Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Nunca es fácil ser optimista sobre el Líbano, pero el levantamiento de las pasadas semanas ofrece una oportunidad real para un cambio duradero siempre que el movimiento de protesta juegue bien sus cartas.
El Líbano no facilita el optimismo, pero sería un cínico verdaderamente desalmado quien no haya sido capaz de conmoverse con las escenas de los últimos días. El país ha vivido otras grandes protestas en los últimos años, especialmente en 2015, pero la actual pertenece absolutamente a otra categoría. Uno pudo sentirlo así el domingo incluso mucho antes de llegar; había manifestaciones camino a las manifestaciones. Las decenas de personas que caminaban con banderas libanesas hacia el centro de la ciudad en mi barriada de Mar Mikhael se convirtieron en cientos al comienzo de Gemmayze, creciendo hasta ser miles a mitad de camino por esa calle icónica, todos marchando como un cuerpo unido, llevando pancartas hechas en casa («Stop a la disfunción electoral»; «He cancelado una cita de Tinder para estar aquí»), cantando el himno nacional y gritando cosas impublicables sobre los principales políticos del país.
Al llegar al centro de la ciudad, el espectáculo era sencillamente asombroso. Un ondulante mar de banderas nos detuvo mucho antes de que pudiéramos ver la Plaza de los Mártires ahogando los pies de la mezquita gigante de Muhammad al-Amin, que no era tanto el epicentro como uno de los dos polos, el otro era la Plaza Riad al-Solh, a 350 metros al oeste. Hasta donde alcanzaba la vista (y de hecho mucho más allá), la gente se había subido a muros, vallas publicitarias, edificios y balcones; o bailaba al son de un tamborilero cercano; o se unía a los cantos que resonaban por los altavoces instalados sobre camiones estacionados espaciados a intervalos regulares en todas las direcciones. Nunca antes había visto una reunión tan grande en la ciudad; mi esposa, que presenció la mayor manifestación en la historia del Líbano, la del 14 de marzo de 2005, dijo que era comparable en su escala.
¿Quién se estaba manifestando exactamente? Todos: abuelas octogenarias; padres con recién nacidos; adolescentes huesudos con máscaras de Guy Fawkes en motocicletas; parejas de mediana edad; mujeres con los distintivos chadores negros usados por los chi íe s; drusos con sus tradicionales gorros blancos; radicales de izquierda con camisetas del Che y kufiyas a cuadros; estudiantes universitarios que pasaban del árabe al inglés americano; profesionales adinerados de cuello blanco que charlaban en francés. Todavía fue posible, durante las protestas de 2015, que los detractores alegaran que los asistentes eran elites ciegas fuera de contacto con el ciudadano común. Cualquier sugerencia de este tipo sería hoy claramente absurda, sobre todo porque Trípoli, la ciudad más pobre del Líbano, ha sido el epicentro de algunas de las manifestaciones más grandes y animadas del país.
Si la participación del domingo fue la más alta de la semana, las festividades no se vieron alteradas el martes por el incidente de la noche anterior, cuando un convoy de hombres jóvenes en motocicleta que agitaban banderas de Hizbolá y gritaban agresivamente intentó irrumpir en el espacio de la protesta de Beirut, siendo repelido por la fuerza por el ejército. Al llegar a la Plaza de los Mártires a las 7:30 pm el martes por la noche, esperando encontrar cifras reducidas de personas, me sorprendió ver que todavía había decenas de miles en ese escenarioy que parecían más decididas que nunca. Habían aparecido filas de puestos que vendían agua, bocadillos, mazorcas de maíz, banderas libanesas e incluso shisha para proporcionar todo lo que un manifestante podía necesitar para su turno (los bares en la cercana Gemmayze también se habían derramado sobre las aceras hacia las carreteras hacia acoger al número de revolucionarios resecos que necesitaran un refrigerio). Seis noches después, el levantamiento de la capital no mostraba signos de estar flaqueando, y lo mismo sucedía con las protestas hermanas que se realizaron simultáneamente en todo el país, desde Trípoli y Halba en el norte, hasta Sidón y Tiro en el sur, hasta Baalbek en el este.
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El desencadenante inmediato de todo esto -por improbable que parezca ahora en retrospectiva- fue un impuesto propuesto por el gobierno sobre las llamadas de WhatsApp, lo que provocó el bloqueo de las carreteras en varias partes del país el jueves por la noche. Por supuesto, el impuesto era solo la gota que colmaba el vaso. En realidad, las protestas son la erupción de una furia acumulada durante muchos años e incluso décadas; una furia contra la clase de buitres de mafiosos y oligarcas, la mayoría de ellos protagonistas clave de la guerra civil de 1975-90, que han arrasado el país mientras acumulan una riqueza asombrosa para ellos y un pequeño círculo de compinches. En el mejor de los casos, el Estado es incapaz de proporcionar electricidad o agua potable las 24 horas. Pero las últimas semanas no han sido el mejor de los momentos. Una inminente implosión económica ha puesto en peligro el valor de la libra libanesa, causando una crisis de liquidez que provocó que los cajeros automáticos se quedaran temporalmente sin efectivo. Siguieron huelgas en panaderías y estaciones de servicio, creando colosales atascos de tráfico y una sensación general de profundo malestar, así como incredulidad de que un gobierno pueda ser tan incompetente en tiempos de paz. (Incluso la guerra devastadora con Israel en 2006 no cerró las bombas de combustible, como señalaban muchos libaneses). Así pues, que se les diga que los funcionarios responsables de estas asombrosas incapacidades iban a imponer nuevos impuestos a las personas que pagaban sus salarios, mientras dejaban intactos sus propios beneficios sustanciales, fue una humillación demasiado grande. Cuando los guardaespaldas armados de un ministro del gabinete se enfrentaron a los manifestantes la primera noche disparando balas reales al aire, inspirando a una mujer valiente a darle una patada a uno de ellos en la ingle en lo que inmediatamente se convirtió en una imagen icónica , nació un movimiento.
Una de las formas más alentadoras que ha tomado este movimiento ha sido la recuperación consciente del espacio público incautado al final de la guerra civil por la firma semigubernamental Solidere, cerrado desde entonces a la población en general. El domingo me uní a miles de personas para hacer mi primera entrada al famoso Gran Teatro, frente a la Plaza Riad al-Solh, una joya arquitectónica construida en la década de 1920 que una vez albergó a estrellas francesas tan destacadas del período de entreguerras como Marie Bell y Charles Boyer, así como una conferencia de la sufragista británica Margery Corbett Ashby en 1935, antes de que los milicianos lo redujeran a un cine porno en los primeros años de la guerra que acabó luego destruyéndolo a medias. Trepando a través de un agujero en la pared erigido por Solidere para mantener al público fuera, hicimos cola (de manera notablemente ordenada) para subir por la escalera de la entrada, sintiéndonos como turistas en algún sitio histórico en Florencia o Estambul. En el interior, el ambiente era curioso y respetuoso, la gente pisaba con cuidado (en parte para evitar caer por los enormes agujeros en el piso) y esperaba su turno para fotografiar las vistas panorámicas de las protestas desde los numerosos balcones. Más tarde hice lo mismo en el esqueleto conocido como «El huevo» con vistas a la Plaza de los Mártires; un cine en construcción al estallar la guerra en 1975, congelado desde entonces en el tiempo.
Gran Teatro de Beirut (Alex Rowell/Al-Jumhuriya)
Gran Teatro de Beirut (Alex Rowell/Al-Jumhuriya)
Gran Teatro de Beirut (Alex Rowell/Al-Jumhuriya)
Panorámica desde el Gran Teatro de Beirut, 20 de octubre de 2019 (Alex Rowell/Al-Jumhuriya)
En el interior del edificio «El huevo», 20 octubre 2019 (Alex Rowell/Al-Jumhuriya)
Vista de Beirut desde «El huevo», 20 octubre 2019 (Alex Rowell/Al-Jumhuriya
Al tratar de precisar por qué este recorrido prohibido resultaba tan excitante, me di cuenta más tarde de que era la alegría de vivir en la forma descrita por Václav Havel en «El poder de los desamparados»; la alegría de vivir «como si»: «como si» pudieras ver una obra en el Gran Teatro o una película en «El Huevo»; «como si» hubiera un parque en el que pudieras hacer picnic en el centro de la ciudad; «como si» extraños de todas las sectas y clases socioeconómicas diferentes pudieran cantar y bailar juntos sin molestias ni tensiones; «como si»el Beirut en el que tanto desean vivir existiera después de todo; «como si» los criminales que llevaron al país a la ruina no estuvieran ya en el poder. Fue un ejercicio de imaginación masiva, una hermosa fantasía colectiva, y durante estos siete días parecía completamente real; de hecho, ha sido completamente real.
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Es casi desagradable hablar de lo que viene después mientras la fiesta en las calles aún continúa. Sin embargo, uno puede estar seguro de lo que la camarilla gobernante está haciendo exactamente y hacer planes en consecuencia. Si todo esto no termina en más angustia y desesperación, que pueden volverse aún más amargastras una euforia tan embriagadora, entonces es hora ya de que el futuro gobierno haga lo mismo.
Cualquier ejercicio de este tipo debe comenzar por reconocer que los obstáculos para el éxito siguen siendo enormes, al menos en el futuro inmediato. Hasan Nasrallah de Hizbolá ha descartado derrocar el gabinete (y mucho menos la presidencia), lo que hace que incluso este modesto objetivo parezca casi imposible de alcanzar. Sin embargo, eso en sí mismo no tiene por qué ser demasiado desalentador, ya que, en mi humilde opinión (no solicitada), centrarse en el gabinete tiene poco valor, dada la naturaleza del sistema libanés definido por la Constitución. Recordemos lo que sucede cuando el gabinete renuncia: el presidente se reúne con los parlamentarios para nominar a un nuevo primer ministro, quien a su vez consulta con los parlamentarios para formar el nuevo gabinete. En otras palabras, mientras sea el mismo presidente y los mismos parlamentarios, solo estás reorganizando la misma baraja amañada. Muy conscientes de esto, los activistas más inteligentes convocan elecciones parlamentarias anticipadas (ver foto a continuación), que ciertamente se acerca al objetivo. Según la Constitución, el parlamento es la fuente de todo poder: elige al presidente, al primer ministro y al presidente del parlamento. Si el objetivo es deshacerse de los mismos viejos rostros de una vez por todas, simplemente no hay otro camino disponible que no sea pasar por el Parlamento.
Grafiti «Queremos elecciones parlamentarias ya», Beirut, 22 octubre 2019 (Alex Rowell/Al-Jumhuriya)
Sorprendentemente, el primer ministro Saad al-Hariri ofreció más o menos elecciones anticipadas en su discurso el lunes, diciendo que si eso era lo que querían los manifestantes, entonces «estoy con ustedes». Si esto es un farol, es uno que el movimiento de protestaharía bien en respaldar. Es cierto que la ley electoral actual está pergeñada para favorecer a los titulares, que es una de las razones por las que los independientes respaldados por la sociedad civil arrollaron tan cómodamente en las urnas el año pasado. Por supuesto, cualquier aceptación de la oferta de Hariri tendría que estar condicionada a una nueva ley electoral más justa, que en sí misma provocaría una batalla que probablemente se prolongará durante muchos meses, cuando no años. «La gente quiere una nueva ley electoral» puede que no sea un eslogan tan emocionante como «¡Revolución!», pero es exactamente la lucha que se debe librar (y ganar) para expulsar a los titulares actuales de una vez por todas, y no solo para que reaparezcan en otro gabinete seis meses despu é s. (Hizbolá es, obviamente, la gran excepci ó n a todo esto, dada su milicia extremadamente poderosa, que no dudar á en usar sin el m á s m í nimo respeto por las leyes de cualquier tipo si alguna vez ve su poder realmente amenazado).
Así pues, no, el Líbano no facilita el optimismo. Aquellos que vivieron los momentos culminantes de 2015-18, y luego la abrumadora derrota de las elecciones del año pasado, lo saben mejor que la mayoría. Sin embargo, es precisamente este hecho, visto a la luz adecuada, lo que hace que lo que está sucediendo ahora sea aún más notable. La gente ha salido a las calles, arriesgando su seguridad y sus medios de vida, como si todas las cosas que antes sabían sobre la política de su país ya no importaran. Muchos hablan de que se ha roto la barrera del «miedo», y esto es particularmente cierto en el caso de los manifestantes en lugares predominantemente chiíes como Tiro y Nabatieh, que han sido asaltados repetidamente por matones que empuñaban palos leales a Hizbolá y a su compañero, el Movimiento Amal. Un amigo prefiere decir que se ha superado la barrera de la «apatía y aquiescencia». De cualquier manera, está claro que será muy difícil volver a encerrar al genio que se ha escapado de la botella. En una carta publicada el lunes dedicada al fallecido Samir Kassir, el novelista Elias Khoury escribió: «Ya no necesitamos imaginar que podríamos ver un Líbano laico y no sectario». Lo que se verá exactamente en el nuevo Líbano es solo lo que determinen los manifestantes. Pero, sin duda, hay un nuevo Líbano que ya es.
Alex Rowell es escritor, traductor y editor-jefe de Al-Jumhuriya English. Vive en Beirut. Es autor del libro: «Vintage Humour: The Islamic Wine Poetry of Abu Nuwas». Twitter: @alexjrowell
Fuente: https://www.aljumhuriya.net/en/content/lebanon%E2%80%99s-uprising-between-hope-and-hard-truths
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