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En el borde de todo

Variaciones sobre el tema del socialismo

Fuentes: Rebelión

Algunas reflexiones sobre la despedida de Fidel Castro y un libro del cubano Julio César Guanche: En el borde de todo, el hoy y el mañana de la Revolución cubana (Ocean Sur, 2008).

Los hombres no hacen revoluciones para ser revolucionarios sino para poder ser -por fin- reformistas. Es decir, para alcanzar ese horizonte abierto -como el de un software libre- en el que se puedan introducir cambios a la medida de las necesidades de los ciudadanos, de acuerdo con su intervención consciente, en el marco pugnaz de las limitaciones tecnológicas y naturales. Al contrario de lo que pretende la propaganda, lo que caracteriza al capitalismo es que excluye y castiga las reformas; y si contra él hay que hacer la revolución es precisamente para poder ser moderados. Como en los cuentos infantiles, hace falta siempre una pequeña prohibición para liberar las voluntades y alcanzar la felicidad: respetar un árbol, negarse un alimento, mantener cerrada una habitación. El socialismo sólo impone un límite, sólo exige un mandamiento, y es mucho más modesto y realista que el precepto cristiano que nos invita a amarlo: «no te comerás a tu prójimo». La paradoja del capitalismo es -al revés- la de que no prohíbe nada y, por lo tanto, lo encadena todo; no impone ningún límite y por eso mismo acaba sometiendo todas las voluntades a la libertad de la antropofagia, cuyo ejercicio mismo inhabilita, a fuerza de antipuritanismo, todas las otras libertades. El gran éxito propagandístico del capitalismo, y su solapamiento fraudulento con los valores ilustrados, tiene que ver con el hecho paradójico, en efecto, de que impone una feroz y criminal tiranía a fuerza de acumular libertades. Las constituciones llamadas «democráticas» de Europa y EEUU proclaman el derecho a la vivienda, a la salud, a la educación, al trabajo, a la libre expresión, a la vida, a la igualdad y a la seguridad -condiciones todas de la libertad individual-, y su incumplimiento material no es el resultado de una intervención anticonstitucional contra ellas sino justamente de la maximización de las libertades individuales. Para que todos estos derechos queden de hecho anulados sin necesidad de desmentidos ni interdicciones es suficiente con añadir un derecho más y dejar que se imponga por sí solo: el derecho a comer hombres. Basta con liberar y liberar y liberar para que todo quede definitivamente atado, cerrado, imposibilitado; y basta -al contrario- con prohibir una sola cosa para que se abra de pronto un umbral donde la voluntad puede decidir -para bien y para mal- sobre todo lo demás.

Cuba es el único país del mundo donde esta constitucionalmente prohibido el canibalismo. Eso es el socialismo; es decir, un marco material de Derecho donde no se puede querer la explotación del otro, el hambre del otro, la infelicidad del otro, la muerte del otro. Pero una vez que nos hemos emancipado de los dictados de la naturaleza («comeos los unos a los otros como os coméis a vosotros mismos»), todo está todavía por hacer; comienzan entonces los dilemas, las deliberaciones, los ensayos, los cambios, eventualmente los errores -todo lo que define propiamente el campo de lo político– y esto en un contexto que es el resultado al mismo tiempo de las decisiones anteriores y de las constricciones estructurales (a las que en el caso de Cuba se suma la estrechísima armadura de la agresión estadounidense). Aquí, por primera vez, cada hombre cuenta. Sólo un hechizo estupefaciente puede hacernos creer que el capitalismo garantiza las diferencias individuales -mientras que el socialismo funde a los ciudadanos en una especie de gris hormigón holístico. Es todo lo contrario. Bajo el capitalismo, no sólo los individuos son todos sustituibles e intercambiables -en la producción, en el mercado y delante de la televisión- sino que lo son también en la esfera política, como lo demuestra el hecho de que los votantes vean reducida su libertad, por debajo del radiante colorismo electoral, a la elección de un mal menor: Obama/McKein, Zapatero/Rajoy, Veltroni/Berlusconi. Al contrario, bajo el socialismo no sólo la vida, la salud, el bienestar, la educación de cada ciudadano importan, sino que la personalidad -unidad integrada e insustituible de cultura, intuición, buen juicio y carácter- es la que determina el curso de los acontecimientos. Que Fidel sea irremplazable quiere decir solamente que los hombres y mujeres irreemplazables que ocuparán su lugar pueden aprender de él; pero que Fidel sea irreemplazable quiere decir también que, para que los hombres y mujeres que ocuparán su lugar lo sean asimismo a su manera propia, es fundamental mantener abierto el umbral de todo aprendizaje y toda decisión: la prohibición del canibalismo. Fidel no ha luchado para ser insustituible sino para que todos los cubanos -y todos los humanos- lo sean (y por eso, dicho sea de paso, el decoro, elegancia, inteligencia y realismo de su gesto produce una alegría tan luminosa -como todas las cosas universales- que casi anula la tristeza particular, privada, de su renuncia).

El socialismo es, sí, la posibilidad de hacer cambios; es decir, de aspirar no a un mal menor sino a un bien mayor. Desde hace más de un año, antes y después del anuncio de Fidel, toda la propaganda occidental gira en torno a este fraude ideológico orientado a inducir un falso suspense -y quizás una reacción interna- y a engañar, no ya sobre la realidad de Cuba sino sobre la verdad del capitalismo: «continuidad o cambio», especulan los analistas del Miami global. Pero no es la disyunción sino la conjunción la que, como recuerda Juan Valdés Paz, preside el futuro socialista de Cuba: «continuidad y cambio». Esa es la diferencia respecto del capitalismo, cuya sísmica parálisis queda fijada en la inversión de la divisa: «cierre y catástrofe». Cuba debe mejorar porque puede mejorar y si no lo hace no podremos responsabilizar a las tempestades del mercado ni a la «coyuntura» económica -bajo la que esconden y mediante la que declaran su impotencia interesada los gestores del capitalismo- ni tampoco al bloqueo y el terrorismo exterior -bajo cuya ala siniestra reptan en la isla contados corruptos- sino a sus hombres y mujeres, héroes banales en guayabera que desde hace cincuenta años se prohíben a sí mismos el canibalismo (y también será culpa nuestra, que desde fuera no hacemos al menos el esfuerzo de conocerlos y aprender de ellos). Cuba debe mejorar porque, al contrario que el capitalismo, puede mejorar; de reforma en reforma, a reculones y empellones, con el embrión bien asentado en la conciencia, como ha podido y no como ha querido -por citar a Pérez Roque- prefigura ya, en cualquier caso, la imagen que resume el socialismo: la de un colectivo de humanos tranquilos que ordenan libremente, y cambian de sitio, sus propiedades en un campo abierto. La imagen del capitalismo es exactamente la contraria: la de un frasco cerrado que una mano agita violenta e ininterrumpidamente. En un campo abierto podemos errar el camino. Un frasco cerrado sacudido con violencia sólo puede estallar.

«Hay que volver a cambiar», decía Fidel Castro en el famoso discurso de la Universidad el 17 de noviembre de 2005. Con este largo discurso comienza precisamente En el borde de todo, el libro compuesto y catalizado por mi admirado amigo Julio César Guanche, del que quiero hablar brevemente -mientras hablo de otras cosas- porque cobra un particular interés tras la carta de despedida en la que el comandante ha anunciado la continuidad de la revolución. El discurso de la Universidad en sí mismo, arranque y estímulo de las reflexiones incluidas en sus páginas, tiene un enorme valor educativo para los izquierdistas occidentales, que en general sólo hemos leído fragmentos o extrapolaciones. Hay que leerlo entero porque razonar no es transportar contenidos -rodajas de razón- sino iluminar conexiones; y hay una manera de razonar que, incluso cuando se equivoca, incluso cuando verbosea, tiene ya la cadencia, la marea, la forma del socialismo. Al contrario que la mayor parte de nuestros intelectuales, que quieren saber qué tesoros guardan dentro, Fidel Castro jamás se pone a pensar para averiguar cómo piensa Fidel Castro sino para solucionar un problema y es el problema mismo el que fija la orografía del discurso completamente al margen de la vanidad del razonante. ¿De qué habla Fidel en el famoso discurso? De bombillos incandescentes y de la supervivencia de la especie humana. Es decir, el comandante anuda ininterrumpidamente esos dos extremos entre los cuales, no por casualidad, se mueve sin cesar, evitando ambos, el análisis -pero también el arte, la novela, la política- capitalista. Bombillos, ¡qué mezquindad! La especie humana, ¡qué grandilocuencia! Al contrario de lo que ocurre bajo el socialismo, bajo el capitalismo las bombillas se encienden y se apagan solas o, mejor dicho, están siempre encendidas, mediodía perpetuo, cenit autómata, pirotecnia incesante de mercancías que confiere a la destrucción ese aire siempre alegre, luminoso, generoso y despilfarrador que fascina incluso a sus víctimas. Pero es que hace falta acumular y acumular la luz para obscurecer el mundo; hace falta mucho desenfado elegante, mucha graciosa despreocupación, mucho desdén aristocrático por el detalle para incendiar las naves y zapatear bajo el reflector; hace falta mucha alegría para provocar -y aguantar- tanto dolor. El capitalismo moviliza la energía de 100 planetas tierra para matar un niño a la luz de una bengala y respondemos con un aplauso de admiración; el socialismo ahorra 300 kilovatios en una casa -que sigue cocinando y leyendo- para salvar la vida a un niño en un hospital público y nos parece deprimente. Contra esta destrucción del gasto, contra esta corrupción del gusto, razona Fidel, razona el socialismo, introduciendo una verdadera «economía» a fin de conectar los dos extremos -la cocina y la Tierra, el cuerpo y la Humanidad, esos dos límites sagrados cuya relación esconde el capitalismo bajo el mismo lujoso resplandor sin el cual no puede existir y con el que nos está matando. Esa es la diferencia entre la generosidad y la tacañería, entre la elegancia y la grandilocuencia. La destrucción no necesita de nuestra intervención y se encomienda al automatismo del mercado; la supervivencia de la especie, en cambio, sólo puede ser planificada. El generoso y elegante canibalismo vacía espontáneamente el corazón del mundo. El mezquino y grandilocuente socialismo planifica trabajosamente la salvación de la Humanidad. Y por eso mismo el socialismo, con sus cálculos de ama de casa y sus amonestaciones de maestro, es mucho más bello, y no sólo mucho más justo, que el boato de los plásticos y la pompa de los electrodomésticos; y por eso mismo el que no sepa ver esta belleza -estricta lógica platónica- es no sólo una persona ignorante y desahuciada para el arte sino que está además moralmente mutilado.

Pero el discurso de la Universidad no es sólo una lección de orografía mental socialista sino también o sobre todo -ahora lo vemos con más claridad- una alarma, una interpelación, una descarga eléctrica aplicada a la base social y dirigente de la revolución. Testamento, manual y programa, hacía falta considerar la revolución al mismo tiempo muy consolidada y muy amenazada para plantear en voz alta la posibilidad de su «reversibilidad desde dentro». Las contradicciones acumuladas durante el período especial y la nueva posición de Cuba en el marco internacional iluminaban e iluminan contemporaneamente la envergadura de los peligros y los formidables recursos, humanos y políticos, ya sedimentados para afrontarlos. Corolario y aguijón de la Batalla de Ideas, la hipotética «reversibilidad del socialismo», enunciada en público y por la máxima autoridad moral de la revolución, abre el hueco de una conciencia urgente en la que las palabras y las acciones adquieren una dimensión práctica equivalente; y apremia además un debate que se está ya haciendo, que está por hacer, que hay que seguir haciendo, porque de él depende –depende– la afirmación de la prohibición del canibalismo en Cuba y también -puesto que dependemos de ellos- en el resto del mundo. La pregunta por la «reversibilidad» aísla y revela una de esas «junturas» o «hiatos» temporales, angustia de los mil caminos de la libertad presentes en cada instante, que nos pasan desapercibidos en la ilusoria continuidad de la duración histórica: la rendija que llamamos límite. De eso se ocupa En el borde de todo y de eso hablan sus protagonistas. «Este libro», dice Julio César Guanche en su preámbulo, «que podría haberse escrito de muchas maneras, se sitúa en el límite: aquí todos están en el filo del «depende». Para otros, la respuesta sería de «sí o no», o harían un mohín ante la pregunta [sobre la «reversibilidad»]. Pero los que aquí participan reconocen en esta hora un borde de la historia que no se puede franquear con ardides para ganar tiempo. En «el borde de todo» no está quien se encuentra de pie frente a un abis­mo, si es el precipicio todo lo que resta, sino el que está parado en un límite donde todo es posible: ganar tierra firme y construir una vida sobre la roca, o rodar por el barranco». Depender es justamente aceptar el «depende» comprometido e individual del que pende nuestro destino colectivo.

La idea misma de «reversibilidad» inscribe la revolución, obligada desde hace cincuenta años a vivir al día, en una perspectiva histórica. Esa es una buena noticia, por mucho que vaya acompañada de la dolorosa transparencia de la más grave responsabilidad (que es como una encía sangrante o un reuma interno e implacable). Pocos intelectuales están tan bien preparados como Julio César Guanche para acometer esta tarea y fecundar y arrumar este debate. Licenciado en Derecho, su amplia formación teórica e historiográfica le ha llevado a interesarse sobre todo por los múltiples hilos o raíces que desembocan desde muy atrás en enero de 1959, tratando de romper con el esquema un poco mitológico del paso de un «cero absoluto» a un «uno continuo» (interés ya brillantemente expuesto en su La imaginación contra la norma). En todos sus trabajos Guanche insiste, en efecto, en dar a la revolución no sólo «duración» sino también «tiempo», no sólo existencia sino rugosidad temporal; para eso, claro, hace falta precisamente el tiempo material del que la revolución ha carecido hasta ahora, sitiada en el presente más angosto de la supervivencia y la pelea, pero que ahora puede y debe recorrer por primera vez, en ambas direcciones, en toda su extensión: puede porque la revolución está consolidada; debe porque la revolución está amenazada. No es, pues, la curiosidad intelectual o la erudición histórica la que mueve al autor hacia el pasado sino el impulso y el compromiso revolucionario y la convicción, ya performativa, de que el conocimiento es tan determinante y material como un tractor o una fresadora, tal y como afirma en el arranque de En el borde de todo: «la probabilidad de recuperar todo el pasado tiene que ver también, punto por punto, con la posibilidad de apropiarse de todo el presente». Y -añadimos todos- de moldear soberanamente una buena parte del futuro.

Esta «perspectiva histórica» introducida por la idea misma de «reversibilidad» se manifiesta para empezar en los distintos niveles generacionales desde los que hablan las voces convocadas para el libro: en una gradación descendente hacia delante, encontramos señeros representantes de la primera generación (casi)coetánea de Fidel (Fernández-Retamar, Alfredo Guevara, Martínez Heredia, Graziella Pogolotti o Aurelio Alonso), de una elástica generación intermedia (de Luis Suárez, Ana Cairo y Jesús Arboleya a Mayra Espina y Fernando Rojas) y de la camada más joven, contemporánea del propio Guanche (Milena Recio o Fernández Estrada). He citado sólo algunos nombres, pero bastan para comprender que En el borde de todo es un libro de una gran densidad histórica e intelectual; es un libro, sí, de intelectuales cubanos, todos grandes, todos comprometidos, que razonan desasosegados en la rendija de esta hora decisiva. Ser intelectual en Cuba es mucho más incómodo y mucho más satisfactorio que serlo en España, y una cosa y otra por las mismas razones. Bajo el canibalismo, los intelectuales pueden decir todo lo que se les pase por la cabeza (lo que deja fuera la mayor parte de las cosas importantes): los que hablan contra la revolución porque son también caníbales, los que hablan a su favor porque sus discursos son inmediatamente canibalizados. Los aciertos y los errores de los intelectuales occidentales, en efecto, tienen el mismo significado: ni unos ni otros determinan nada y, por lo tanto, acierten o se equivoquen, sus palabras no tienen ninguna consecuencia, no introducen ningún efecto (aparte el cosquilleo gaseoso que acompaña a la disolución de toda mercancía entre los dientes). Podemos equivocarnos alegremente como alegremente podemos secar ríos, incendiar ciudades y derribar montañas. En Cuba no es así. En Cuba los intelectuales cuentan; sus discursos se engranan en el destino de un proceso común y pueden alterarlo, para bien o para mal. Eso es sin duda incómodo, pero constituye también la más alta recompensa a la que puede aspirar un hacedor de razones: la de que su pensamiento modifique, ondule, incline, levante, quiebre, suture la materia. En Cuba los intelectuales no arrojan paletadas de arena en el mercado sino que incuban ideas en una especie de continuidad mental que, como en el caso de los bombillos incandescentes y la supervivencia de la especie, presupone la conexión permanente entre la palabra privada y el devenir social. Son libres en un medio todavía frágil: hay que aprender a encender y apagar la luz. Los que razonan en En el borde de todo saben de qué hablan y dónde tienen los pies y las huellas que están dejando; y por eso podemos escucharlos con la seguridad de que -críticos, preocupados, a veces poco complacientes- están defendiendo la revolución y con la tranquilidad de que en ningún caso están seguros de no estar equivocados.

Pero el libro acuñado por Julio César Guanche introduce la «perspectiva histórica» sobre todo a través de las cuestiones que plantea y que lo convierten en una obra fundamental para comprender la revolución, sus avatares y sus destinos. Una cosa que se ha olvidado con frecuencia, más incluso fuera que dentro de la isla, es que, si la revolución se hizo contra la historia, tiene ya a su vez una historia y ha llegado el momento de desentrañarla y asumirla. Por eso En el borde de todo cruza los dilemas verticales de orden teórico con los recorridos horizontales de orden histórico. ¿Cuáles son los temas de esta conversación a 20 voces? Podemos citar algunos en desorden: el marxismo cubano; las relaciones con la Unión Soviética; la ética y la revolución; la propiedad, el mercado y el cooperativismo; la democracia y el socialismo; el derecho y el socialismo; el consumo y el socialismo; la religión y el socialismo; las nuevas generaciones y el socialismo; el periodo especial, la desigualdad y la homogeneización; Cuba y Latinoamérica; la Batalla de Ideas; el caso Padilla y la cuestión de los intelectuales… y casi cualquier otro interrogante imaginable que concierna al destino del socialismo y pueda ser investigado en la carne viva de la experiencia histórica, muy densa y muy fluctuante, nada uniforme, no siempre admirable, siempre heroica, de la revolución cubana. Del discurso de la Universidad del 17 de noviembre, como del sombrero de un mago, salen enredadas todas estas cintas, hacia el pasado y sobre el presente, pero también en dirección a un futuro que, mientras los protagonistas del libro hablaban, revoloteaba todavía sobre el tiempo sin posarse en ninguna fecha. La gran cuestión que centraliza todos los radios de En el borde de todo, a la que llegan y de la que parten todas las reflexiones sobre la «reversibilidad», ya no es una pregunta sino una tarea, ya no es un dilema sino un trabajo; es decir: ¿qué pasará después de Fidel?

Los que nos apoyamos en Cuba como en la columna descascarillada erguida todavía en un campo de escombros, los que nos cobijamos en ella como en la única sombra de un desierto incendiado, los que respiramos en el pensamiento de su atmósfera libre de canibalismo, los que no podemos hacer por ella otra cosa que decir esto en voz alta, estamos seguros de que nuestros compañeros cubanos sabrán hacer irreversible el socialismo, que es como decir hacer irreversible el aire y el pan y la luz y los besos (hacer irreversible, en fin, la supervivencia de la humanidad). Fidel se ha ido. Fidel se ha ido para quedarse. Fidel ya no podrá morirse cuando se muera. Cuenta Plutarco que Solón, el padre de la democracia ateniense, después de redactar las nuevas leyes abandonó su país para que sus compatriotas las siguiesen porque eran buenas y no porque las había promulgado él. La superioridad de Fidel está fuera de toda duda y ante él se inclinan hasta sus enemigos; pero les obligaremos a inclinarse, y nos inclinaremos nosotros, ante la superioridad del socialismo. Fidel, tan grande y tan fuerte y tan convincente, se retira y resulta que el socialismo es más grande y más fuerte y más convincente que él. Si de lo que se trata es de admirarlo, también podemos admirarlo por esto; si de lo que se trata es de hacer como él, sin él, aunque no hubiera existido él, porque creemos en lo mismo que él, entonces sencillamente tenemos que seguir luchando.

Santiago Alba Rico es filósofo español, miembro del colectivo de www.rebelion.org. Sus últimos libros publicados son Vendrá la realidad y nos encontrará dormidos (Editorial Hiru 2007), Leer con niños (Caballo de Troya 2007) y Capitalismo y nihilismo (Akal 2007).