Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
Cualquier intento de aportar una explicación coherente al conflicto político que aflige al Yemen está condenado al fracaso. El país es un crisol de contradicciones que desafían las categorías normales del análisis racional. Pero si acertamos a traspasar un poco la niebla política que envuelve el conflicto, las trágicas circunstancias de los inmensos sufrimientos impuestos a su población civil emergen con claridad meridiana.
Mucho antes de que estallara la guerra civil, Yemen era conocido por ser el país más pobre de la región, un país ya enfrentado a una amenazadora escasez alimentaria e hídrica. La ONU estima que en estos momentos el 80% de su población necesita asistencia humanitaria urgente y que el 40% vive con menos de dos dólares al día. Además, hay un alto riesgo de hambrunas y brotes epidémicos de enfermedades.
Frente a tal contexto, el Consejo de Seguridad de la ONU parece apoyar de forma sorprendente una importante intervención militar saudí, sostenida con los ataques aéreos iniciados en marzo de 2015, agravando seriamente la situación general al adoptar por unanimidad la unilateral Resolución 2216 contra los hutíes. Este uso saudí de la fuerza es contrario al derecho internacional, viola el principio fundamental de la Carta de la ONU y acrecienta las violentas perturbaciones que padece la sociedad yemení.
El éxito de la insurgencia hutí desde el norte barriendo del poder a los líderes yemeníes y tomando la capital Sanaa, fue perversamente abordado por el Consejo de Seguridad al considerarlo un golpe de Estado que justificaba la intervención de una coalición liderada por Arabia Saudí. Qué extraño si evocamos que el poco disimulado golpe del ejército en Egipto en 2013, con represalias mucho más sangrientas contra los desplazados dirigentes electos, no levantó ni un murmullo de protesta en las salas de la ONU. Así es como funciona la geopolítica en Oriente Medio.
Narrativa simplista
Lo que hace aún más difícil dar sentido a los acontecimientos en Yemen es la tendencia geopolítica a reducir una historia nacional increíblemente compleja, y la interacción de las fuerzas contendientes, a una historia simplona de rivalidades sunníes frente a chiíes por el control del país.
Ese prisma de interpretación le permite sobre todo a Arabia Saudí representar el conflicto en el Yemen como otro escenario de la guerra más amplia por poderes en la región que enfrenta a Arabia Saudí y a sus aliados del Golfo contra Irán, que es una forma garantizada de asegurarse el apoyo de EEUU e Israel. El mismo razonamiento le ha venido bien al reino saudí (y mal al mundo) para explicar por qué ha venido apoyando en los últimos años a las fuerzas anti-Asad en Siria. Si consideramos esta óptica sectaria más objetivamente, empezamos a entender que esconde más de lo que revela.
Por ejemplo, en lo relativo a Egipto, se descartó el patrón sectario y los saudíes utilizaron de inmediato su potencial financiero para patrocinar el golpe contra los Hermanos Musulmanes que dirigió en 2012 el general Sisi para consolidar su control sobre el país. Incluso cuando Israel atacó a Gaza hace un año tratando de destruir a Hamas, una versión islámica sunní de la Hermandad, Arabia Saudí no ocultó el sorprendente hecho de que le había dado luz verde a Tel Aviv.
Por tanto, lo que aparece no es una política regional basada en prioridades sectarias sino más bien la preocupación patológica de la monarquía saudí respecto a la estabilidad de su régimen, mostrando ansiedades que se incrementan cada vez que aparecen en la región tendencias políticas que eluden su control y que percibe como amenazadoras.
El pueblo del Yemen está pagando un precio inmenso por este rasgo de la paranoica política de seguridad saudí. Sin embargo, una gran parte del mundo se ha echado a dormir, sin tomarse la menor molestia de mirar por debajo de la tapadera de esta historia sectaria.
Y muy escasa consideración ha tenido el hecho de que las amenazas reales al orden regional en Yemen no provienen de la razonable insistencia de los hutíes en alcanzar acuerdos políticos para compartir el poder, sino que surgen de la presencia de Al Qaida en la Península Arábiga y, más recientemente, del ISIS, que han sido objetivos de los aviones no tripulados estadounidenses como parte de la guerra contra el terrorismo allí desencadenada desde 2007.
Así pues, mientras Occidente apoya la lucha saudí contra los hutíes chiíes, hace cuanto puede al mismo tiempo para debilitar a sus opositores más formidables, y en ese proceso se está alienando cada vez más, debido a sus tácticas militares, a la población civil yemení, que aporta nuevos extremistas que se comprometen a combatir contra la intervención exterior.
Si esto no fuera ya suficiente para ofuscar la bola de cristal yemení, tenemos también el alineamiento interno de fuerzas. Por un lado, el régimen que en 2012 sucedió al corrupto gobierno dictatorial de Ali Abdullah Saleh, encabezado por su igualmente corrupto exvicepresidente, Abd Rabbuh Mansur Hadi, «gobernando» al parecer desde el exilio.
Por otro lado, la parte antirégimen, además de los hutíes tenemos las principales fuerzas policiales y del ejército bajo la autoridad de Saleh, que se opone a la intervención saudí y han ayudado a cambiar el rumbo de la batalla sobre el terreno contra el gobierno dirigido por Hadi. A pesar de esta realidad adversa en el campo de batalla, se ha citado al embajador saudí en EEUU, Adel al-Yubir, diciendo: «Haremos lo que sea para evitar que caiga el gobierno legítimo de Yemen». Trágicamente, lo que esto parece significar es que están dispuestos a reducir el país a escombros, acarreando hambre y enfermedad a su población, y posiblemente, en algún momento futuro de frustración, lanzando una importante ofensiva terrestre.
¿Qué debería hacerse?
Es difícil saber cómo podría llevarse algo parecido a la paz al Yemen. Lo que sabemos es que tanto la óptica sectaria como las intervenciones saudíes son opciones sin salida. Para iniciar un enfoque constructivo, habría que tener en cuenta las causas-raíz del conflicto. Hay varias a considerar. Existe una larga experiencia de división entre el norte y el sur, y esto significa que cualquier gobierno de unidad para todo el Yemen sólo puede mantenerse con un dictador de puño de hierro como Saleh o a través de algún tipo de acuerdo federalista para compartir el poder. Más allá de esto, el país soporta las cicatrices del dominio otomano entremezcladas con la presencia británica en Aden y la zona circundante, vital para las prioridades coloniales de controlar el canal de Suez y las rutas comerciales hacia Oriente.
Además, Yemen sigue siendo un conglomerado de tribus que todavía reciben la principal lealtad del pueblo. La moderna insistencia europea en los Estado soberanos en Oriente Medio nunca consiguió derrotar la primacía de las identidades tribales yemeníes. Cualquier posibilidad de estabilidad política requiere sosegar a las tribus del Yemen como hizo Arabia Saudí durante la dictadura de Saleh (1990-2012), o crear un tejido multicolor de sistemas de gobierno tribales autónomos. Cuando se tienen en cuenta la geografía y el tribalismo, recurrir a la división de sunníes contra chiíes o a la rivalidad Riad-Teherán como explicación de las luchas que asolan el Yemen es una fantasía cruel e inútil.
¿Qué debería hacerse, teniendo en cuenta esta situación total? Una de las claves potenciales para conseguir algún tipo de paz en Yemen está en manos de los políticos de Washington. Pero no podrá utilizarse mientras el gobierno de EEUU siga comprometido con los gobernantes de la monarquía saudí y los extremistas que dirigen Israel. Esto hace que el torbellino político en Oriente Medio se quede atascado en una letal y veloz cinta giratoria. Cómo bajarse de ella, esa es la cuestión.
Hay dos movimientos obvios, aunque no sean lo ideal, con el modesto objetivo de dar un primer paso para crear un nuevo orden político: en primer lugar, negociar un alto el fuego que incluya el fin de la intervención saudí; en segundo lugar, conseguir reactivar, de forma más creíble, la Conferencia para el Diálogo Nacional que hace dos años hizo un intento fallido en Sanaa de llegar a un acuerdo para compartir el poder. Lo que se necesita es establecer una transición política que tenga en cuenta tanto la división norte-sur como la fuerza de las tribus yemeníes, además de una masiva ayuda económica desde fuera y la creación de una presencia de mantenimiento de la paz de la ONU que cumpla bien su tarea. No hay posibilidad alguna de que otro planteamiento pueda funcionar.
Este racional camino está actualmente bloqueado, sobre todo a causa de la intensa militancia del agresivo liderazgo saudí del rey Salman bin Abdul Aziz al-Saud y su hijo, el príncipe Mohammed bin Salman, secretario de defensa, el aparente impulsor de la intervención militar.
EEUU, con su especial relación con Israel y sus fuertes vínculos con Arabia Saudí, parece estar tragándose la contradicción de oponerse tanto a sus verdaderos adversarios, Al-Qaida y el ISIS, como a su aliado implícito, los hutíes.
En vez de considerar al enemigo de su enemigo como amigo, Washington está invirtiendo el proverbio. Este nudo gordiano está estrangulando al pueblo del Yemen. Para cortarlo será necesaria una ruptura drástica con la actual política. El camino para avanzar es evidente pero no cómo llegar a él y, mientras tanto, los cadáveres se amontonan.
Richard Falk es experto en derecho internacional y relaciones internacionales. Ha sido profesor en la Universidad de Princeton durante cuarenta años. En 2008 fue nombrado por la ONU para cumplir un mandato de seis años como Relator Especial para los Derechos Humanos en Palestina.
Fuente: http://www.middleeasteye.net/columns/yemen-pays-price-saudis-sectarian-paranoia-1288005160