Recomiendo:
0

Vidas robadas: cada palestino liberado lleva el peso de la lucha de su pueblo

Fuentes: Voces del Mundo [Foto: Un palestino liberado abrazaa una familiar tras salir de una cárcel israelí en la Cisjordania ocupada por Israel el 13 de octubre de 2025 (Reuters)]

Salieron de entre las sombras tambaleándose como fantasmas que regresaban al mundo de los vivos.

A un lado de la pantalla, las cámaras occidentales enfocaban los rostros sonrientes de 20 hombres israelíes liberados. Se difundieron sus nombres. Se presentó a sus familias. Sus reencuentros se retransmitieron en directo, bañados por una luz cálida, tiernos abrazos y una cobertura interminable.

Al otro lado, fuera de plano, prácticamente invisibles, casi 2.000 palestinos salían de las puertas de la prisión que se había tragado años de sus vidas.

No les esperaban luces de estudio. Ni presentadores sonrientes. Ni titulares brillantes. Sólo rostros demacrados, manos temblorosas, ojos vacíos que hablaban un idioma diferente: el idioma del dolor.

El contraste era inmenso.

Por cada israelí liberado, cien palestinos. Por cada nombre que el mundo escuchó, cien nombres borrados. Su regreso fue recibido con lágrimas, ululatos, brazos abiertos, pero también con escombros, tumbas y espacios vacíos donde antes estaban sus hogares y sus seres queridos.

Era una celebración entremezclada con luto, alegría entretejida con dolor.

Shadi Abu Sido, un fotoperiodista secuestrado en el hospital Al-Shifa y retenido durante 20 meses en una celda israelí, era uno de ellos.

Cuando su esposa entró, corrió a abrazarla como un hombre desquiciado. Luego llegaron los niños, pequeños, temblorosos, buscando a su padre, a quien temían haber perdido para siempre. Él cayó de rodillas y los abrazó, acariciándoles el rostro con manos temblorosas y besándolos una y otra vez, frenético e incrédulo. Entre lágrimas, gritó: «Me dijeron que todos habían muerto. Me dijeron que Gaza había desaparecido».

Se aferró a ellos como un hombre que regresa de entre los muertos.

Ali al-Sayes salió tras 20 años en prisión. Su hija, una niña cuando lo detuvieron, ahora una joven, corrió hacia él llorando. Él le acarició el rostro con las palmas de las manos y le susurró suavemente: «Eres mi rosa».

No había palabras para describir las décadas robadas: los cumpleaños perdidos, el crecimiento que nunca vio, la vida que pasó sin él.

Nadie a quien abrazar

Para otros, no quedaba nadie a quien abrazar. Haitham Salem salió con un brazalete que había hecho para el cumpleaños de su hija, que era en tres días.

Lo primero que escuchó al salir fue que su esposa y sus tres hijos habían muerto en Gaza. Se derrumbó, llorando: «Mis hijos han muerto. Mis hijos han muerto. Mis hijos han muerto».

Esa misma mañana, el padre del periodista Saleh Jafarawi enterró a su hijo. Horas más tarde, los autobuses que transportaban a los prisioneros liberados cruzaron a Gaza. Su hijo mayor, Naji, bajó del autobús, aturdido por el cautiverio, parpadeando ante la luz. Corrió a los brazos de su padre y le preguntó entre lágrimas: «¿Dónde está Saleh?».

El anciano lo abrazó con fuerza y, con la voz quebrada, le susurró: «Ayer fue martirizado».

Naji se derrumbó, con un dolor más pesado que las cadenas de las que acababa de liberarse. Su padre se arrodilló a su lado, acunando a su hijo destrozado, y ambos lloraron sobre el polvo.

Algunos no fueron liberados para volver a sus hogares, sino para que les exiliaran. Murad Abu Rub, de Ramala, fue deportado a Egipto en lugar de regresar a casa. Su hermana le había comprado un traje para el día de su liberación, adivinando su talla porque no lo había visto desde que era niño.

Pero la noticia llegó de repente. Se había ido. Sin despedida. Sin una última mirada. Sin el abrazo tan esperado. Su hermana lloraba.

Otros salieron tan débiles que apenas podían mantenerse en pie. Un padre se derrumbó en los brazos de sus tres hijos llorosos, cuyos gritos de «Ya baba» resonaban en el aire. Su cuerpo demacrado temblaba mientras ellos se aferraban a él, demasiado débil para abrazarlos a su vez.

Las autoridades israelíes habían preparado equipos de trauma para los cautivos israelíes que regresaban, y se sorprendieron al encontrarlos sanos, caminando sin ayuda y sonriendo a las cámaras. En marcado contraste, los palestinos que salieron mostraban marcas inequívocas de inanición y maltrato: rostros magullados, huesos visibles, ojos hundidos.

Su sufrimiento no fue accidental. Fue una política impuesta por el ministro de extrema derecha Itamar Ben Gvir, que ha convertido en su cruzada personal aplastar a los prisioneros palestinos mediante la humillación, el hambre y la violencia.

Las organizaciones de derechos humanos y la ONU han documentado torturas sistemáticas dentro de las prisiones israelíes: palizas salvajes, descargas eléctricas, posturas de estrés, violencia sexual, ataques con perros, quemaduras con cigarrillos, quemaduras químicas, inanición, denegación de medicamentos, de oración e incluso de sueño.

Esta crueldad está grabada en sus cuerpos. Algunos salen tan cambiados que ni siquiera sus propias madres los reconocen.

«¿Has visto a mi hijo?»

Un vídeo muy difundido de un prisionero palestino llamado Hamza muestra a una madre mirando fijamente a su hijo después de dos años de encarcelamiento, hasta que alguien le susurra su nombre. Ella se derrumba, abrazándolo entre lágrimas, gritando: «¡Hamza! Oh, Hamza, habibi». Dos años de tortura, inanición y aislamiento lo habían convertido en otra persona.

Un ejemplo emblemático de esta crueldad es el caso del Dr. Adnan al-Bursh.

Este respetado cirujano ortopédico fue secuestrado en el hospital Al-Awda y llevado a la famosa prisión de Sde Teiman, un centro clandestino donde los detenidos palestinos desaparecen en un mundo de palizas y descargas eléctricas. Allí, los guardias lo violaron y lo dejaron morir en el patio.

Cuando salieron a la luz las imágenes de su calvario, los manifestantes israelíes salieron a la calle, no para protestar contra la tortura o la violación, sino para defender el derecho de los guardias a violar a los prisioneros palestinos.

Muchos médicos y paramédicos siguen hoy en cautiverio, personas como el Dr. Hasam Abu Safiya y el Dr. Marwan al-Hams, capturados no con armas, sino con estetoscopios, jeringas y guantes ensangrentados. Secuestrados de hospitales y escombros mientras intentaban salvar vidas. Su delito fue la compasión. Su castigo es la desaparición.

Mientras que el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, invoca la devolución de los cadáveres israelíes para justificar la ruptura del alto el fuego, Israel retiene los cadáveres de cientos de palestinos asesinados en cautiverio. La autopsia de uno de los rehenes israelíes devueltos reveló que fue asesinado por un bombardeo israelí, las mismas bombas que arrasaron Gaza y enterraron a miles de personas bajo los escombros.

Los cadáveres devueltos por Israel tras el alto el fuego contaban otra historia: cadáveres con marcas inequívocas de tortura y disparos.

La indignación por los rehenes israelíes muertos fue global e implacable. Pero para las decenas de palestinos secuestrados, torturados y ejecutados, hubo silencio.

Sin nombres. Sin números. Sin rostros. Sólo madres escudriñando las filas de los recién liberados, susurrando entre lágrimas: «¿Has visto a mi hijo?».

Las imágenes compartidas con Drop Site muestran camiones frigoríficos y vehículos de la Cruz Roja alineados en el cruce de Kissufim, esperando para transportar lo que se cree que son los cadáveres de decenas de palestinos a Gaza.

Según el acuerdo actual, Israel devolverá 15 cadáveres palestinos por cada cautivo israelí fallecido. Las estimaciones del número de cadáveres palestinos retenidos por Israel oscilan entre seiscientos y setecientos, posiblemente más.

La política israelí de retener los cadáveres es una de sus crueldades más escalofriantes. Retener un cadáver es retener como rehén el duelo de una familia. Devolverlo como parte de un intercambio —con proporciones que reducen las vidas humanas a una simple operación aritmética— es convertir incluso la muerte en un arma.

Estas prisiones no son centros penitenciarios. Son cementerios para los vivos. En su interior, el tiempo no pasa, se erosiona. Incluso los medicamentos más simples se tratan como contrabando. La luz y la oración son privilegios, no derechos. A los niños se les vendan los ojos.

Las mujeres dan a luz esposadas. Los periodistas desaparecen. Los médicos son torturados hasta la muerte. Los paramédicos son golpeados. Miles de personas están detenidas sin cargos, sin juicio y sin fecha de liberación, no por lo que han hecho, sino por lo que son.

Sin libertad real

Más de 9.100 palestinos permanecen entre rejas, entre ellos 52 mujeres y casi 400 niños. Más de 3.500 están recluidos en «detención administrativa», sin cargos ni juicio.

Otros cientos, muchos de ellos capturados en Gaza, están recluidos en virtud de la ley israelí de «combatientes ilegales», un vacío legal que permite la detención indefinida sin el debido proceso.

El dolor de estas prisiones no queda confinado entre sus muros. Se filtra en todos los hogares palestinos. Casi todas las familias han vivido la experiencia de que llamen a la puerta en mitad de la noche, de las violentas redadas al amanecer, de los hogares saqueados, de los niños aterrorizados, de los seres queridos arrastrados fuera de casa.

La prisión no es sólo un lugar, es una sombra que acecha a los palestinos desde la cuna hasta la tumba. Es la forma en que la ocupación disciplina el cuerpo, aplasta el espíritu, coloniza el tiempo mismo.

E incluso para aquellos que son liberados, no existe la verdadera libertad. Viven sitiados, bajo la mirada de un ejército de ocupación que nunca afloja su control. Pueden ser arrestados de nuevo en cualquier momento.

Son rehenes en su propia patria. Los familiares que se reúnen para celebrar el regreso de sus seres queridos son también a menudo arrestados. La libertad es condicional. Temporal. Siempre amenazada.

Por eso el lenguaje es importante. A los israelíes se les llama «rehenes», mientras que a los palestinos se les llama «prisioneros». Una palabra evoca inocencia, urgencia, simpatía. La otra conlleva acusación, presunción, culpa.

Pero la verdad es que todos los palestinos son rehenes: del asedio, de la ocupación militar, de un sistema carcelario diseñado no para corregir, sino para aplastar.

Y el mundo es también cómplice de esta crueldad. Llora por los 19 rehenes israelíes que se cree que yacen bajo los escombros, mientras da la espalda a los más de 10.000 palestinos allí enterrados. Entre uno y quinientos. Una proporción que destila un siglo de deshumanización en fría aritmética.

Para los palestinos, los prisioneros siempre han estado en el centro de la lucha. Mucho antes de esta ocupación, durante el Mandato Británico, las celdas de las prisiones eran el crisol de la rebeldía.

De la prisión de Akka salió un funeral,

Mohammad Jamjoum y Fouad Hijazi.

Hacedles justicia, pueblo mío, hacedles justicia,

al alto comisionado y a sus asociados por igual.

La canción conmemora a tres jóvenes, Mohammad Jamjoum, Fouad Hijazi y Ataa Al-Zeir, ejecutados por los británicos en 1930 tras la revuelta de Al-Buraq. Sus nombres siguen vivos en los labios de los palestinos, cantados a través de generaciones. Porque los palestinos no olvidan a sus prisioneros. Nunca lo han hecho.

Luchas más antiguas

Pero esta historia va mucho más allá de Palestina. En todos los continentes, la celda de la prisión ha sido durante mucho tiempo tanto un lugar de castigo como una forja de liberación.

Fue desde una prisión desde donde Nelson Mandela salió para romper la columna vertebral del apartheid. Fue en las celdas de Long Kesh donde el huelguista de hambre irlandés Bobby Sands y sus compañeros transformaron sus cuerpos en armas de resistencia, y su inanición resonó mucho más allá de las puertas de la prisión.

Desde Argelia hasta Kenia, desde Sudáfrica hasta Irlanda, el imperio construyó sus prisiones como instrumentos de control, y de esas mismas celdas surgieron canciones, manifiestos y revoluciones.

Para el opresor, la prisión tiene como objetivo borrar. Para los oprimidos, se convierte en un espejo, un lugar de reunión para el alma colectiva. Cada puerta de hierro destinada a quebrantar a un pueblo ha grabado, con el tiempo, sus nombres más profundamente en la historia.

Los hombres y mujeres que salieron esta semana no son sólo individuos. Son el hilo vivo de una lucha más antigua que esta ocupación, una lucha compartida por todos los pueblos que alguna vez han sentido una bota en su cuello y han decidido levantarse.

Llevan en sus cuerpos quebrantados la misma luz feroz que ardía en los corazones de quienes lucharon contra el apartheid, el colonialismo y la dictadura.

Porque la historia del prisionero nunca se refiere sólo al prisionero. Se refiere a un pueblo que se niega a someterse. Se refiere a la obstinada, hermosa e inquebrantable voluntad humana de ser libre.

Como dijo una vez el huelguista de hambre irlandés Bobby Sands: «Nuestra venganza será la risa de nuestros hijos».

Soumaya Ghannoushi es una escritora británica de origen tunecino experta en la política de Oriente Medio. Sus trabajos periodísticos han aparecido en The Guardian, The Independent, Corriere della Sera, Aljazeera.net y Al Quds. Puede encontrarse una selección de sus escritos en: soumayaghannoushi.com y en X: @SMGhannoushi.

Texto en inglés: Middle East Eye, traducido por Sinfo Fernández.

Fuente: https://vocesdelmundoes.com/2025/10/17/vidas-robadas-cada-palestino-liberado-lleva-el-peso-de-la-lucha-de-su-pueblo/