba desayunando en su casa. Asegura que no lo pensó, que no tuvo miedo. Que cogió su móvil y se fue a la calle a grabar y a parar lo que hiciera falta. “Me salió actuar así. Ese fue mi ímpetu. Me podía haber dado miedo. Pero me salió así. Hay que darle conciencia a la clase obrera, que ha sido muy manipulada y hemos normalizado cosas que no se deben normalizar. No es normal que una persona gane cinco euros la hora trabajando a destajo, sin seguridad, firmando un papel que dice que has hecho un curso de protección laboral que no has hecho. Y si te sales del redil, te señalan y a la puta calle. Como vives con miedo, hocicas. Y es el miedo por el que la gente traga los cinco euros por hora”. 

Por eso, insiste en varios momentos de la conversación, es fundamental la organización: “Hay que organizarse y quitarse esa conciencia capitalista que hemos mamao. Ese ‘yo, yo, yo’ forma parte del mismo sistema burgués”. Ella se autodefine como comunista por esta razón: «Creo en el bienestar común para todo el mundo». El yo, el individualismo, es de lo que también habla Layla Martínez en Utopía no es una isla. “De eso va el libro –escribía Ignacio Pato en estas mismas páginas números atrás–, de estimularnos a ritmo de Idles o Algiers y de recordarnos, un poco a lo Éric Vuillard, que los sueños, diseños, estrategias y revoluciones nunca bajaron de un cielo que jamás, estaría bueno, se va a asaltar a sí mismo. Que la política –como afirma la autora– no es solo la gestión del conflicto, sino que también es el encuentro, y que aquellos que miran más datos y gráficas que a los ojos no pueden cambiar que el Manifiesto Comunista tuvo seguramente mayor poder de apelación que El Capital”. 

Es lo que propone Bregolat, plantear una orientación conjunta, una estrategia unitaria. “La fragmentación y la precariedad han llevado a nuevas formas de plantear el trabajo sindical, nuevas formas de relación; y los conflictos como el del metal en Cádiz, la Nissan y la CEPSA en Barcelona, o Mahle en Vilanova i la Geltrú, generan y generarán otras nuevas dinámicas. Cada conflicto tendrá sus peculiaridades y sus recorridos sociohistóricos, serán David contra su Goliat, pero cada uno de ellos se sostiene, se atraviesa y se vive colectivamente, y se acompañan desde la solidaridad de clase”, afirma.

La investigadora, en cualquier caso, no cree que podamos hablar de utopía posible sobre la lucha conjunta, porque considera que se da, que existe: “Las luchas contra la precariedad, las luchas por unas vidas dignas, superan sectores. Puede que el reto responda más a de qué mecanismos nos dotamos para sostener estas estructuras de solidaridad de clase, y a qué elementos nos permiten avanzar en la construcción de un sindicalismo realmente feminista, antirracista y ecosocialista”.

En los últimos años, según el economista Fernando Luengo, ha habido mucha desmovilización: “Ponemos el retrovisor y, después del 15-M, hubo unos primeros años de euforia, asaltar los cielos y esas cosas. Y luego ha habido un desapego y una desmovilización social muy grande”. No obstante, para él, alcanzar un trabajo digno en este contexto es una utopía posible, pero siempre que haya movilización social. “Sin ello, esta puerta está cerrada. Por eso la huelga del metal y la solidaridad en torno a ella es un dato muy ilusionante. Porque se ha movido mucha gente en unas condiciones dificilísimas, con una enorme presión mediática que, en ocasiones, ha presentado la movilización social como una cuestión de alborotadores”. Y hay, sostiene Luengo, un denominador común en todos los sectores: la reivindicación de derechos como factor de salida de la crisis: “Las patronales, las élites económicas lo tienen claro y están bien organizadas, son un lobby permanente. Los trabajadores tienen que movilizarse”. Coincide en ello Juan Torres: “Los derechos en las empresas se logran cuando los trabajadores los reclaman y consiguen imponerlos en la legislación. El Estado no es un ente neutro sino un instrumento que actúa de una u otra forma en función del poder real de cada grupo social”. 

Porque no solo es posible un trabajo digno –añade Luengo– sino necesario: “Para que una economía funcione bien es imprescindible que haya trabajo decente, como plantea la Organización Internacional del Trabajo (OIT), con un salario con el que se pueda vivir, que se reconozcan los derechos laborales y humanos en la empresa y la aceptación de la negociación colectiva, clave para que se reconozca la ultractividad, que los salarios no pierdan capacidad adquisitiva…”. 

La reforma laboral

Este es, de hecho, uno de los aspectos más lesivos de la reforma laboral. Luengo confía en el compromiso del Gobierno, “explícito y firmado” en el acuerdo de coalición, puntualiza. Aunque es consciente de las presiones: “Fíjate con la subida del salario mínimo la que se ha montado, que si se va a destruir empleo, que si tal”. El nuevo Gobierno alemán, por ejemplo, acaba de incrementar la cuantía. Pero claro, también ha sido posible despedir a Angela Merkel con aplausos de todo el hemiciclo mientras en España se aplaude cuando alguien dice “coño”. En Europa, además, ha sido aprobada la propuesta de directiva con la que Bruselas aboga por “salarios mínimos adecuados” para que cualquier trabajador, resida donde resida, viva dignamente.

El economista y cooperativista en Talaios Kooperatiba Óscar García Jurado es más escéptico en ese aspecto: “La mejora de las condiciones en las que se desarrolla el trabajo asalariado dependiente no transforma nada. Mejora las condiciones económicas de una parte de la población, cada vez menor, pero creo que no combate la crisis sistémica que nos traemos entre manos. Un claro ejemplo es el impacto que tendrá en la Bahía de Cádiz la mejora de las condiciones laborales acordadas por los sindicatos oficiales y la patronal. No creo que vaya a transformar las condiciones de vida y futuro de la inmensa mayoría de la población de la Bahía de Cádiz”. 

García Jurado lleva bastante tiempo investigando y actuando por la consecución de dos “utopías realistas” en el ámbito estrictamente de lo económico. Una es la renta básica –Catalunya tiene previsto iniciar un proyecto piloto a finales de 2022– y otra es la economía social con vocación transformadora (cooperativismo autogestionado, banca ética, consumo consciente, etc.). Las dos están muy relacionadas, explicaba en un artículo publicado en Portal de Andalucía: “Con la primera se aumenta la posibilidad de que la gente forme asociaciones cooperativas para producir bienes y servicios que satisfagan necesidades humanas al margen del mercado capitalista”. Es, como él mismo menciona en su artículo, una llamada también a la responsabilidad. “La vida, físicamente, no se sostiene si no se asumen responsabilidades”, escribía la antropóloga Yayo Herrero en Contexto. O la Carta de Deberes de Saramago. 

Bregolat recuerda que en los últimos años, numerosas publicaciones y grupos activistas han empezado a poner encima de la mesa la necesidad de discutir el papel del trabajo en las transiciones ecosociales. “Esta situación nace ante la necesidad de dar respuesta a conflictos sindicales vinculados explícitamente a sectores contaminantes, de producción, trabajo y consumo, y la voluntad de superar la falsa contraposición entre lucha sindical y ecologista”. El trabajo, tal y como lo conocemos –dice ella–, viene mediado por una disponibilidad material que se da dentro de unos límites biofísicos, unos ciclos naturales y de producción de la vida continuos y cotidianos, y unas condiciones energéticas concretas vinculadas a una producción fósil. “Ambos elementos, finitos, limitados y dependientes, se encuentran fuera de las miradas de la economía clásica, visibilizándose como externos y externalizables, desacoplándose de la realidad de mercado”, argumenta. De ahí –continúa– que se vendan como anomalía los impactos del cambio climático, que no se quieran ni se aspiren a comprender los impactos de la crisis energética si implican un cambio de modelo productivo. 

Y es, además, rotunda con los fondos Next Generation: “Responden a una política expansiva de gasto dirigida a impulsar nuevos procesos de acumulación del capital: no son una política ni para las trabajadoras, ni para el clima. Su llegada, gestión y gasto viene condicionada a una nueva ola privatizadora –en el Estado español, bajo los nombrados PERTE– y por la asunción de reformas –como la laboral, de pensiones y fiscal– cuyos pasos van en dirección contraria a defender unas vidas dignas para el 99% de la población. Son una oportunidad que no nos habla de vidas mejores, sino de negocios mejores, ‘conscientes y resilientes’, que se dirigen a sectores que no son públicos en un momento en que hemos visto que lo público es fundamental”. 

Sobre la reforma laboral, el secretario general de CCOO, Unai Sordo, fue muy claro en el foro de Espacio Público: “El problema es que es una reforma pensada para un país que mira hacia atrás y necesitamos un país que mire hacia adelante”. En su intervención abogó por un modelo laboral que incentive los mejores proyectos empresariales: “Cuando se habla de la necesidad de que las empresas inviertan en digitalización, tenemos que ser conscientes de que tenemos un modelo laboral anclado en un paradigma. Y es que España era un país que en la distribución internacional europea del trabajo tenía que competir en las partes subalternas de una pequeña parte de la industria internacional, el automóvil y alguna más –con sus cadenas de valor asociadas– y, fundamentalmente, en sectores de servicios, muchos de ellos de bajo valor añadido y ligados a actividades en algunos casos estacionales. Y ese modelo de concurrencia de la economía española en la economía global requería un modelo de salarios bajos, de impuestos bajos y de precariedad”. Si queremos transformar el modelo productivo –añadió– necesitamos cambiar el sistema de incentivos. “No puede ser que una empresa que se digitalice para que sus trabajadoras tengan una mayor formación compita con otra que concurra solo en precio porque hace un convenio de empresa a la baja. Y un señor que se llama empresario, pero que es un tratante de mano de obra, licite en un ayuntamiento y se quede el concurso”, explicó. 

Según el economista García Jurado, para los tiempos que vienen debemos cambiar las respuestas a dos preguntas fundamentales: ¿qué producimos y cómo lo hacemos? “Desde mi punto de vista, desde cada economía territorial –pues cada vez con más frecuencia se deberá hablar más de economía territorial debido a las rupturas de las cadenas globales de mercancías y la desglobalización– se deben desarrollar actividades socialmente necesarias y medioambientalmente sostenibles, de manera que se avance en las autonomías o soberanías estratégicas que sirvan para mantener y enriquecer la vida. En la respuesta al cómo hacerlo interviene la economía social transformadora, que cuestiona el modo capitalista de entender el valor, el trabajo y la propiedad”.

Jornadas de cuatro días

Sin corrupción, el modelo capitalista no funciona, considera Raquel, bastante decepcionada con los sindicatos y todos los partidos: “No me representa ninguno. En Podemos tampoco aplican la teoría a la práctica”.  Y se pregunta a modo retórico: ¿qué pintan las empresas privadas dentro de lo público? El sistema capitalista, repite, no vale para la vida: “La vida es otra cosa. Eso no es vida. Hay máquinas suficientes para hacer el trabajo duro y no partir a una persona por la mitad. ¿Y por qué esa revolución no la ha sacado el sistema? Porque no le conviene. Si hubiera un sistema socialista nos valdríamos de herramientas para el bienestar común. Y en vez de doce horas trabajando y partiéndonos las espaldas, vamos a estar tres horas trabajando. Y luego me voy a poner a hacer otras cosas, vida zen, lo que me dé la gana. En el siglo XXI estamos más esclavizados que nunca. Y eso quieren, legalizar la esclavitud”. 

España necesita, dice ella, que le devuelvan la república, los derechos de la II República. No una república cualquiera, no cualquier república, como ya avisaba Tomás Moro, en el siglo XVI, en Utopía: “Por eso, cuando contemplo y medito sobre todas esas repúblicas que florecen por ahí, no se me antoja otra cosa, séame Dios propicio, que una especie de conspiración de los ricos que tratan sus intereses bajo el nombre y título de república. Y discurren e inventan todos los modos y artes para retener sin riesgo de perderlo lo que apañaron con malas artes, eso lo primero; lo segundo, para adquirirlo al más bajo coste con el trabajo y fatigas de todos los pobres y para aprovecharse de estos. Estas maquinaciones, tan pronto como los ricos han decretado que se observen en nombre del pueblo, esto es, también de los pobres, pasan ya a ser leyes”.

Más allá de la utopía –menos posible– de abolir directamente el trabajo, el antropólogo estadounidense David Graeber destaca en Trabajos de mierda que existe una relación inversa entre la relevancia social del empleo y el sueldo. Una cuestión que ya estaba también en la obra de Moro: “¿Qué justicia es que un noble o un orífice o un usurero o, en fin, uno cualquiera de esos que no hacen nada absolutamente o que, si lo hacen, es de tal jaez que no resulta mayormente necesario para la república, consigan a base de ocio o de un negocio superfluo una vida suntuosa y espléndida, mientras, de otro lado, un azacán, un cochero, un artesano, un agricultor, con un trabajo tan grande y tan continuo que apenas lo soportan las bestias de carga, tan necesario que sin él no podría una república durar ni un año siquiera, logran sin embargo un sustento tan cicatero […]?”. 

García Jurado incide en ello: “Vamos desde hace tiempo hacia la consideración de las personas como recursos humanos. Y como recursos que deben guiarse por la competitividad del capital, cuantos menos derechos, mejor. Siempre se ha dicho que hay algo peor que te exploten, y es que no te exploten. Creo que debemos comenzar a considerar el trabajo como algo más que el trabajo asalariado dependiente o empleo. Creo que el trabajo, como actividad que tiene por objetivo satisfacer las necesidades de la gente es digno. El empleo que te utiliza como un recurso casi siempre es y será indigno”. Y añade: “Veo posible que el trabajo autogestionado sustituya al dependiente asalariado. Que lo común arrincone a lo privado. Y que el valor de las cosas se entienda no por los beneficios empresariales que generan, sino por las necesidades que satisfacen. Veo posible que la vida subordine al capital”. 

Llegamos aquí a otro debate, el de la las semanas laborales de cuatro días. Las cardiopatías isquémicas y los accidentes cerebrovasculares atribuidos a largas jornadas causaron 745.194 muertes en 2016 en todo el mundo, según un informe elaborado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la OIT. España, según los datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), ocupa el décimo puesto en la lista de países de la UE en los que más horas se trabaja, y el vigésimo de entre los 36 país de la OCDE, con 1.686 horas anuales frente a las 1.386 horas de Alemania. La media semanal en España es de 37,7 horas. Quien abrió el melón fue Más País, que incluyó en sus estatutos y en su programa electoral la reducción de la jornada semanal a cuatro días o 32 horas, sin pérdida de salario. 

El Gobierno, tras comprometerse a estudiar la propuesta del partido liderado por Íñigo Errejón, con un proyecto finalmente aplazado, incluyó en el Plan España 2050 la necesidad de reducir la jornada. Y ya hay algunas empresas que funcionan así. “A pesar de los avances desde 1980, España sigue teniendo un nivel de productividad considerablemente inferior al de sus vecinos europeos. Esto significa que somos capaces de generar menos riqueza y oportunidades que otros países de nuestro entorno, algo que está comprometiendo el desarrollo de todo el país y que explica los menores salarios, las jornadas laborales más largas y la baja competitividad de muchas de nuestras empresas”, dice el documento resumen del plan.

Así, el objetivo del Plan España 2050 es rebajar de manera progresiva la jornada hasta las 35 horas. Se reduciría una hora por década. Es decir, 37 horas en 2030, 36 en 2040 y 35 en 2050. ¿Estamos, por tanto, ante otra utopía posible? ¿Trabajar, además, sin horas extras –remuneradas o no–? “A medio y largo plazo habrá que avanzar en esa dirección si se quiere evitar el paro masivo”, argumenta Juan Torres. “No tiene sentido creer que haya disminuido a la mitad en un siglo y que se puede lograr progreso económico manteniendo la jornada como desde hace décadas, sin apenas modificaciones. Esto último es otra consecuencia de ese poder de negociación desequilibrado. El paro es un enorme coste económico para el capital pero una gran salvaguarda política”, prosigue Torres, que admite que la utopía que más echa de menos es la de la gente de izquierdas debatiendo entre ella “con generosidad y sin presupuestos previos para pensar el futuro y, sobre todo, para tratar de anticiparlo al conjunto de la sociedad”. “Da verdadera pena y vergüenza –asegura– comprobar que no hay espacios de encuentro, propuestas conjuntas, desarrollo estratégico en común, organizaciones compartidas, experiencias prácticas puestas en marcha de forma cooperativa y superadora… Sin eso, nada de todo lo demás será posible”.

Es evidente –analiza Luengo– que no hay trabajo para todos. «Existe una súper explotación de los trabajadores que tienen ‘la suerte’ de tener un empleo, con una enorme cantidad de horas extras. Eso es un tapón y, si se alarga la edad de jubilación, ¿cómo va a entrar gente en el mercado de trabajo?”. No solo está justificado el debate, dice el economista: “Hay que ser valiente, el Gobierno tiene que ser valiente e introducir ese debate y el de la renta básica universal, porque ambas cosas son imprescindibles”.

Marcha por la renta básica, a su llegada a Madrid en 2018. ADOLFO LUJÁN

García Jurado, no obstante, apunta a un matiz: “Trabajo para todos hay. Lo que no hay es empleo. Si no, que se lo pregunten especialmente a las mujeres que no logran corresponsabilizar a sus compañeros sobre el tema. En Andalucía o en Bolivia, la cantidad de empleo existente en el mercado de trabajo apenas depende de esa variable. Me parece que las jornadas de cuatro días son una buena medida, mala no es, pero no deja de ser una tirita para un problema mucho más grave”.

Bregolat encauza el debate no hacia los días, sino hacia las horas: “Hay trabajos que hacemos continuamente y repetidamente, que no es una cuestión de tener un día, sino de tener una disponibilidad del tiempo. Encuestas realizadas nos muestran un sesgo de género al plantear una reducción de la jornada laboral, y es que si tú tienes dos, tres, cuatro turnos invisibles cuando llegas a casa, la concentración de horas no te facilita habitar tu vida, hasta el punto de visibilizarse con un desborde. Soy más partidaria de hablar de jornadas de 30-32h a la semana y ser conscientes de que esta reducción es necesaria pero no suficiente, sino que debe venir acompañada de más cambios y más propuestas, desde una renta básica a la redefinición del trabajo”. 

Por otra parte, subraya la redistribución del trabajo mediante los tiempos dentro de una transición ecosocial: “Eso implica un reparto mayor y un proceso de valorización de tareas-empleos que a día de hoy son invisibles y denostados por la economía de mercado. Lleva en su base cuestionar un modelo de producción sin fin y de consumo sin fin, planteándonos que los límites de la naturaleza, nuestra salud y el buen vivir deben ser quiénes guíen las necesidades de trabajo. Así serán realmente oportunas y democráticamente expresadas, y no pensadas desde la sobreexplotación. Nos lleva a cuestionar la división sexual y transnacional del trabajo, la jerarquización de los trabajos en nuestros territorios y la descolonización de nuestras cadenas de valor”. Suena utópico, remarca: “Pero cuando planteamos cambios en el modelo laboral y sus jornadas lo hacemos desde la aspiración de que ya es hora de tener una vida”. 

Montserrat Agís también hace referencia a la desconexión digital: “Hay que regular bien el tema de las cargas de trabajo. No me sirve que mi empresario no me pueda contactar el fin de semana si el viernes por la tarde me pone una cantidad de trabajo terrible que no puedo hacer. Eso tiene que estar establecido en la negociación colectiva”. 

Cooperativas en el rural

Un rebaño de ovejas en Ayllón, en Segovia. ÁLVARO MINGUITO

La generación de empleo en el rural también puede calificarse como una utopía posible. Las cifras aportadas por la directora general de Desarrollo Rural, Innovación y Política Forestal del Gobierno, Isabel Bombal Díaz, muestran que es urgente el cambio: la tasa de empleo de las mujeres en el medio rural es inferior al de las mujeres en el medio urbano y muy inferior a la de los hombres en el propio medio rural: 49-50% frente al 72,3%. Los contratos que consiguen las mujeres en el medio rural son temporales en su mayoría y fijos discontinuos; son “los más precarios y con peores condiciones desde el punto de vista salarial y de estabilidad”. En el sector agroalimentario, las diferencias también son significativas. En el campo, las titulares de explotación alcanzan el 32%. “Si descendemos al nivel de jefa de explotaciones, solo el 25% son mujeres. Y las explotaciones a cuyo frente hay una mujer tienen una dimensión económica y física inferior a la de los hombres: menos rentabilidad, menos capacidad de innovación y menos éxito. La cantidad media en ayudas que reciben las mujeres es de 4.200 euros al año frente a los 6.700 euros de los hombres”, dijo en el III Foro Mujer y Empresa, impulsado por Prodetur. 

Joana Bregolat cita al economista Arcadi Oliveres –“siempre decía que las utopías no deben confundirse con las quimeras, que las utopías no son imposibles, que si no son posibles muchas veces es por una falta de voluntad de hacerlas posibles”– para hablar de la necesidad de una economía feminista: “No es una utopía, es una realidad que es posible, urgente y necesaria, que hay recursos, ideas y mil y una propuestas, que sabemos por dónde queremos empezar y qué implicaciones tiene sobre la vida, sobre nuestras vidas. Deseamos estas economías que nos hablan de lo cotidiano y no lo hacen subalterno, que generan un cambio en la cadena de valor y transforman todas sus fases. Economías feministas que hablan de desmercantilizar, descolonizar y despatriarcalizar, de dignificar los procesos vivos que nos hacen estar vivas, que nos generan bienestar, que nos dan apoyo en un mundo que vive de espaldas a su propia supervivencia”. Y son, insiste, economías reales, colectivas y solidarias, que actúan en red y que necesitamos cultivar para dar saltos de escala.

Carmen Perea Moreno, presidenta de la Federación Empresarial de Mujeres para la Economía Social de Andalucía, reconoce que cuando hace años iba a las asambleas, la única mujer era ella. “Después me metí en el consejo rector y ya nos hemos hecho más visibles. Yo estoy en una cooperativa de La Puebla de Cazalla (Sevilla) y vamos viendo que el 32% de nuestras socias son mujeres y tenemos 6.000 y pico de socios». Según datos de AMECOOP Andalucía, de las casi 4.000 cooperativas que existen en esta comunidad, que representan el 9% del PIB, el 80% son cooperativas de trabajo, y el porcentaje de socias trabajadoras asciende a un 49%.“El hecho de lograr una conexión territorial y social adecuada, el hecho de lograr unas condiciones de vida, trabajo y ocio justas y equitativas en el medio rural son la única vía que tenemos de asegurarnos el bienestar social no solo de las personas que vivan en el medio rural sino de todas las personas”, subrayó Bombal Díaz.

La directora general del Trabajo Autónomo, de la Economía Social y la Responsabilidad Social de las Empresas del Gobierno, Maravillas Espín, pone un ejemplo que responde al reto de la España vaciada: el proyecto de escuelas rurales a través de cooperativas de enseñanza. “Se trata –explica– de iniciativas que, en colaboración con los municipios y el resto de administraciones, van a combinar el cooperativismo de vivienda con la generación de empleo a través de las cooperativas de enseñanza, las comunidades energéticas y la oferta de servicios y atención a la infancia. Y, con ello, atracción de familias jóvenes al territorio o retención de quienes no quieren verse obligados a abandonar el mismo”. También menciona otras experiencias sobre la atención a las personas más mayores, con el ofrecimiento de cuidados sin que tengan que experimentar el desarraigo. 

El día después de las grandes epidemias (Taurus, 2021), de José Enrique Ruiz-Domènec, es otra llamada a lo posible e invita a mirar al pasado para encontrar respuestas a este nuevo escenario de pandemia: la plaga de Justiniano, la peste negra del XIV, la viruela que acabó con el Imperio azteca, las pestilencias del siglo XVII en Europa o la gripe española. “Estos episodios generaron un nivel de angustia que hoy nos es familiar, pero, aunque hubo aciertos y desatinos, las sociedades supieron tomar decisiones a la altura. ¿Seremos capaces de afrontar de forma positiva las dificultades, tomando estos modelos históricos, y de vencer, una vez más, a una gran epidemia?”, dice a modo de resumen.

Raquel afirma que la pandemia existe y usa contra quienes la niegan todavía hoy un término muy frecuente en su conversación: “Eso es matemático”. Pero también cree que ha sido la excusa perfecta para continuar el proceso de recortes de derechos y privatizaciones y aumentar, de ese modo, el miedo. De ello hablaron también las filósofas Marina Garcés y Silvia Federici en la décima edición de la Feria de Economía Solidaria de Catalunya, el pasado octubre. Garcés cree que, efectivamente, la pandemia ha reconducido las vidas a un espacio mucho más individual y aislado, con un alto componente de obediencia; pero también considera que ha puesto un espejo delante de nosotros: qué vida tenemos, cómo la queremos y qué no queremos tener. “Por lo tanto, paradójicamente, lo que se percibía como individual y aislado se ha convertido en un problema colectivo”, expresó en el evento, cubierto por El Diari del Treball. “Dicen que la gente no se levanta. Claro que se levanta. Lo que pasa es que el mismo sistema la desvía”, sigue reflexionado Raquel Rodríguez, que llega a la misma conclusión que Federici: “Ante los problemas reales, la gente supera el miedo” y toma conciencia de la necesidad de un cambio. 

En Andalucía, hace 44 años, la gente se echó a la calle, sin miedo, a pedir autonomía, que no era más que el derecho a una vida y un trabajo dignos, que es lo mismo que han reclamado en Cádiz, que es lo mismo que hay que seguir reclamando. Era 4 de diciembre de 1977. Así se llama la avenida que da entrada a Puerto Real, donde ondea una bandera blanca y verde, donde se ha sumado al callejero este año la plaza Manuel José García Caparrós, muerto de un disparo ese mismo día en Málaga. “Teniendo conciencia y organización, siempre vamos a estar a tiempo. Si no es con las mismas herramientas del Estado opresivo burgués, podemos cambiar las cosas en cualquier momento”, se despide Raquel Rodríguez, con el chaquetón puesto y el sol ya detrás de las casas. 

Fuente: https://www.lamarea.com/2022/02/02/utopias-basadas-en-hechos-reales/