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Acoso al euskera

Yo, también sospechoso

Fuentes: Gara

A quien no lo ha sentido en su propia lengua, que es tanto como decir en su propia carne, es difícil hacerle entender algo tan sencillo como qué es lo que siente una persona determinada, pongamos por caso yo mismo, cuando una mañana abre el periódico y se encuentra con la noticia de que para […]

A quien no lo ha sentido en su propia lengua, que es tanto como decir en su propia carne, es difícil hacerle entender algo tan sencillo como qué es lo que siente una persona determinada, pongamos por caso yo mismo, cuando una mañana abre el periódico y se encuentra con la noticia de que para tal fecha ­pongamos el 2030­ habrán desaparecido tantas lenguas en el mundo ­dan una cifra­ y a renglón seguido lee, leo, que una de esas lenguas es la suya propia, la mía. Esa misma en la que está escrito el diario en el que aparece la noticia, que es el que esa persona que lee tiene, que tengo yo, entre las manos.

Entonces la tal persona hace, hago, un cálculo rápido de su edad, de mi edad, y se pregunta, me pregunto, con cuántos años morirá ella, moriré yo, y si acaso antes de que esa persona, yo mismo, muera, ya la lengua habrá muerto. ¿Será ella, seré yo, acaso, la última persona que entienda esa lengua y la penúltima que la hable? Porque de ser así, habría un momento en que ya no quedarían más que dos personas capaces de hablar tal lengua, y muerta una de ellas, que en momento de la muerte diría «nireak egin du», la otra, la todavía viva, estaría también muerta, o al menos muda, que casi es lo mismo. La lengua morirá antes que de que el último hombre o mujer capaz de hablarla muera. Morirá cuando muera la penúltima persona capaz de hablarla. La que quede con vida no tendrá con quién hablar. Habrá así un último mohicano obligado a hablar la lengua de otros. Un último hombre, como en aquella película de Herzog, «Donde duermen las verdes hormigas». Nadie sabrá si el mudo es mudo porque no puede hablar o porque no tiene quien entienda su lengua.

Resulta también difícil explicar qué se siente cuando se tiene un sólo diario escrito en la propia lengua. Qué se siente cuando el futuro pende de un hilo. Qué se siente cuando una mañana la radio anuncia que la madrugada anterior ese hilo ha sido cortado. La policía ha clausurado tu único diario. Ya no es necesario que vayas al kiosco. La orden la ha dado, además, un famoso juez, cuyo nombre resuena en el ámbito internacional como el de un defensor a ultranza de la libertad. El nombre del juez en cuestión justifica la acción ante la opinión pública mundial. ¡Qué habrán hecho para que les cierren el periódico!, dicen, como solía decir mi abuela ante noticias así. Como respuesta, la radio expande a los cuatro vientos la palabra clave: terrorismo.

Quien cierra el periódico tiene el poder para hacerlo. ¿Qué poder le queda al que se ha visto privado de su única ventana al mundo? El terror a quedarse mudo se hace más presente que nunca. Es verdad. Nuestra lengua está condenada a desaparecer. Un juez simplemente ha acelerado la ejecución de la condena. Se levanta un muro de silencio. No queda más remedio que hacer un agujero en la pared e intentar construir una nueva ventana. Poder contra poder, un nuevo diario en la misma lengua que el prohibido nace al de poco de cerrado aquél. Pero algo huele a podrido. Los directivos del diario clausurado han sido detenidos y en aplicación de leyes de excepción que ya duran sesenta años, incomunicados. Relatan, cuando por fin salen de su prisión, haber sido vejados y torturados. Mas, ¡cómo creer en la palabra de los estigmatizados con la palabra terrorismo! Ni aún tratándose de un sacerdote jesuita se puede creer lo que dicen. No hay lugar. La palabra mágica del poder es «terrorismo».

Los lectores del periódico cancelado creen en la palabra de los acusados. Los acusados piden que se les escuche. Apelan a la ley. Inútilmente. Pasan los años. El periódico sigue cancelado. Los torturados claman que se investigue su caso. No se hace. La tortura es imposible, dicen. Por definición. Estamos en el Reino de España. Aunque no sea eso precisamente lo que año tras año los informes de Amnistía Internacional vienen denunciando.

Menos mal que algo del terror a quedarnos mudos se alivia al nacer otro diario en la maldita lengua ésa. Es el poder de los que, aterrorizados, se oponen a quedarse mudos. ¿Serán todos terroristas? Ya unos años antes se había cerrado otro diario, más una radio, más una revista mensual. El juicio de esos casos lleva más demora. Pasan casi diez años y aquel primer diario cerrado ya no es ni papel. Es humo. Como la radio clausurada al mismo tiempo. Es también humo. Muchos guardamos botellas de humo en casa. Como se guardan los recuerdos. Quizás para nada. Quién sabe.

No hace mucho, en una ocasión solemne, el rey del lugar, al mismo tiempo jefe supremo de las Fuerzas Armadas de dicho lugar, dijo que la lengua ésa en la que se escribía el diario nunca ha sufrido el acoso de las leyes del Estado. Cómo decir que Su Majestad o miente, o está mal informada. Su Majestad está desnuda. Pero envuelta en humo.

El poder también tiene su fábrica de humo. El humo que oculta el fuego que todavía arde un poco más allá. Humo que para algunos no es humo, sino fuego. Porque quema no poder hacer nada para que desaparezca la ignorancia, o la mentira, o ambas dos. Humo que nos condena a la impotencia.

Qué enorme distancia la que separa a los que creen en la palabra de los torturados ­ya ven que yo no tengo duda alguna, ya que conozco la verdad por propia experiencia­ de los que creen en la palabra de poder establecido. Será acaso la distancia que separa al grande del pequeño en su respectiva concepción del mundo. Ya lo dijo el escritor vasco exiliado nadie sabe donde, Joseba Sarrionandia, tomando las palabras prestadas a no sé qué otro escritor: «Es difícil aprender a ser pequeño».

Voy terminando. Tomamos las palabras heredadas. Casi todas las palabras. De muchas de ellas yo mismo sería capaz de recordar a quién escuché cada una, de otras podría decir en qué libro la leí por primera vez. Tomamos las palabras prestadas, sí, y si las amamos tratamos de buscar su sentido más noble u original. Las trasladamos a la escritura, y así, depuradas y limpias, diáfanas, las volvemos a poner en circulación.

Lo expresó muy bien el poeta Gabriel Aresti (Bilbao, 1933-1977) en uno de sus poemas, que hago mío: «Mi poesía es barata./ La tomé de la boca del pueblo,/ gratis,/ y al oído del pueblo se la devuelvo/ gratis».

No recuerdo dónde escuche por primera vez la palabra «terrorismo». Tampoco sé si para mí significa lo mismo que para el resto de los que estamos aquí. No sé cómo debo usarla. Lo mismo me pasa con la palabra «poder» cuando la entona el Poder. Aunque en este caso sí sé lo que siento al escucharla o verla escrita. Siento terror.

Relativizar las palabras es la primera tarea del escritor. Depurarlas y devolverlas limpias y diáfanas a sus lectores, la segunda. Y la tercera quizás sea la de, cuando alguna palabra falta, inventarla. He inventado palabras de difícil traducción. Quizás sea por aquello del genio de la lengua. No pretendo que nadie las haga suyas. Espero sin embargo que me expliquen el significado de palabras que parecen de todos, como terror y poder. Lo digo aquí por aquello de la libertad de expresión. Lo digo yo, que como tantos otros colegas, era uno de los colaboradores habituales de los dos diarios y la radio cerrados por orden del juez Garzón. Yo, también sospechoso.

* Texto leído por el escritor Edorta Jiménez en Milán, a invitación del Pen Club.