Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
(Alepo, 30 de enero de 2014). (Foto AFP – Mohammad al-Jatib)
Mucho antes de que se presentara la iniciativa para alcanzar un alto el fuego en Alepo, Siria, la ciudad llevaba ya bastante tiempo figurando en los titulares. A lo largo de los meses, el flujo constante de noticias sobre el sufrimiento y muerte en la ciudad no se había dado una tregua. ¿Cómo logran los habitantes de la capital del norte de Siria seguir adelante con sus vidas? O más exactamente, ¿cómo están coexistiendo con la muerte?
«Está oscureciendo y todavía necesitamos dos horas más para llegar allí», dijo mi compañero de taxi dirigiéndose al conductor. Después de unos momentos de silencio, el conductor respondió con una rabia sorda: «Pero, ¿qué puedo hacer? ¿Quieres que vuele?», antes de mascullar gruesas obscenidades de todo tipo. Nuestro coche había salido casi ocho horas antes de Latakia, en la costa siria. Todavía nos quedaban por recorrer las dos horas más difíciles de nuestro viaje, en medio de una oscuridad de boca de lobo y el sonido de las balas y proyectiles en la distancia, aunque tan cercanos que casi podías olerlos. Antes de la guerra, hacer los 185 kilómetros entre Latakia y Alepo que discurren a través del pintoresco paisaje de Idlib no llevaba más de dos horas y media.
Desde Latakia, fuimos primero hacia el sur en dirección a Tartus, a 90 kilómetros, y desde allí viajamos alrededor de 95 kilómetros en dirección este, hacia Homs. Nuestra siguiente parada fue Silmiyah, a 45 kilómetros al noroeste. Después hicimos otros 200 kilómetros en dirección a Alepo, tomando una carretera que iba hacia el este, a Sheij Hilal y Azraya, y después hacia el norte, hasta Janaser. Y finalmente nos dirigimos, a través de la campiña del sudeste de Alepo, en dirección a Sheij Said, el acceso sur a la ciudad.
Después de nueve horas de trayecto y docenas de controles, llegamos allí por fin. La carretera estaba desierta.
Esta zona fue una vez la puerta de entrada de los viajeros procedentes del oeste y sur de Siria y solía estar repleta de gente hasta bien pasada la medianoche. Pero ahora, a las ocho de la noche, estaba casi completamente abandonada salvo unos pocos coches que se movían a toda velocidad. La mayoría de las carreteras que llevan a la Estación de Bagdad, un bullicioso distrito que antes se consideraba como parte del centro de la ciudad, están hoy al borde de las «líneas de demarcación».
La vida -y el comercio- siguen adelante
La ciudad se ha acostumbrado a irse pronto a la cama y a levantarse temprano. Las tiendas abren ahora a las siete de la mañana, aunque antes de la guerra no abrían en ocasiones hasta el mediodía.
Más de la mitad de los habitantes de la ciudad viven en los llamados distritos occidentales, que están aún bajo control del gobierno sirio. La mayoría de las instituciones del gobierno que estaban concentradas en zonas como Sabeh Bahrat, Bab Yenin y Bab al-Faraj -que son todas ahora líneas de demarcación con los territorios controlados por los rebeldes- han establecido oficinas alternativas en los distritos occidentales.
Actualmente, barriadas como Yamilieh y al-Fayd se han convertido en el nuevo centro de la ciudad. De allí parten las rutas del transporte público que van siguiendo trayectos modificados para adaptarse al hecho de que muchas de las principales carreteras están ahora cerradas.
Los disparos de mortero y cohetes amenazan a todo el mundo y apenas pasa un día sin que se produzcan víctimas. Sin embargo, el comercio prosigue su marcha las 24 horas del día, algo habitual en la antigua capital económica del país.
Los puestos callejeros son ahora el rasgo más destacado de los mercados y han brotado por doquier, incluso en barriadas «pijas» como al-Furqan y el Nuevo Alepo, vendiendo todo lo que uno pueda imaginar. Pero aunque era de esperar que la actividad económica continuara en una situación de guerra, lo que resulta extraordinario es que la ciudad haya seguido exportando productos.
A pesar de los daños sufridos por algunas de las principales fábricas de Alepo, las actividades prosiguen en otras, especialmente en las fábricas textiles, aunque a un ritmo más lento. Abu Ibrahim, que accedió a hablar con nosotros a condición de que no mencionáramos el distrito al que había trasladado su fábrica «para evitar una atención no deseada», dijo: «Dejamos de trabajar durante tres meses. Cuando comprendimos que la crisis iba para largo, no tuvimos más remedio que reanudar las operaciones».
Continuó: «Alquilamos un sótano grande en una zona relativamente segura. Con dificultades conseguimos trasladar parte de la maquinaria. Reanudamos el trabajo, pero ahora dependemos de nosotros mismos, mi hermano, nuestros hijos y yo. No podemos permitirnos el lujo de contratar a nadie».
La mayor parte de su producción se exporta a través de Turquía. Pero, naturalmente, hay grandes obstáculos a los que Abu Ibrahim y otros como él tienen que hacer frente. Los cortes de electricidad son casi permanentes, por tanto tienen que depender de los generadores, pero el combustible es escaso y caro.
Además, el envío de las mercancías, tanto antes como después del proceso de fabricación, no es fácil e implica muchos gastos porque hay que pagar las tarifas del transporte pero también los «peajes» de los controles establecidos a lo largo de las rutas. También existe el riesgo de que alguna de las partes en el conflicto confisque las mercancías. Distintas personas se han visto afectadas de formas diferentes y en grados diversos. Amjad, por ejemplo, era propietario de una importante boutique de ropa de importación, pero ahora dirige una pequeña tienda en la que vende verduras y ultramarinos. Samer, que perdió su fábrica de plásticos, se gana la vida como taxista con su pequeño Suzuki, que es todo lo que le queda de los cuatros coches con que contaba su negocio. Los casos como los de Amjad y Samer abundan.
El cruce letal
Nada ha cambiado desde nuestra última visita al tristemente célebre cruce de Bustan al-Qash, adyacente al distrito Masharqa de Alepo. Este es el único punto donde la gente puede moverse entre los distritos occidentales controlados por el gobierno y los que la oposición controla en la zona oriental.
Miles de personas cruzan cada día entre los dos lados. Es posible alquilar sillas de ruedas para ancianos y gente con discapacidades y carros para trasladar productos, pero sólo después de haber pagado las tasas correspondientes a la Comisión de la Sharia.
Recientemente, dicha comisión aumentó las tasas de cruce de menos de 25 centavos a alrededor de 16 dólares. La comisión prohíbe estrictamente trasladar cualquier producto de los distritos orientales, que son relativamente más baratos, ya sea como mercancías o incluso en las manos de los civiles. Los combatientes arrestan a menudo a los civiles en el cruce por ocultar alimentos y les acusan de «contrabando hacia las áreas controladas por el régimen».
La muerte se cierne permanentemente sobre el cruce porque hay francotiradores que lo rodean desde todas las direcciones. El cruce se extiende sobre una expuesta tierra de nadie de un kilómetro de largo, que los vecinos tienen que recorrer esquivando las balas. Algunos tienen que cruzar dos veces al día o más, como Mustafa. Nos contaba: «Soy vecino de Sukkari y trabajo en una confitería de al-Fayd. Tengo que cruzar por la mañana y por la tarde. Pero ya no me da miedo. La muerte está por todas partes. En mi hogar corro el riesgo de que me caiga una bomba encima en cualquier momento. En el trabajo tengo la amenaza de los impactos de mortero. Entonces, ¿por qué me voy a asustar de la bala de un francotirador en el cruce?»
Los vecinos de los distritos orientales: dos opciones, ambas amargas
La mayoría de los distritos orientales que cayeron bajo el control de la oposición armada hace más de un año están sumidos en la pobreza. Cuando los combatientes se apoderaron de ellos, se situaron en escuelas e incluso hogares, por lo que muchos residentes decidieron trasladarse a los distritos occidentales.
Inicialmente, la ciudad no estaba partida como ahora y no había cruce. Los que dejaban sus casas en los distritos orientales se quedaban con sus familiares o buscaban refugio en el campus de la universidad, en colegios o mezquitas. Como los meses pasaban sin que la crisis amainara, un número de familias se trasladó a viviendas de alquiler, pero muchos no pudieron permitírselo. Esas familias se vieron obligadas a regresar a pesar de los informes de que los combatientes habían saqueado las casas abandonadas. «No podíamos soportar la humillación. Era más honroso morir en nuestros hogares», decía Um Ibrahim.
Los que regresaron se vieron viviendo codo con codo con los combatientes, algunos de los cuales eran vecinos originales de sus distritos. Y en poco tiempo se encontraron también siendo objetivos permanentes de los disparos de artillería y de los barriles explosivos que caen sobre sus distritos de vez en cuando.
La electricidad, mientras tanto, se ha convertido en un recuerdo lejano. Ya no se puede reparar nada porque los militantes han robado la mayoría de los cables y los han vendido como cobre fundido.
Hay generadores privados por todas partes y se vende energía mediante suscripciones mensuales. En efecto, esta actividad se ha convertido en un lucrativo negocio apoyado desde las facciones armadas. Firas, un vecino, decía: «Fueron las ONG extranjeras las que enviaron los generadores como ayuda pero aquí se vendieron con fines de lucro». Lo mismo puede aplicarse a la mayor parte de la ayuda enviada desde fuera. En vez de distribuirla entre los civiles, los grupos armados y la Comisión de la Sharia venden la ayuda a cambio de dinero. Abu Safwan, otro vecino, decía: «Si el refrán que dice «el protector es el ladrón» fuera verdad, habríamos aceptado nuestro destino. Pero nos roban a cambio de nada».
Alepo duerme hoy tras el parpadeo de la perdición, tomando prestado un famoso verso de Mutannabi, el poeta más célebre de la ciudad.
[Este artículo se publicó originalmente en en lengua árabe.]
Fuente original: http://english.al-akhbar.com/content/behind-perdition%E2%80%99s-eyelid-live-and-die-aleppo